Pena de muerte
La última vez que Barcelona asistió a una ejecución pública
El crimen de la calle Parlament en 1895 acabó con un hombre condenado al garrote vil
Es el 15 de junio de 1897 y nos encontramos en el llamado Pati de Corders de la prisión de la Reina Amalia. Al cadalso sube un hombre llamado Silvestre Lluís Selma y cuyo destino está escrito. No parece que vaya a llegar una nota de última hora que vaya a frenar que muera en el garrote vil. El público está preparado para disfrutar de un espectáculo cruel: el de la muerte. Pero para saber por qué se ha llegado a este momento tenemos que ir hacia atrás y adentrarnos en un caso que impactó profundamente a la sociedad barcelonesa.
Todo ocurrió en el primer piso del número 56 de la barcelonesa calle Parlament un caluroso 26 de julio de 1895. En esa dirección vivía Silvestre con su esposa Concepción Nadal Tey, en esos momentos embarazada, y sus tres hijos: Joaquina de ocho años, Conchita de cinco y Silvestre de dos y medio. La pareja se había conocido unos años antes en la capital catalana y vivía en una delicada situación económica. A las dos de la tarde, como recogen las crónicas de la época -como la del diario “La Iberia” de Madrid o “La Dinastía” de Barcelona- la anciana madre de Concepción se acercó hasta la casa encontrando la puerta entornada. La abrió con cuidado y entró. Fue allí donde se encontró con su nieto pequeño, asustado y temblando. Entre sollozos le pudo decir, según los reportajes publicados en ese momento:
—¡Abuelita, tengo mucho miedo! ¡No te vayas, por Dios!
Con el pequeño de la mano, la mujer se dispuso a recorrer las estancias de aquella casa para comprender qué estaba pasando. Todo parecía tranquilo, tal vez demasiado tranquilo hasta llegar a la cocina. Los gritos de la anciana sorprendieron a los vecinos que acudieron inmediatamente al domicilio de los Lluís Nadal. En el suelo de la cocina, sobre un gran charco de sangre, descansaban los cadáveres de Concepción y sus hijas. Habían sido degolladas y, según el reportero anónimo de “La Iberia”, las cabezas estaban casi separadas del cuerpo. La abuela y el nieto contemplan con terror aquel decorado siniestro y que pronto se llenó con la presencia de vecinos y un guardia de la zona.
De quien no había ni rastro era de Silvestre Lluís. Era como si se lo hubiera tragado la tierra. Nadie sabía nada de su paradero. Pero, sorprendentemente, apareció muy poco después de que su suegra hubiera realizado el sangriento descubrimiento. Llevaba la ropa empapada y argumentó que se había a pescar al cercano puerto, algo que había estado haciendo desde primera hora de la mañana. Para demostrar que no estaba engañando, le mostró al juez que se había personado en su domicilio tanto los peces capturados como los anzuelos que llevaba con él. Al mirar por la casa, el hombre aseguró que probablemente el asesinato de su mujer y sus hijas era consecuencia de un robo porque echaba en falta algunos objetos.
Pero la coartada de Silvestre se encontró con un escollo. Hubo un testimonio que contradijo cada una de sus palabras. Era su propio hijo, testigo directo de la matanza que se había vivido en la casa. Los cronistas apuntan, desde el primer día, que el pequeño señaló a su padre como autor material de los hechos. La policía había logrado cerrar el caso a gran velocidad. Todo un récord.
Posteriormente se sabría que Silvestre no venía del puerto sino de una fuente en la que se había mojado para aparentar lo que no era. Igualmente lo supuestamente pescado venía del mercado. Nada era cierto. Pero Silvestre, cerrajero en paro en aquellos días, había tratado de ganar dinero fácil realizando moneda falsa. Cuando vio que las fuerzas del orden estaban en su casa, pensó que venían a detenerlo por todo eso. Se equivocó.
Pero ¿había cometido el crimen de la calle Parlament?
Se dice que el juicio fue lo más parecido a una farsa. El hijo, con tres años, fue obligado a declarar contra su padre, acusándolo de haber cometido los asesinatos. Silvestre aseguró que no era cierto y explicó que para ganarse la vida sus suegros lo habían enseñado a fabricar moneda falsa. Pero su sentencia parecía dictada: con solo un voto de diferencia, el jurado lo condenó a morir en el garrote vil.
El reo se pasó un largo año esperando la ejecución de la sentencia. Fue el 15 de junio de 1897. Unas horas antes había intentado suicidarse sin éxito. La noticia del final del preso fue recogida por varios diarios, como “La Época”, a partir de una nota de la Agencia Fabra:
"Ejecución del reo Silvestre Lluís
BARCELONA 15 (10,20). El reo Silvestre Lluís ha pasado la noche tranquilo, conversando con los Hermanos de la Paz y Caridad y con sus guardianes.
Al amanecer comulgó.
A las nueve salió do la cárcel acompañado por el padre Maresma, que le exhortó por el camino.
Subió al patíbulo con paso firme, y al colocársele la argolla, se dirigió al público diciendo: «Pueblo barcelonés, soy inocente.»
Las casas contiguas al patio de Cordeleros estaban atestadas de gente".
En 1901, un sereno frenó a una pareja que se encontraba en plena discusión. Al ser detenido el hombre declaró ser el cuñado de Silvestre Lluís. “Él era inocente. Yo maté a la mujer y a las dos niñas”.
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