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Opinión

Hermano pájaro

Se comportan todos así impelidos por el miedo ancestral al bípedo pensante que se cree el amo de la naturaleza

Vista de Barcelona desde lo alto de Collserola LA RAZÓN

Pocas ciudades habrá que puedan presumir, como Barcelona, de tener al lado una sierra, la sierra de Collserola, de rápido y fácil acceso –se tarda menos de una hora en llegar andando al Camino de las Aguas, que serpentea por toda la ladera dando vista a la ciudad: no hay un mirador mejor–, y que permite al caminante que se aventure por sus montes, verdes y frondosos como el que más, pasar sin apenas darse cuenta del tráfago urbano al silencio de la naturaleza.

Va uno sin falta al menos una vez a la semana, por el simple placer de patear un poco los senderos menos transitados, y por oír a los pájaros, que, sobre todo ahora en primavera, se pasan el día cantando y conversando animadamente entre ellos. Esto último lo hacen a todas horas, y dándole siempre vueltas al mismo tema: lo alegres y felices que se sienten por estar vivos, y lo a gusto que están cada uno en el sitio que han escogido para criar a sus polluelos y pasar luego los días que les queden. Que no saben cuántos son, porque, a diferencia de nosotros, ni siquiera tienen conciencia de que son mortales, y no distinguen tampoco entre el presente y el futuro. Pero eso les da igual, se conforman con vivir.

Lo que sí aciertan a discernir, creo yo, es entre el presente y el pasado, porque, de lo contrario, no tendrían memoria. Y que posean esa facultad, la memoria, es la única explicación de su conducta con respecto a los humanos. Más concretamente, de su miedo atávico a esos seres grandotes y extraños que caminan erguidos sobre dos pies. La memoria se hereda, los pájaros y todos los animales se transmiten información genéticamente y saben por instinto dónde acecha la amenaza. Perviven en su memoria colectiva las trampas y lazos con que se les ha engañado, y comparten el recuerdo de las pedradas o los perdigones de escopeta con que hasta hace bien poco se les abatía. Por eso salen despavoridos en cuanto oyen que un humano se acerca, y solo un santo con el don de hacer milagros (santo y pobre, a lo mejor ese era el secreto de Francisco de Asís) ha sido capaz de hablar con ellos, que se le posaban tranquilamente en los hombros para escucharle.

Todos desconfían, hasta aquellos a los que les gusta vivir cerca de la gente, como las cigüeñas, que en los pueblos construían su nido en la torre de la iglesia y despertaban al vecindario con su crotorar mañanero, o los mirlos, que, la primavera de la pandemia, salieron de sus escondites y volaban a sus anchas por las calles de las ciudades: se conoce que pensaron, al ver que estaban vacías, que era el momento de ocuparlas. Lo mismo pasa con los gorriones, y eso que han vivido siempre de nuestras migajas y nos necesitan para subsistir como especie, y con los ruiseñores, que son los que mejor cantan y se esconden para que no los oigamos. Y se comportan todos así impelidos por el miedo ancestral al bípedo pensante que se cree el amo de la naturaleza…