Tribuna

Señora de gris sobre fondo rojo

"Quizás lo que no nos atrae del gris sea que justo eso, que consista en un color a medio camino de cualquier otro"

El diálogo se ha convertido en una pugna entre blancos y negros, como un cuadro de Pollock
El diálogo se ha convertido en una pugna entre blancos y negros, como un cuadro de Pollock La RazónLa Razón

Lo sé, he invertido (o más bien, subvertido) los colores del fondo y la figura en el título de la conocida novela en la que Delibes rinde un sentido tributo a su esposa una vez fallecida. ¿La intención? Adelantar el argumento principal de esta columna, que no es otro que la perentoria necesidad de traer el color gris a un primer plano en todas las facetas de nuestra vida y de relegar, de paso, a uno mucho más secundario los estridentes colores de los arcoíris que hoy nos deslumbran a cada paso. ¿Pero por qué el gris? Después de todo, está lleno de connotaciones que no llegan siquiera a ser negativas; simplemente, evoca en nosotros inanidad, tibieza, medianía, irresolución: «fue una persona gris», «es un asunto gris», «será una jornada gris». En los experimentos psicolingüísticos que realizamos en nuestro laboratorio, destinados a esclarecer qué emociones vinculamos a los diferentes términos de color, los hablantes de español tienden a asociar el gris a la decepción, la tristeza o el arrepentimiento (por este orden). En fin, nada que ver con los intensos sentimientos que despiertan sus extremos: alivio, alegría o placer (en el caso del blanco), o miedo, desprecio o culpa (cuando se trata del negro). Y pasa algo parecido en las demás lenguas. Porque en estos experimentos, y a pesar de las significativas diferencias culturales que nos separan de ellos, los hablantes de mandarín suelen relacionar el gris con las mismas emociones que nosotros. Quizás lo que no nos atrae del gris sea que justo eso, que consista en un color a medio camino de cualquier otro, o más bien, una mezcla de todos ellos. Y en los actuales tiempos de polarización, preferimos ser monocromáticos: rojos o negros (si todavía nos preocupa la relación Iglesia-Estado), blancos o rojos (si aún creemos en la revolución mundial), rojos o azules (si seguimos rumiando los traumas patrios). Hoy se antoja obligado decantarse (a ser posible, sin un atisbo de duda) por una de las dos respuestas antitéticas que parece tener cualquier cuestión… porque de no hacerlo, corre uno el riesgo de ser tildado de indeciso, contemporizador y hasta cobarde, lo que es mucho peor que ser tachado de enemigo. Y el gris es, ante todo, un color dialéctico, el resultado del compromiso entre opuestos de muchos signos que se reconcilian para crear algo diferente.

Todos decimos tener claro que el diálogo es la forma más eficaz (y más natural en los seres humanos) de resolver nuestras diferencias y, sobre todo, de avanzar en nuestra comprensión del mundo. Los griegos llegaron a explicar racionalmente la realidad debatiendo sus principios rectores mientras celebraban banquetes o paseaban por el ágora. Durante siglos, maestros y alumnos se han reunido en las aulas para discutir de viva voz acerca del porqué de las cosas y en último término, para pasarse unos a otros el testigo del saber. Aprendemos poco y mal si no lo hacemos en un entorno social. Y, sin embargo, cuantos más conocimientos hemos acumulado y cuanto más se ha universalizado ese conocimiento, gracias a la escolarización, a los medios de comunicación de masas o al libre acceso a bibliotecas, repositorios y bases de datos, tanto más polarizada se ha vuelto la sociedad, tanto más la pintura que hacemos de la realidad se ha convertido en una pugna entre blancos y negros, como en un cuadro de Pollock. Pero la paradoja no es tal: lo único que sucede es que, en lugar de usar esos conocimientos para construir colectivamente un relato más exacto de cuanto nos rodea (y en último término, un mundo mejor y más justo), los empleamos para reforzar nuestra posición frente a los demás. De este modo, todo intento de diálogo se convierte en una suerte de pugilato verbal pensado para defender nuestros intereses (por espurios que sean) frente a los de los demás, y, sobre todo, para rebajar al otro y ganar así estatus dentro de la sociedad. En realidad, llevamos milenios haciendo justo eso: usar las palabras para medrar en la jungla social, lo cual representa, después de todo, un cierto avance con respecto a épocas anteriores, en las que todo esto se resolvía a golpes. Ya dijo Freud hace un siglo que el primer hombre que, en lugar de arrojar una piedra, lanzó un insulto, fue el genuino creador de la civilización. Ahora bien, quizás ha llegado el momento de avanzar un poco más en ese proceso civilizador y dejar de seguir arrojándonos palabras para ponerlas a dialogar.

Lo cierto es que la polarización viene de más antiguo. Nos viene impuesta, de hecho, por nuestro propio cerebro, que tiende a clasificar cualquier aspecto de la realidad en términos dicotómicos: útil o inútil, comestible o venenoso, amigable u hostil, atractivo o desagradable. Es a su vez la base de un sistema de toma de decisiones bastante burdo (se le escapan los matices) y sesgado (al final, su fundamento son impresiones básicas y comportamientos aprendidos, que son muy limitados), pero también rápido (las resoluciones se toman en menos de un segundo) y, por tanto, bastante eficiente y adaptativo (que no nos lleve varias horas decidir si un oso que se acerca representa o no un peligro explica, a buen seguro, que sigamos vivos como especie). No obstante, como saben bien los neurocientíficos (lean a Kahneman o a Sigman), contamos también con otro sistema de toma de decisiones más sofisticado, que trabaja de modo consciente, contrastando un gran número de datos, durante más tiempo y de una manera más pormenorizada. Sin duda, las grandes ideas y los proyectos innovadores son fruto de este otro sistema: novelas, cuadros, catedrales, teorías científicas… Claro que también está sujeto a sesgos: después de todo, podemos razonar de forma muy sutil para confirmar nuestros propios prejuicios, justificar nuestros deseos más irracionales o reafirmarnos en nuestras creencias más delirantes (¿o no imparten, acaso, sesudas conferencias quienes creen que los extraterrestres han visitado ya la Tierra?). Ambos sistemas cumplen funciones importantes (y complementarias): el primero nos permite desenvolvernos con bastante eficiencia en el día a día, automatizando las actividades rutinarias; el segundo nos posibilita resolver problemas nuevos sobre la base de lo ya aprendido. Pero como ambos pueden conducir al solipsismo, es imprescindible salir de nosotros mismos de vez en cuando y conocer formas diferentes de ver la realidad, si queremos llegar a un conocimiento cabal del mundo…. de ahí la importancia de conversar con los demás. Claro que, en la actualidad, incluso más que palabras arrojadas como dardos, lo que se oye, en casi todas las esferas de la vida, es un coro de monólogos, también proferidos cada vez con más fuerza y destemplanza. El poeta polaco Józef Baran lo expresó con gran tino en uno de sus poemas, al afirmar que hoy en día «cada cual pugna/por gritar más alto que el resto/en todas las lenguas posibles/desde todas las torres de babel» y al aventurar que acaso llegue un momento en que «hayamos logrado vaciar/el mar de las palabras/y sobre el mismo fondo/sobre el indescifrado enigma del mundo/enarbolemos/la blanca bandera del silencio».

Es precisamente para no llegar a esa triste rendición por lo que necesitamos más grises en nuestras vidas. Más grises en nuestras argumentaciones, para que tengan cabida todos los matices de todas las cuestiones que debatamos; y, sobre todo, contertulios más grises en nuestros debates, que sepan, no ya conciliar las posturas antitéticas del resto, sino alcanzar la necesaria síntesis entre tales posiciones, en definitiva, llegar a soluciones racionales a partir de las respuestas irracionales de blancos y negros. Porque ser gris no consiste en transigir, en darle la razón en todo a todos, sino, precisamente, en hacerles ver a todos que están equivocados en parte, y que todos han de aceptar aquello en lo que tiene razón el otro y renunciar a aquello en lo que cada parte no la tiene. En la novela «Momo», de Michael Ende, los hombres grises se alimentan del tiempo libre de los demás, a quienes convencen, por ello, de renunciar al ocio y a los pequeños placeres de la existencia, para vivir, en cambio, vidas de prisas crecientes, dedicadas tan solo a realizar en soledad tareas supuestamente productivas. Los hombres grises del mundo real (de verdad, lean a Sigman) no arrebatan tiempo, sino que lo regalan, porque solo con tiempo se puede escapar de la tiranía de las respuestas inmediatas y activar nuestro sistema de toma de decisiones más sofisticado, ese que nos permite atisbar la genuina naturaleza del mundo. Porque, como escribió también Józef Baran, «la vida da vueltas como loca/abre por un momento los ojos/en esto puede consistir/tu única eternidad/y puede que la dejes marchar sin darte cuenta».