
Opinión
Animales tecnológicos
Ahora tenemos evidencias empíricas de que Thamus no estaba del todo equivocado.

Hace más de dos milenios, Platón transmitió en el Fedro, una fábula de inquietante actualidad. El rey Thamus rechazaba el regalo de la escritura, argumentando que debilitaría la memoria humana y produciría "solo la apariencia de sabiduría". Esa misma desconfianza se repite ante cada innovación tecnológica, pero con una diferencia crucial: ahora tenemos evidencias empíricas de que Thamus no estaba del todo equivocado.
La televisión, los ordenadores, los móviles y las tabletas han transformado nuestros cerebros. Las pantallas han reducido drásticamente nuestra capacidad de atención mediante micro-dosis de dopamina diseñadas para enganchar y que funcionan como “chutes” de gratificación instantánea. Jóvenes (y no tan jóvenes) en el sofá, en el metro, por la calle, recordamos a yonquis enganchados en un bucle infinito que erosiona irremediablemente nuestra capacidad de atención. En contraste, la lectura cultiva paciencia, permite reflexión y desarrolla la capacidad de seguir argumentos complejos, pero requiere un tipo de inmersión que las pantallas sistemáticamente socavan. Hemos cambiado la paciencia de la página por la inmediatez del clic.
Las redes sociales nacieron con la promesa de conectarnos, pero su efecto ha sido ambivalente. Su uso excesivo merma la calidad de nuestras relaciones cara a cara, intensifica la soledad y el sentimiento de exclusión. Hemos ampliado nuestras conexiones globales, pero hemos sacrificado la intimidad, la escucha y la capacidad de sostener diálogos profundos. Y, bajo la influencia de algoritmos que priorizan lo uniforme y lo viral, el pensamiento se homogeneiza, reduciendo la diversidad de perspectivas y empobreciendo el debate colectivo.
Llega la inteligencia artificial y el patrón se repite. Cada tecnología ofrece poderes extraordinarios a cambio de sacrificar capacidades humanas. La pregunta no es si la IA transformará nuestra cognición, sin duda lo hará, sino qué entregaremos a cambio y si seremos conscientes del intercambio. Cada revolución tecnológica implica renegociar qué significa ser humano. Esta danza entre ganancia y pérdida revela algo esencial: somos cyborgs por naturaleza. Desde la primera piedra hemos externalizado funciones cognitivas y físicas en objetos que nos extienden y redefinen. La tecnología es nuestra forma de existir en el mundo.
La cuestión no es resistir el cambio, algo históricamente imposible, sino cultivar la sabiduría para reconocer qué perdemos en cada transformación. Ser humano es, paradójicamente, ser capaz de volvernos algo distinto de lo que fuimos, una y otra vez, a través de las herramientas que creamos. Pero también es tener la capacidad única de reflexionar sobre ese proceso y orientarlo.
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