Viajes

La trastienda de la cocaína

Uno de los destinos vacacionales más populares consigue, pese a los esfuerzos de las autoridades dominicanas, ofrecer un amplio repertorio de drogas a sus turistas

Las zonas turísticas de República Dominicana atraen todo tipo de diversiones.
Las zonas turísticas de República Dominicana atraen todo tipo de diversiones.Georges_Tourspixabay

Unas vacaciones en Punta Cana no engañan a nadie. Cualquiera sabe que, una vez hacemos el check-in en el hotel o villa de turno, de cara a las playas de arena blanca donde aparcan las olas, estratégicamente situadas en un rincón del paraíso podado para exprimir el jugo dulce de nuestros placeres, no estamos dispuestos a comenzar una aventura sin parangón, un viaje de selvas húmedas y pegajosas, carreteras peligrosas y comida prácticamente intragable. Uno viaja a Punta Cana, en la hermosísima República Dominicana, para relajarse. Y no tiene más. Para tumbarse en una hamaca blanca como la espuma y degustar un mojito tras otro, uno tras otro, porque la habitación del hotel está a menos de un centenar de metros y hoy no hace falta que nadie conduzca. Se suceden los baños entre pececitos de colores, paseos en velero, locuras en moto acuática, pianistas con dedos de plastilina amenizando nuestras veladas.

Es bien sabido que uno de los lugares ideales para desconectar del barullo constante del día a día de nuestra rutina lo encontramos aquí, empapándonos de la alegre cultura dominicana y sus sonrisas de coral. Y es maravillosa, esta sensación de total impunidad frente a la vida. Pero detrás de este tipo de viajes atractivos que yo mismo he podido disfrutar con gusto, se esconde una segunda verdad coloreada de oscuro. Es la trastienda de la cocaína.

Un punto de encuentro

Los cargamentos de droga que se transportan desde Venezuela, Colombia, Perú o Bolivia hacia los Estados Unidos y Europa no siguen un único camino. Las ramas que extienden los capos sudamericanos para que sus dedos alcancen las regiones más lejanas precisan de pequeños puntos de repostaje, intermediarios, y hacen como las fichas en un juego que saltan de casilla en casilla, deteniéndose cada pocos pasos. Podemos encontrar “puntos de encuentro” a los que llegan grandes cantidades de cocaína y desde donde son catapultadas posteriormente a los países consumidores. Son Guinea Bissau, Haití y Cabo Verde, entre otras... y República Dominicana. La mitad oriental de la isla La Española, con 1.575 kilómetros de bella costa, prácticamente imposible de vigilar al completo. Un destino ideal para el polvo blanco por su situación geográfica, la densidad de sus selvas y la numerosa diáspora que posee en países europeos y norteamericanos.

Contenedor cargado de fardos de cocaínaGC (Foto de ARCHIVO)11/11/2020
Contenedor cargado de fardos de cocaínaGC (Foto de ARCHIVO)11/11/2020GCGC

Los números bambolean por miles. Entre 1988 y 2005, las autoridades dominicanas incautaron hasta 57.200 kilogramos de droga por todo el país, y a estos deberíamos añadirles los cientos de miles de kilogramos que consiguieron escabullirse hasta alcanzar sus objetivos finales. Y los métodos utilizados por los narcotraficantes son los mismos que dicen en las películas: lanchas rápidas que cubren en tiempo récord el espacio que separa las costas venezolanas de República Dominicana, aviones con vuelos no autorizados que sueltan sus paquetes desde el cielo o aterrizan en aeropuertos clandestinos, vuelos privados cargados hasta los topes, vuelos comerciales donde las mulas enferman del estómago. Cualquier método es útil a la hora de colar la cocaína en nuestras zonas de descanso.

Luego el polvo prosigue su viaje. A Europa, donde entrará vía España o Italia siguiendo las mismas rutas que el hachís africano; a Estados Unidos, donde las mafias locales se encargarán de recibir y suministrar el producto venenoso.

A caballo regalado...

Pero, ¿qué ocurre el tiempo que la cocaína pisa República Dominicana? ¿Será una buena chica y se quedará quietecita en su paquete, esperando a que vengan a recogerla para llevarla al país de los sueños? Al contrario. La cocaína, como si fuese dueña de sus actos, como si despertara al abofetearle las mejillas el olor a sal y ron y sudor que mana de las costas dominicanas, siente con fuerza sus ansias de salir allí afuera y disfrutar del bullicio con el resto. De alguna manera se desliza fuera del paquete, impaciente por bullir. Llama la atención del botones de hotel que quiere sacarse unas perras, del barista del chiringuito de playa y de los vendedores ambulantes, y salta del paquete a sus bolsillos y de sus bolsillos a la nariz del turista a una velocidad de vértigo.

Antes de criticar a los microtraficantes dominicanos, deberíamos pensar quién es el responsable de la situación: aquél que se busca la vida como buenamente puede o el turista caprichoso.
Antes de criticar a los microtraficantes dominicanos, deberíamos pensar quién es el responsable de la situación: aquél que se busca la vida como buenamente puede o el turista caprichoso.RitaEpixabay

De las 57 toneladas que mencionábamos anteriormente, un 8.5% fueron incautadas en la provincia de La Altagracia, la provincia donde más incautaciones se han llevado, siendo los dos productos estrella la cocaína y el crack. El por qué es evidente en este caso. En La Altagracia se encuentra la zona turística conocida como Punta Cana, y no son pocos los turistas dispuestos a pagar unos dólares de más para aderezar el mojito con alguna sustancia dulce. La cocaína se escabulle de su paquete, chica traviesa, y consigue brincar alegremente hasta las narices sonrosadas de estadounidenses, británicos, alemanes, mejicanos, españoles y franceses que eligieron República Dominicana como destino ideal de turismo. Lo mejor es que, por cada parada que realiza la cocaína hasta acabar en el bolsillo del madrileño en Madrid, esta es cortada con cualquier tipo de sustancia que le venga al pelo, es cortada en cada parada. Así podemos transformar un kilogramo de cocaína pura en una tonelada de cocaína cortada, de manera que todos los intermediarios se lleven su pedazo del pastel.

La cocaína más pura la encontramos en Colombia. En República Dominicana baja unas décimas su calidad. En Cabo Verde baja todavía más. En Galicia vuelven a cortarla, o en Madrid, y el resultado final por el que un consumidor paga 60 euros es cocaína, sí, de la misma manera que llamaríamos cangrejo a los palitos naranjas que venden en el súper. Pero el turista que se atreve a jugársela en República Dominicana puede apreciar el puñetero subidón que provoca la cocaína prácticamente pura, quizá por primera vez en su vida.

Las pulseras de Francisco

Andaba yo por Punta Cana, tumbado en la hamaca de la playa, digiriendo el cuarto mojito de la tarde. Dos días atrás conocí a un mocetón la mar de simpático, llamémosle Juan Carlos, que vendía puros o lo que hiciera falta entre los clientes de los hoteles que se desperdigan por la línea de costa. Nos llevamos bien, fumamos un par de cigarritos mientras charlábamos. Luego llegó la hora de cenar y cada uno se fue por su lado. Este día que andaba yo digiriendo el mojito volví a encontrarme con Juan Carlos, muchacho estupendo, y como ya éramos amigos nos fumamos otro par de cigarritos hasta que me invitó a dar un paseo con él por la playa.

Y Juan Carlos se convirtió en un chasquido de dedos, mientras nuestros pies descalzos se hundían y desincrustaban de la arena, en todo un microtraficante capaz de, según él, cumplir todos mis deseos en esta tierra de ensueño que llaman Punta Cana. Lo que quieras, dijo. Alcohol de la mejor calidad, marihuana, putas, cocaína. ¿Quieres cocaína? Yo conozco a alguien. ¿Quieres a una chica? Las más guapas son amigas mías. Lo decía con una gracia, un desparpajo. Que casi convencía. Pero un servidor no es entusiasta de este tipo de pasatiempos - aunque si lo fuera, ya sabría que las penas por posesión de drogas en República Dominicana oscilan entre los 2 y 5 años de cárcel - y, aprovechando las conexiones que Juan Carlos tenía en el mercado dominicano, le pregunté si podía llevarme a una tienda donde vendieran pulseras bonitas para comprarle a mi novia.

Las áreas con grandes complejos hoteleros son campos abonados para los microtraficantes.
Las áreas con grandes complejos hoteleros son campos abonados para los microtraficantes.VViktorpixabay

Hoy sospecho que Juan Carlos interpretó el asunto de la pulsera como un mensaje en clave, algo así, porque se excitó muchísimo y desde entonces hasta que llegamos a la tienda, no dejó de hablar de la cocaína. Me confesó que él solo llevaba un gramo en el bolsillo para enseñar a los clientes, porque de esta manera podrá alegar a la policía que es consumidor y no traficante. Aseguró que solo la habían cortado una vez, no como la de España que es una porquería, y me dijo también que yo era turista y no tenía nada de lo que preocuparme porque, si bien las leyes dominicanas son durísimas con sus nacionales, el Gobierno tiene manga ancha con los turistas. Ustedes pueden portarse peor que nosotros porque traen mucho dinero al país, dijo, esa suerte tienen. Así que no se preocupe que yo me encargo de todo. Pero yo no quería cocaína, quería una pulsera, pero él seguía guiñando el ojo como un chiquillo en los juegos.

Al final llegamos a la tienda de las pulseras. Me extrañó porque después de su perorata sobre la cocaína me había llevado, efectivamente, a una tienda de pulseras, a poco más de doscientos metros de mi hotel. Allí me presentó a, digamos, Francisco, y Francisco que era un hombre con un vozarrón impresionante intercambió un puñado de susurros entrecortados con Juan Carlos, lanzándome miradas de satisfacción. ¿Le gustan las pulseras? Son bonitas, verdad. Pero mire, venga conmigo. Yo le enseñaré las mejores pulseras, solo para clientes importantes como usted.

Llegamos a la trastienda de la cocaína cuando no había más clientes a la vista. Un cuartucho escondido tras uno de los armarios de abalorios, cuyas estanterías estaban repletas de alcoholes de diversas marcas (los de buena calidad los escondo aquí), una mesa de madera sencilla y dos sillas. Francisco sentó su enorme figura en una, yo en otra y Juan Carlos se quedó de pie, mirando. Allí sentados, Francisco me explicó que un método de pago habitual de los traficantes se hace en especia, es decir, que no pagan a los descargadores o portadores en efectivo sino que les pagan en cocaína, en especia. Yo ya había visto algo parecido en poblados remotísimos de Guinea Bissau. Luego comenzó el interrogatorio: ¿Marihuana? Tengo de Jamaica y de aquí, pero la buena es la jamaicana. ¿No? En ese caso, ¿qué me dice de un gramito de coca? Mírela, aquí la pongo, frente a sus narices. ¿Quiere probarla? Solo probar, es gratis. ¿No? Bueno, pues mire, tengo alcoholes de importación excelentes. ¿Tampoco? Bueno, bueno. En ese caso, ¿querría usted una pulsera?

Al final volví a la playa sin cocaína, sin marihuana y sin regalo para mi novia, porque eran todos feísimos. Supongo que Fernando no se preocupaba demasiado por que las pulseras fueran bonitas.