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Generalitat de Cataluña

El primer año de Illa: cesiones a ERC, acuerdos controvertidos con los Comunes y guiños a la derecha

El curso ha estado marcado por la dependencia del Govern respecto a sus socios de investidura

Salvador Illa y Pere Aragonès Quique Garcia EFE

Hace un año Salvador Illa fue investido como presidente de la Generalitat, una efeméride que no solo marcó la vuelta de un gobierno no independentista al Palau tras más de una década, sino también el inicio de una legislatura marcada por la inestabilidad y las cesiones constantes al separatismo y a la extrema izquierda. La operación, además, permitió a Pedro Sánchez colocar a su escudero más fiel en el Govern con una consigna clara: ceder ante ERC para asegurar la “paz parlamentaria” en Madrid.

Durante estos doce meses, Illa ha sido un presidente condicionado por dos acuerdos de investidura, uno con ERC y otro con los Comunes, que han definido el rumbo de su mandato. Ambos partidos, lejos de ser simples socios parlamentarios, han actuado como auténticos controladores. Sus exigencias, tanto en materia fiscal como en viviendao competencias, no solo han marcado la agenda, sino que acabaron dinamitando los Presupuestos. La negativa de ERC y los Comunes a apoyar las cuentas públicas supuso el primer gran fracaso de Illa y dejó al ejecutivo catalán sin hoja de ruta. Desde entonces, el Govern sobrevive a base de equilibrios imposibles en el Parlament más inestable de la historia reciente y a base de los suplementos de crédito.

Cesiones al independentismo

Como se ha dicho, para poder ser investido y sacar adelante las votaciones parlamentarias , Illa ha tenido que ceder constantemente ante sus socios. En este sentido, el año ha estado marcado, sobre todo, por las concesiones al independentismo. La cesión más relevante, parte troncal del acuerdo de investidura, es el acuerdo de financiación singular para Cataluña, una reivindicación de ERC que ha recibido el aval explícito del PSC y del PSOE. Aunque el acuerdo sigue sin concretarse y su implementación ha sido pospuesta hasta 2028, el pacto fue de máximos: la creación de una especie de Hacienda catalana con capacidad para recaudar todos los impuestos. Una concesión que, aunque todavía en fase embrionaria, sentaría las bases de un modelo de “cupo catalán”, similar al vasco, pero sin encaje constitucional claro. Pese a la ambigüedad del anuncio, que no convenció ni a ERC, la dinámica fue clara: Illa y Sánchez negociaron para contentar al independentismo.

A este acuerdo se suman otras cesiones al nacionalismo: el traspaso de Rodalies, con la creación de una empresa mixta para su gestión, una demanda largamente esgrimida por los gobiernos de la Generalitat; y la negociación para traspasar a los Mossos d’Esquadra competencias sobre puertos y aeropuertos, que abriría la puerta a una soberanía operativa que hasta ahora solo había defendido el independentismo más radical. Todo ello ha sido asumido por Illa con docilidad, cumpliendo el encargo de su partido en Madrid: ceder ante ERC para garantizar la estabilidad de los gobiernos socialistas.

Cesiones a la extrema izquierda

El otro gran socio de investidura, los Comunes, ha impuesto una agenda profundamente intervencionista que ha condicionado de arriba abajo la acción del Govern. En materia de vivienda, han forzado al Ejecutivo a adoptar medidas altamente lesivas para la propiedad privada y la inversión inmobiliaria: regulación del alquiler de temporada, endurecimiento de los controles al alquiler habitual, y la creación de un régimen sancionador para propietarios que no cumplan con la Ley de Vivienda.

Además, han logrado la eliminación de las exenciones fiscales para el macroproyecto del Hard Rock (que iba a traer beneficios para Cataluña), proyecto que consideran especulativo y contrario al modelo económico sostenible que defienden, y han impulsado subidas impositivas bajo el paraguas de la justicia fiscal.

La presión de los Comunes también se ha notado en los presupuestos, hasta el punto de bloquear su aprobación cuando sus condiciones no se veían cumplidas. Con ellos, el Govern ha asumido una agenda extremista en algunos aspectos, alejado del consenso económico y empresarial, lo que ha generado malestar en las patronales.

Guiños a la derecha

A pesar de este panorama, Illa ha intentado proyectar una imagen de moderación institucional desde el inicio de su mandato. Se ha reunido con el Rey, ha asistido al desfile del 12 de Octubre y ha recuperado los símbolos y gestos del encaje institucional de Cataluña en España. Frente al rupturismo del pasado, Illa se ha postulado como garante de la normalización. No en vano, es considerado uno de los miembros más españolistas del PSC desde hace años.

En materia de seguridad, ha endurecido el discurso frente a la multirreincidencia y ha puesto en marcha el llamado plan Kanpai, orientado a combatir la delincuencia habitual, que ya ha dado sus primeros frutos. Ha anunciado la ampliación de la plantilla de Mossos d’Esquadra y ha puesto el foco en los barrios más castigados por la criminalidad. Todo ello con un lenguaje más cercano al sentido común que al buenismo ideológico que caracteriza a algunos de sus socios.

En el terreno económico, a pesar de sus pactos con los comunes, ha intentado presentarse como aliado del empresariado cultivando buenas relaciones con Foment del Treball y Pimec, aunque ambas patronales le han reprochado los acuerdos con la formación de Albiach y su impacto negativo sobre el clima empresarial. Además, ha hecho hincapié en la necesidad de que Cataluña vuelva a liderar España, movilizando miles de millones de euros. Tanto es así que, durante su mandato, algunas grandes empresas que huyeron tras el 1-O han devuelto su sede a Cataluña. Han sido los casos de Ciments Molins, el Banco Sabadell, Criteria Caixa y la Fundación Bancaria La Caixa.

Por último, Illa ha impulsado la ampliación del aeropuerto de El Prat, a pesar de las reticencias de ERC y la oposición frontal de los Comunes, lo que ha sido bien recibido por el establishment económico catalán.

Un año después de su llegada al poder, Salvador Illa sigue atrapado entre tres fuegos: el separatismo al que debe obediencia, la izquierda radical que marca su agenda y un electorado moderado al que prometió estabilidad. Su figura, vendida como la escenificación del “Govern de tothom”, ha terminado convirtiéndose en la del equilibrista institucional, obligado a contentar a todos sin poder satisfacer a nadie.