Ciencia
Electrocutar bacterias ayudó a tratar el cáncer
Muchos fármacos se encuentran por casualidad, algo que en ciencia suele llamarse serendipia. Uno de los ejemplos más importantes, pero menos contados, es el del cisplatino: el medicamento que cambió el tratamiento de muchos tipos de cáncer.
A veces las cosas salen bien de pura casualidad. Dice uno de los corolarios a la famosa Ley de Murphy que: “La primera vez que intentes algo no saldrá bien, pero si sale bien intenta no parecer sorprendido”. Sería injusto decir que la historia de la ciencia se resume en esto, pero las historias que contamos, aquellas que se han vuelto populares, sí que coinciden bastante con esta definición. Fleming y su penicilina, Berkeley y la radiación natural o Pasteur y la vacuna de la rabia son solo algunos de los muchísimos ejemplos que salpican los libros de divulgación. Son casos de grandes científicos que encontraron cosas que no estaban buscando, por casualidad, por serendipia. Por algún motivo nos gustan las casualidades, producen historias más interesantes que si fueran recorridos lineales donde alguien se propone algo, busca una forma de resolverlo, prueba algunas veces y finalmente lo resuelve.
Aunque claro, resulta que esa tampoco es la historia que la ciencia suele seguir, digamos que la realidad es una difusa mezcla de ambos casos. Por un lado, las casualidades cuasi-místicas y por otro la resolución directa. Uno de los mejores ejemplos de esto suele ser el campo de la farmacología. Puede que sepamos bastante bien qué queremos conseguir. Tal vez bloquear la acción de una molécula haciendo que se una a donde no debe, puede que incluso diseñemos una hipótesis, una forma de conseguirlo que, en base a nuestros conocimientos teóricos, parece plausible. Sin embargo, no podemos estar seguros. Existen muchas más formas de fracasar que de acertar, porque a fin de cuentas esa hipótesis teórica no deja de ser un modelo bastante simple de lo que realmente ocurre en un organismo vivo. Hay tantas interacciones, tantos procesos que no podemos tenerlos en cuenta a todos y algunos pueden incluso darle la vuelta a la tortilla, consiguiendo que obtengamos el resultado contrario al que esperamos. Ese fue el caso del doctor Barnett Rosenberg.
Un huso magnético
Era 1963 en la Universidad de Michigan y aquel año parecía igual de bueno que cualquier otro para poner a prueba ideas poco ortodoxas. El doctor Rosenberg era biofísico y estaba estudiando la división celular, aunque de un modo diferente, porque lo que a él realmente le interesaba era la electricidad. El buen doctor sospechaba que, tras la división celular, se escondieran procesos relacionados con el electromagnetismo todavía no descubiertos. ¿El motivo?: la extraña forma que tomaban las células al dividirse. Bueno, no ellas exactamente, sino una estructura de su interior a la que llamamos huso mitótico.
Dos células no se dividen como quien corta plastilina, han de darse una serie de pasos para que las células hijas no se queden “tullidas”. En el interior de la célula hay un receptáculo más o menos protegido a la que llamamos núcleo y que contiene el preciado material genético de la célula, su ADN. Esta molécula tiene algo así como las recetas que ha de seguir para construir todo lo necesario para funcionar correctamente. El problema es que este ADN no es una única cadena como se suele dar a entender, sino una serie de ellas que, cuando se organizan, forman los 46 fragmentos que nos conforman y a los que conocemos como cromosomas. Durante el tipo de división celular que nos ocupa, llamada mitosis, estos cromosomas se duplicarán y la misión de la célula consistirá en separar cada copia, enviando la mitad a cada extremo de la célula.
El caso es que, para repartirlo de este modo hacen falta unas estructuras llamadas centriolos, que migran a extremos opuestos de la célula, como si fueran el polo norte y el sur. Una vez allí, de ellos comienzan a surgir unas prolongaciones con forma de hilo que se unen a cada cromosoma por el centro y los ordenan bien alineados en el ecuador de la célula, disponiéndose estos hilos como si fueran las líneas de los meridianos terrestres. Pues bien, esa estructura definida por hilos que cruzan la célula curvándose es el llamado huso mitótico. Una vez alineados, el huso se romperá, tirando de los cromosomas como si estuvieran remolcándolos hasta los polos celulares.
Sin embargo, cuando el doctor Rosenberg veía este huso mitótico no podía dejar de imaginar las llamadas líneas de campo, que parten de uno de los polos de un imán para curvarse en una especie de pelota e ir a parar al polo contrario. Es posible que las hayas visto en vídeos donde juegan con un imán, polvo de algún material ferromagnético y un folio en blanco, o tal vez en un diagrama del campo magnético terrestre. En cualquier caso, eso era lo que quería investigar Rosenberg, si el huso mitótico tenía alguna relación con las líneas de campo.
Electrocutando bacterias
Para comprobarlo, se le ocurrió tratar de utilizar el electromagnetismo para afectar a la división de un puñado de células. Para ello, tomó una población de bacterias, en concreto de la maltratada Escherichia coli, y las introdujo en un líquido de cultivo, para que pudieran reproducirse y crecer alegremente. Entonces, introdujo en el líquido dos electrodos, dispuesto a someter a sus bacterias a una serie de electrochoques, y cual fue su sorpresa cuando vio que, en esas condiciones, las células dejaban de reproducirse. Seguían vivas, pero ya no se dividían. ¿Lo había logrado?
El doctor Rosenberg quería estar seguro, así que probó a cambiar la intensidad de la corriente y repitió el experimento varias veces, pero siempre veía resultados parecidos. Lo normal es que eso hubiera disipado la duda de su mente, aunque había algo más. Las células no solo dejaban de dividirse, sino que crecían, se hinchaban hasta alcanzar 300 veces su tamaño original. Algo se le estaba escapando y entonces se hizo la luz. Tal vez, no fuera la electricidad en sí misma, quizá fuera alguna reacción que esta desencadenaba en el caldo de bacterias.
Es más, si estaba en lo cierto, esa sustancia podría revolucionar la industria farmacéutica. Si podía detener la división celular y el cáncer es una división descontrolada de células cada vez más disfuncionales, podía estar a las puertas de un descubrimiento de esos que cambian la historia. Y así fue, solo que tardaron algunos años en encontrar al culpable, al producto de esa reacción ante la electricidad. Se trataba del cisplatino, una sustancia que ya se conocía más de un siglo antes como sal de Peyrone, por su descubridor.
Cinco años después de electrocutar a sus bacterias, Rosenberg ya estaba experimentando con ratones. Concretamente 180 ejemplares a los cuales implantó tumores de tejidos blandos, los llamados sarcomas. Cuando los tumores estaban bien afianzados y habían ganado al menos 1 gramo, comenzó a tratarlos con el cis-platino, y el resultado fue increíble. Tan solo dos años después empezó a testarse en humanos y en 1978 ya estaba aprobado su uso clínico.
Desde entonces han pasado 12 años y a pesar de la desbordante velocidad a la que se aprueban nuevos fármacos, el cis-platino sigue teniendo su uso para determinados tumores, principalmente testiculares, de ovario y algunos de cabeza y cuello. Pero no solo eso, sino que a raíz del cis-platino se han desarrollado principios activos mejores, menos tóxicos y con los que los tumores no tienen tan fácil generar resistencias. Había nacido una nueva era de la quimioterapia, todo gracias a una casualidad inesperada, a una serendipia que salvaría más vidas de las que Rosenberg podía imaginar.
El verdadero peso de la casualidad
Como decíamos antes, la serendipia es relativamente frecuente en el mundo de la farmacología, tanto que se han hecho estudios apuntando a que un 5,8% de los medicamentos que aprobados y en circulación se encontraron por pura casualidad y que otro 18,3% son derivados de estos serendípicos fármacos. En total hablamos de casi uno de cada cuatro fármacos que los profesionales sanitarios pueden prescribir. ¿Cómo es posible? Puede parecer que la aproximación directa es poco útil, y sin duda tiene sus limitaciones teóricas, como decíamos al principio, pero hay otro motivo tras esto.
En los laboratorios ocurren errores constantemente, igual que en cualquier otro puesto de trabajo. Normalmente, cuando estas cosas ocurren los investigadores hacen borrón y cuenta nueva, retomando desde el principio la parte que ha quedado inservible. Si sumamos todas las décadas de investigación en los miles de laboratorios que hay a lo largo y ancho del mundo, la cantidad de errores se vuelve tal que, era cuestión de posibilidades que entre ellos surgiera algo interesante.
Aunque claro, para reconocer ese tipo de sucesos cuando ocurran hace falta a profesionales bien formados y con medios suficientes, gente que pueda ver el valor escondido tras un error y sea capaz de desentrañar después sus misterios. Porque incluso los fármacos nacidos de la serendipia tienen algo más que puro azar. Tras ellos había visionarios que supieron aprovecharse de un desliz y pensar de una manera diferente.
QUE NO TE LA CUELEN:
- Cada tipo de cáncer funciona de una manera diferente y su tratamiento también ha de ser individualizado, por eso el tratamiento del cáncer microcítico de pulmón y de un hepatocarcinoma no son iguales. Y por ese mismo motivo no existirá una cura para el cáncer, porque no es una, sino muchas enfermedades diferentes.
- Una serendipia es azar, pero para descubrir algo no solo ha de ocurrir tal casualidad, sino que hay que saber verlo. Es un error quitar mérito a los descubrimientos serendípicos y, desde luego, no es lo que busca este artículo.
REFERENCIAS (MLA):
✕
Accede a tu cuenta para comentar