Viajes
Un idiota con insomnio
Hace dos años que le pedí a Manuel una fotografía que sacó en su viaje a Marruecos. En ella aparece un beduino con el desierto de fondo, es una estampa preciosa, romántica a rabiar, y por una cosa o por la otra a Manuel siempre se le olvidaba dármela. Hasta que llegó el día de mi cumpleaños hace dos semanas, el único día del año donde no quiero ver a nadie ni en pintura, y apareció Manuel en casa con una sonrisa de oreja a oreja y la fotografía enmarcada y metida en una bolsa de ropa. Fue un detalle muy bonito pero lo jodió al dármelo el día de mi cumpleaños.
Ahora no sé qué hacer con la fotografía y la tengo colocada, todavía sin colgar, en la repisa de la cómoda de la sala de estar. Hasta esta noche no me he dado cuenta de que dedico horas enteras a mirarla cada día. Antes lo hacía de forma inconsciente, como si fuera una tabla de ejercicios, desde la una hasta las dos de la mañana, una hora al día, antes de meterme en la cama. Pero hoy me di cuenta. Meses atrás me resultaba imposible pasar una hora diaria mirando una única fotografía porque la vida la tenía ajetreadísima entre viajes, artículos, colaboraciones, cervezas con los amigos y meriendas de chocolate caliente en casa de mamá. Pasaba catorce o quince horas de ansiosa espera hasta que el mundo se fuera a la cama y así encerrarme en mi habitación para escribir cualquier virguería que se me ocurriera, para luego guardar el texto en la papelera de reciclaje y no volver a leerlo jamás. Tenía que esperar a que el mundo durmiera porque es más fácil escribir así, sin que le molesten a uno con las llamadas de Vodafone en el éxtasis de la creatividad, sin obligaciones, y los fines de semana era capaz de esperar hasta las cinco o seis de la mañana antes de encerrarme a escribir en mi habitación.
Ahora llegan las diez y media en punto de la noche y Madrid entero duerme. Se escuchan los ronquidos del vecino si dejo la ventana abierta, cuando fumo pitillos y quiero que se vaya el olor. Entonces me pongo a escribir cuatro horas antes de lo acostumbrado y termino cuatro horas antes de lo habitual. Llegan las dos y media de la mañana y no sé qué carajo hacer. Podría irme a dormir pero me resisto a hacerlo, así de cabezota soy, porque hace años que convertí en una manía lo de dormirme a partir de las cuatro y tengo los sueños descuadrados. Termino de escribir y camino como un sonámbulo a mirar la fotografía de Manuel. Me dijo que el beduino tenía el móvil en la mano en el momento de la captura pero que no se puede apreciar en la imagen por cuestiones de luz y demás. Me dijo que es una lástima porque quiso mostrar el equilibrio entre lo contemporáneo (el móvil) y lo arcaico (el desierto) pero que al final le quedó una foto de un tipo en el desierto. A mí me encanta, aun así.
Me permite imaginar el tacto de la arena parecido a los polvos de talco, los grumos del pleistoceno que insisten en colarse entre los pliegues de la ropa hasta que volvemos a casa y se diluyen por el parqué. Puedo inventar una voz para regalar a ese atardecer en el Sáhara y sus olores secos que lo ralentizan.
Desde que empezó el coronavirus estoy más malhumorado y asustado de lo habitual, como todo el mundo, y esto no tiene nada de malo porque enfadarse y asustarse suponen procesos naturales en la vida pero, no sé, me aburre enfadarme, me entra sueño al asustarme. Y tengo nuevos problemas. Son estúpidos y me ponen de peor humor. Por ejemplo no sé qué hacer con mi ropa. Ando acostumbrado a llevar la misma ropa en Madrid que en cualquiera de mis viajes, ropa práctica; un par de pantalones resistentes, las camisetas de promoción que he ido recogiendo a lo largo de la vida y un polar sucio y surcado de quemaduras de cigarro. Antes nadie me decía nada porque apenas me veían lo suficiente para tomarse las confianzas de decirme nada pero ahora es horrible, ahora me ven, y han descubierto que solo tengo un polar y dos pares de pantalones, y todo el mundo insiste en que vaya al outlet del Corte Inglés y me compre ropa nueva, ropa de ciudad, ropa incómoda, pantalones apretados y camisetas de marca y un polar nuevo, quizá dos.
Ellos no saben que me gusta vestir el polar viejo y los pantalones resistentes cuando miro la fotografía de Manuel. Ayudan a potenciar su efecto exótico, los colores que resbalan por las dunas como acosando a la arena, el aroma a sudor y decepciones que manan del turbante del beduino. Creo que si me comprase un polar nuevo, o vistiese pantalones apretados, me sentiría obligado a tirar a la basura la fotografía de Manuel. Es una cuestión de principios.
Pero lo que peor llevo es el tema del mal humor, sin duda. Ayer me mandaron un email de nosequé empresa contándome los pueblos más populares de España en 2020, por si me interesaba para un artículo, y me sonó a broma pesada, a cachondeo universitario. Manda calzones hacer una lista de los pueblos más populares en el peor año que ha vivido el turismo español desde la propaganda de Fraga. Cuando hace meses que veo el entorno rural de nuestro país, a cada viaje que hago, más vacío que los decorados de Sergio Leone en el momento previo a un tiroteo. Parece que aquí todo el mundo quiere jugar a que no ha pasado nada y seguir tirando, aunque sea fingiendo que le importa un carajo a alguien. Los pueblos más populares de España en 2020 no existen, punto, se acabó.
Y en lo que respecta a nosotros, recuerdo que todos juramos dejar de ser imbéciles al empezar esta pandemia. En cualquier periódico escribían pensadores importantísimos asegurando que comenzaba una nueva etapa en la que seríamos más responsables, menos idiotas que el año pasado. Pero seguimos siendo idiotas, yo incluido, puede que más. Hoy he descubierto (mirando la fotografía de Manuel mientras pensaba en el dichoso mail de los pueblos populares) que ya no podemos ser los idiotas que fuimos antes pero aun así fingimos que seguimos pudiendo. Y me parece conmovedora, esta esperanza del ser humano por seguir siendo idiota. Arroja fuerzas para seguir luchando un poco más.
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