Etiopía

Veinte muertos en Etiopía

Cuando tenía 19 años fui de voluntariado a un orfanato de las Misioneras de la Caridad, en el corazón de Addis Abeba, la ciudad de los humanos, capital ruidosa y despiadada de Etiopía. Fueron dos meses intensos y cargados de experiencias inolvidables que de verdad creo que me pulieron como viajero, y que hoy, muchos años después, realmente estoy dispuesto a compartir contigo. El equipo éramos un puñado de chavales de la universidad que dormíamos en el Hotel Ras y todas las tardes nos teníamos que sacudir de encima a las putas en la terraza. Se acercaban a nosotros con un taconeo insinuante y ridículo, finas como los dedos de una planta de hiedra, bellísimas, muchas drogadas, en definitiva se aproximaban cuatro o cinco cada vez y mostrando un espectáculo desolador.

Decían, “estoy limpia, estoy limpia” con insistencia y desfilaban por delante de nosotros como si fuera una pasarela de modelos callejeras, y luego cuando les decíamos que no queríamos nada se marchaban de vuelta por la derecha.

En Etiopía vi a los primeros muertos de la calle. En realidad soy afortunado porque allí muchos niños de dos o tres años ya los pueden ver sin dificultades, soy un afortunado por nacer donde he nacido que me ha evitado encontrarme con un vecino muerto en la acera cuando iba a hacer la compra con mamá. Los muertos, creo, no lo he hablado con un psicólogo, terminan por hacerse una costumbre, uno o dos son chocantes pero al cruzar la veintena ya no lo piensas más. El ser humano es una criatura formidable y nuestra capacidad para adaptarnos es envidiable. Aunque cuidado que conocí allí a Gonzalo, un español que vio este espectáculo con la misma edad que yo y lo dejó todo y tenía una ONG para jóvenes sin trabajo y ahora tenía treinta años y era un puñetero héroe hispano, que no se diga que un español no es capaz de arremangarse y ponerse a ayudar, aunque lo haga llorando, o con fiebre amarilla, como Gonzalo que la cogió y casi la espicha en el sitio. Gonzalo es la clase de persona extraordinaria que está en las oraciones de los niños, igual que el doctor Iñaki Alegría (que es otro héroe que vive en Etiopía).

Una familia me invitó a su casa a tomar el té una tarde. Su casa: una caseta en una esquina de la calle, una puerta y dos ventanas. Dentro, en el espacio que ocupan tres colchones desmadejados en el suelo de barro, estaba la familia. La familia: una madre y siete crías. Una de las niñas tosía fatalmente y luego resultó que nunca mejoró (fue mucho antes que el coronavirus). Bebimos el té sentados en los colchones y me limité a sonreír a los hijos que me miraban completamente anonadados, benditos chiquillos, abriendo mucho los ojos y sin decir una palabra. Al final la madre me contó su película, señaló a la niña que tosía tumbada en uno de los catres y me pidió dinero.

Addis Abeba también oculta unos lugares apasionantes. Pequeñas perlas. El mejor pescado que se puede encontrar callejeando por el barrio de Sedistkilose come con las manos, es exótico para nosotros y sabe a mierda y barro, pero acompañado por unos rollos de inyera con algún picante entran de bien... Puro rito. Tampoco es difícil conseguir marihuana para dar la nota. Basta con buscar uno de los miles de rastafari que pululan por allí adorando al Emperador Haile Selassie y runruneando tonadillas de Bob Marley, ellos prácticamente ofrecen sus cosechas verdes al turista divertido. El alcohol es casi gratis y las prostitutas desfilan como los pijos por el Retiro, en la terraza del hotel.

Addis Abeba es la jungla de cemento y cristal. Y de mugre y de erosión. Es una ciudad que hace décadas que la abandonó la razón, una jungla de moral machacada por la lluvia, polvo siniestro y pitidos en lugar de arbustos y charcos. Un paraíso zombi que los viejos coptos resucitaron. Abajo, el desierto; encima, Sudán y Egipto; al este, Somalia y el mar Arábigo. En Addis Abeba se ensarta un reclamo geopolítico rodeado de las chabolas que conocí cuando tuve diecinueve años. Allí se celebran cumbres y los buenos luchan contra los malos en el batiburrillo de los poderosos, Addis Abeba es relativamente importante, es una capital, pero, ¡qué capital! Cuarenta países después no he encontrado una ciudad tan desolada (quizás Calcuta o Puerto Príncipe) y tan desorganizada, es verdad, y no he cruzado los dedos.

Antes mentí porque no son veinte muertos en Etiopía. Son cien, mil, diez mil. Hace años que no podemos contarlos. Y si no podemos contarlos lo mismo da que su número sea cero.

En este tipo de sitios cuando estalla una guerra hace falta actuar rápido, antes de que lleguen las malas noticias al telediario. No cuando ya hayan llegado, como hacemos siempre; antes de que lleguen. O vendrán unas hambrunas y unas masacres tan deleznables como las previamente lloradas de Uganda, Congo, República Centroafricana, Nigeria, Sierra Leona, etc., que hicieron temblar de frío al mundo. ¿Y si la historia se repite en Etiopía y en Tigray? ¿Y si está ocurriendo ahora mismo, mientras España juega en la Eurocopa y nosotros gritamos hasta escupir los pulmones? Entramos en terreno pantanoso. No podemos adivinar el futuro pero podemos leer los síntomas y decidir si actuar sería o no válido, tras celebrar las tareas y asambleas y reuniones pertinentes, según derecho, si merece la pena por una vez eliminar la posible noticia antes de que ocurra, y mandar unos pocos cascos azules allí simplemente para comprobar que todo fluya según lo internacionalmente convenido, supuestamente votado por todos nosotros.

Podemos preocuparnos por Etiopía y quizá sea hora de que los de Hollywood se vayan preparando: seguro que sacan una buena película sobre la masacre de Tigray.