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Iglesia Católica

Gabriele Amorth: «Si no estás dispuesto a soportar persecuciones y salivazos, no te hagas exorcista»

Fallece a los 91 años el sacerdote exorcista oficial de la diócesis de Roma y fundador en 1990 de la Asociación Internacional de Exorcistas (AIE)

Gabriele Amorth, en la imagen, fue hijo espiritual del Padre Pío larazon

Fallece a los 91 años el sacerdote exorcista oficial de la diócesis de Roma y fundador en 1990 de la Asociación Internacional de Exorcistas (AIE)

Don Gabriele Amorth, exorcista oficial del Vaticano, murió este viernes en Roma. Nacido en Módena, el 1 de mayo de 1925, era tal vez el exorcista que más veces había combatido cara a cara con el diablo. Al preguntarle el 25 de octubre de 2011, mientras componía mi libro «Así se vence al demonio» (LibrosLibres), cuántos exorcismos había realizado desde que el cardenal Ugo Poletti, vicario del Papa en la Diócesis de Roma, le nombró para tal fin en 1986, respondió categórico:

–Más de setenta mil... aunque de personas –matizó– muchos menos, pues a una misma la he exorcizado centenares de veces.

Licenciado en Derecho con 22 años, se ordenó sacerdote el 8 de septiembre de 1953, coincidiendo con el centenario del dogma de la Inmaculada Concepción.

Amorth estaba considerado el exorcista más célebre y reputado del mundo. Prueba de ello era que hasta hace poco seguía recibiendo peticiones desde los puntos más alejados del planeta, como Estados Unidos, Australia o los países asiáticos.

En el ocaso ya de su vida, con casi 86 años –25 de ellos expulsando demonios–, me recibió en su sala de exorcismos de la sede de la Sociedad San Pablo en Roma, un imponente conjunto arquitectónico situado en la calle Alesandro Severo, del que sobresalía una basílica de formidable cúpula.

Poco antes de la entrevista, aguardé unos instantes en aquella habitación. Nada del otro mundo: apenas diez metros de largo por cinco de ancho, con una sencilla mesa de madera en el centro rodeada de sillas a juego, y un antiguo butacón tapizado en tono ocre, reservado a los «clientes» atormentados por el diablo.

Pinacoteca del espíritu

Las paredes estaban salpicadas de imágenes: un gran retrato de don Giacomo Alberione, fundador de la Sociedad San Pablo, junto a la fotografía de un sacerdote de mirada expresiva con el corazón blanco, distintivo de los religiosos pasionistas, bordado en la sotana negra. Era el Padre Cándido Amantini, exorcista del santuario de la Escalera Santa de Roma durante 36 años y mentor de don Gabriele.

La imagen de Jesús de la Divina Misericordia resaltaba también en la modesta estancia, igual que una escultura de la Virgen de Fátima de un metro de altura, escoltada por una bella efigie del arcángel San Miguel, príncipe de la celestial milicia. Los retratos de dos grandes santos, Juan Bosco y Pío de Pietrelcina, junto al del entonces beato Juan Pablo II, completaban esa variada pinacoteca del espíritu.

De San Pío de Pietrelcina, canonizado precisamente por Juan Pablo II en junio de 2002, se honraba don Gabriele de haber sido su amigo. Contaba éste sólo 34 años la vez que acompañó a la talla de la Virgen de Fátima en el mismo helicóptero que viajó desde el santuario portugués hasta San Giovanni Rotondo en atención al sacerdote capuchino, desahuciado por los médicos a causa de una pleuritis exudativa.

El 6 de agosto de 1959, poco antes de que la imagen mariana abandonase el convento al sur de Italia, llevaron al Padre Pío a venerarla en silla de ruedas. Instantes después, el enfermo sanó milagrosamente.

Don Gabriele irrumpió aquella tarde, sonriente, en su lugar de trabajo. Era un anciano de mirada jovial. Curiosa paradoja. Al verle, tuve la sensación de contemplar dos realidades en constante pugna: la increíble fuerza del espíritu frente al progresivo deterioro de la carne.

–Don Gabriele, ¿por qué tienen tan mala prensa los exorcistas en el seno de la propia Iglesia? –inquirí, extrañado–.

–Yo siempre digo lo mismo (advirtió él, con autoridad): «Si no estás dispuesto a soportar calumnias, persecuciones y salivazos, no te hagas exorcista». Algunos sacerdotes, en lugar de tratar a los afectados por el demonio como lo que realmente son, víctimas necesitadas de ayuda, se dirigen a éstas con displicencia. Por desgracia, sucede con demasiada frecuencia que los afectados tropiezan con algunos curas que les dan con la puerta en las narices. Algo que jamás hubiese hecho Nuestro Señor Jesucristo. Y si no aceptan a las víctimas, tampoco les agrada que haya exorcistas dispuestos a liberarlas. Aceptan nuestra existencia a regañadientes, considerando que somos unos exaltados y retrógrados.

–¿Casi nadie entonces quiere oír hablar ya de Satanás?

–Cierto. Pero le diré todavía más: hay sacerdotes y obispos que declaran públicamente que el demonio y el infierno no existen. Me pregunto entonces si han leído los Evangelios o si es que realmente no creen en ellos, pues el ejemplo de Jesucristo como primer gran exorcista de la historia es incuestionable.

–Juan Pablo II fue el primer Papa en casi 400 años que se enfrentó, como usted, cara a cara con el diablo. Sucedió el 4 de abril, domingo de Ramos, de 1982, al inicio de su pontificado...

–Lo recuerdo perfectamente. Yo conozco a Francesca, la joven que acudió aquella mañana a la audiencia papal. Previamente, el obispo de la diócesis a la que pertenecía esa chica le preguntó a Juan Pablo II si estaba dispuesto a exorcizarla, a lo que el Papa asintió sin ningún problema. De modo que el Pontífice procedió poco después al exorcismo en su capilla privada. Francesca no hacía más que escupir y revolcarse por el suelo. Las personas que rodeaban al Papa no daban crédito a lo que veían: «¡Nunca habíamos presenciado una escena como la que se describe en los Evangelios!», reconocían, admiradas.

–Pero el primer impresionado resultó ser el Papa, a juzgar por el testimonio del cardenal francés Jacques Martin, según el cual Wojtyla confesó luego a Ottorino Alberti, obispo de Spoleto: «Nunca me había sucedido algo semejante en mi vida».

–Juan Pablo II decía: «Todo lo que sucede en los Evangelios, sucede también hoy». Pero además de pensarlo y decirlo, acababa de experimentarlo por sí mismo. Su exorcismo fue de cierta eficacia aunque, siendo sincero, debo añadir que para liberar a Francesca se requirieron cinco años enteros de bendiciones.

–¿Recuerda algún otro exorcismo de Juan Pablo II?

–Uno mucho más reciente, en septiembre de 2000. Una chica de 19 años de un pueblo cercano a Monza, al norte de Italia, vino una semana a Roma para que la exorcizase junto con mi compañero y hermano Giancarlo Gramolazzo. La sesión se celebraba a primera hora de la tarde, de lunes a jueves. De modo que el miércoles por la tarde ella estaba comprometida con nosotros, pero no así por la mañana. Pensó en acudir entonces a la audiencia general con el Papa en la Plaza de San Pedro. En cuanto llegó, los guardias se percataron de que su actitud no era normal y la colocaron en primera fila, junto a los enfermos. Poco después, mientras el Pontífice impartía su bendición a una multitud de más de 40.000 peregrinos, la atractiva muchacha empezó a gritar como una posesa.

Fuerza sobrehumana

–¿Intervino la Policía?

–Los agentes intentaron tranquilizarla en vano, pues la chica, dotada de una fuerza sobrehumana, logró rechazar a varios de ellos. Gritaba palabras ininteligibles, profiriendo insultos contra el obispo Gianni Danzi, secretario general de la Gobernación del Vaticano, que trataba también de calmarla bendiciéndola con un crucifijo. Intuyendo que la muchacha estaba poseída, monseñor Danzi informó al secretario de Juan Pablo II, monseñor Stanislaw Dziwisz, quien finalmente se lo contó al Papa.

–¿Y qué hizo el Papa?

–Ordenó que retirasen a la chica a un lugar apartado, donde él mismo pudiese exorcizarla al término de la audiencia pública. Hicieron entrar así a la joven por el Arco de las Campanas, rodeando la Basílica de San Pedro, para conducirla finalmente hasta un lugar cerrado donde Juan Pablo II la exorcizó en presencia de sus padres, del obispo Danzi y de varios hombres que a duras penas podían sujetarla.

Aquella misma tarde, Giancarlo Gramolazzo y yo volvimos a bendecir a la muchacha acompañados de monseñor Danzi. Ella misma nos contó lo ocurrido por la mañana. El exorcismo del Papa tuvo algún efecto beneficioso, pero no sirvió para liberarla del diablo. Juan Pablo II trató a la joven, eso sí, con inmenso cariño durante media hora, anunciándole que ofrecería por ella la Misa del día siguiente.

El jueves repetimos el exorcismo durante dos horas. El demonio aludió entonces al encuentro celebrado la víspera con el Papa. Estaba contentísimo. Menudas carcajadas soltó el miserable. Indujo a la pobre muchacha a decirme: «¡Ni siquiera tu jefe [Juan Pablo II] ha logrado hacer nada conmigo!».

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