Semana Santa / Viernes Santo

La hora nona: el instante más sobrecogedor en Montserrat

"Día de contrastes al alba con grandes multitudes que discurren hacia determinados barrios, ya sea la muralla macarena o el adarve de Triana"

Virgen de Montserrat de Sevilla
Virgen de Montserrat de SevillaLa RazónLa Razón

Si, la luz de Sevilla se torna distinta bajo el arco de su cielo en la fecha más especial del año: El Viernes Santo. Día de contrastes al alba con grandes multitudes que discurren hacia determinados barrios, ya sea la muralla macarena o el adarve de Triana, o tal vez, más cercano, camino de los Jardines del Valle. Pero el núcleo donde se ha vivido con intensidad una madrugada sin par, ese va quedando desierto, adueñándose de sus calles una luz blanquecina que impregna con descolorida palidez su desgarradora soledad.

Calles y plazas vacías desde el solar franciscano, de la ahora llamada Nueva, siguiendo por la otrora del que fuera patio palaciego del Duque no de la Victoria, sino del predecesor, el de Medina Sidonia, hasta llegar a la de la Magdalena. Allí se acentúa el sonido del silencio con esa luz que deja escapar su triste lividez. Y todo nos invita a alcanzar ese espacio conventual de San Pablo, donde se erige majestuoso, el espléndido cenobio.

Pero no es ese nuestro destino. Frontero al templo, otra capilla nos permite admirar su recia puerta cerrada a estas horas, mientras que por un acceso aledaño, salen los últimos e irreductibles visitantes. Su pequeño postigo de madera se entorna, dejando apenas una rendija, por donde un escaso número de personas pretenden acceder al encuentro de los cofrades que aún permanecen en el interior. Breve ronda de saludos y quienes han entrado, se extasían con la majestuosidad de un Gólgota áureo, donde destaca la singular y magnificente presencia del Crucificado, que deja eclipsado al resto del conjunto escultórico. Frente a Él, su Madre con rostro contrito, contempla el latrocinio, en la belleza de unas facciones que conservan su inigualable hermosura.

Llegadas las tres menos un cuarto, las luces del templo se apagan, dejando tan solo el lívido resplandor de unos codales encendidos y la cera de una candelería testimonial para iluminar el trono de leones y castillos presidido por la Dolorosa. Idealmente, según cuenta la piadosa tradición, está cercana la hora nona, las 3 de la tarde del viernes 3 de abril del año 33, con todo el hondo y complejo significado que se ha querido atribuir a ese dato. El silencio es denso, mientras aparece una pequeña comitiva de cirios encendidos, que se colocan entre ambos pasos. Esa escena, los escasos asistentes que tienen el privilegio de contemplarla, viene repetida desde hace cuatro décadas, cuando, presidiendo el acto, el inolvidable Capellán Real, el Iltmo. y Rvdmo. Sr. D. Camilo Olivares Gutiérrez, añorado Prelado Doméstico de su Santidad, entonaba con voz quebrada el sermón de la Muerte de Nuestro Redentor, siendo él quien iniciase este rito, secundado posteriormente por otros brillantes meditadores.

En la penumbra, la voz de D. Camilo se hacía patente describiendo el instante único e inconmensurable de la Muerte del Salvador. Sus pausas, provocaban escalofríos, pero sus palabras describiendo nada menos que el sufrimiento y el dolor de Cristo, desgarraban el alma. Describía con inusitado realismo ese momento lacerante de penetrar los clavos en sus manos y pies. Cómo la sangre resbalaba por sus sienes, fruto de mil espinas clavadas y la piel arrancada, por los latigazos inferidos. A quienes le escuchábamos nos hacía revivir aquel segundo fugaz en el que Dios hecho Hombre, da su vida por nosotros. Se diría que, contemplando al Cristo de la Conversión, un intangible estertor le recorriera su Cuerpo. Tal era la fuerza narrativa de aquellas palabras en un silencio tan rotundo como aquél.

Se diría que D. Camilo además de rememorar la Pasión, la padecía en lo más profundo de su ser, por lo que, al retomar sus palabras, éstas desgranaban una oración de esperanza, dirigida hacia la Madre de Montserrat. Qué difícil era apartar la mirada del Crucificado, pero la calidez de aquella mirada virginal, nos hacía ver que Él ya nos había perdonado. La oración a Ella, era íntima, sentida, tierna, aliviaba el alma.

Casi sin darnos cuenta aquellas escenas habían pasado como si de un destello fugaz se tratase. La pequeña escolta de cirios ya apagados, se dirige de nuevo hacia la Sacristía.

Vueltos a la realidad, la liturgia de las despedidas con el deseo repetido de “que tengas una buena estación, hermano”.

Esos pocos que han tenido la suerte inmensa de admirar aquella escena, no la podrán fácilmente olvidar, El pequeño grupo de elegidos se dispersa con rapidez y tal vez alguno, se dirija hacia el Arenal, el antiguo barrio de La Carretería donde un fiel reflejo de lo experimentado lo pueda contemplar, esta vez sobre un Gólgota en sombra igualmente bello, tras su reguero de azul terciopelo. La tarde cristiana más triste ha dado comienzo.