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¡Y yo con estos pelos!

¡Y yo con estos pelos!
¡Y yo con estos pelos!larazon

Por Luis Miguel Belda

Nuestras madres nos pegaban con saliva esos rebeldes pelos que nos adornaban de pequeños. Ya era de adolescentes cuando liberábamos nuestros pelos. Aquellos de los años sesenta y setenta dejaban crecer los suyos. Ondear melena era un modo de revolución, como también un posicionamiento político: a pelo más largo y revuelto, más de izquierdas. Los que se rapaban o mantenían su cabello muy corto eran fácilmente identificables como fascistas, o fachas, como se llaman aquí: los ‘cabezas rapadas’ es como se conocían, cuya ideología no era ni de una ni de otra, porque el fascista es solo de un color, aunque no lo sepa. Pues muchas personas, erróneamente, creían que un punk era de izquierdas y un ‘cabeza rapada’ de derechas.

El mercado hace de las suyas sin que las sociedades apenas lo perciban. Ese es su mérito. En la Transición, llevar barba era ser de izquierdas. Hoy llevan más barba los de derechas que los de izquierdas. Hasta muchos de los ‘cabezas rapadas’ de entonces lucen hoy melenas y flequillos que solo una resistente montura de gafa puede sostener. Hasta en eso es más difícil ahora saber quién es quién y de qué va.

Porque la apariencia es un modo de comunicación. El cómo se peina y viste el otro nos comunica mucho de lo que es, y de lo que de él o ella podemos esperar. No siempre es así, lo que explica el popular refrán ‘las apariencias engañan’, pero, en general, y casi por intuición, podemos convenir la generalidad de unos rasgos comunes.

En relación con esto, me llama poderosamente la atención la metamorfosis que comparten con nosotros algunas personas con deudas pendientes con la Justicia. Pienso en Anna Gabriel, la ex portavoz de la ultraizquierdista CUP en el Parlamento catalán, quien, tras huir de la Justicia española, reside en Suiza con un cambio de imagen tan dramático que la convirtió durante un tiempo en la novia de España, a lo Julia Roberts, de tan ‘aseada’, prudente y hasta coqueta. En España nos preguntamos muchos si es que en Suiza es obligatorio cambiar de look para obtener un permiso de residencia. Conozco muy bien ese país, gracias a Robert Walser, y no me consta tal exigencia.

Más radical fue el arreglo del otrora radical Rodrigo Lanza, juzgado por asesinar a un hombre, quien se presenta estos días en el tribunal sin bufanda palestina, sin cresta de mohicano y sin quincallería dilatadora colgante de los lóbulos de sus orejas. Basta verle en fotos: sería, por seguir el juego literario anterior, como el Brad Pitt español, el novio que todas las madres querrían para sus hijas. Lo más peculiar es que Lanza ya cambió de imagen en un juicio anterior, tras dejar en una silla de ruedas a otro hombre al que agredió. Resuelto aquello, regresó a su imagen de activista de ultraizquierda, reformada ahora por este otro lance.

Pensando en ellos, adquiere especial significado para mí lo que afirma Friedrich Nietzsche en ‘Más allá del bien y del mal’: “Lo que alguien es comienza a delatarse cuando su talento declina, cuando deja de mostrar lo que él es capaz de hacer. El talento es también un adorno; y un adorno es también un escondite”. Es probable, y eso quizá explique estas metamorfosis.

No obstante, lo que me inquieta -pues soy de naturaleza crédula y razonablemente empática- es que tanto Lanza como Gabriel me la quieran dar con queso con ese cambio tan ‘radical’ -ahora sí, nunca más a cuento. Y en tal punto me abandono en la lectura somera del sabio Abelardo, quien con tanto acierto despliega estas letras en torno al padre de la Iglesia cristiana: “Ha de saberse, sin embargo, que por una saludable dispensa se puede prescindir alguna vez de la confesión. Así creemos que sucedió con Pedro, de quien sabemos que lloró su negación, pero de quien no leemos que hiciera otra penitencia o confesión. Por eso San Ambrosio, comentando a Lucas, dice: ‘Leo sus lágrimas, no su penitencia. Las lágrimas lavan el delito que da vergüenza confesar de palabra, y el llanto está pidiendo el perdón y el pudor’”. Lástima que las de Lanza y Gabriel no sean esas poéticas ‘lágrimas en la lluvia’, sino, todo apunta a que es así, lágrimas de cocodrilo, otro sabio refrán.

Acabo como empieza Miguel Unamuno (tan de moda ahora) su ‘Del sentimiento trágico de la vida’, con esta sentencia latina: “Homo sum, humani nihil a me alienum puto”. Pues eso.