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La ciencia disruptiva se cocina a fuego lento

Cada vez más personas argumentan que la presión por publicar pone freno a la buena ciencia. Pero, ¿cuál es la alternativa?

Túnel de luces de colores que no se sabe a dónde lleva
¿Qué prefieres ganar, una cabra o un coche?Trey RatcliffFlickr

En el año 2006, la bioquímica de la Universidad Nacional de Australia Lisa Alleva publicó una carta al editor de Nature en la que defendía la “ciencia lenta”, alegando que las prisas y agobios de sus colegas más jóvenes estaban “dañando la propia base de la investigación científica”. Pocos años más tarde, un grupo autodenominado “Academia de la Ciencia Lenta” redactó un manifiesto donde reclamaban más tiempo para leer y para equivocarse. “La ciencia lenta era prácticamente la única ciencia concebible durante cientos de años; ahora, defendemos, se merece revivir y necesita protección”, decían.

Con el tiempo, el ideal de la ciencia lenta se ha convertido en un movimiento más amplio que rechaza el lema de “publica o perece” y la presión de las instituciones por medir el éxito científico en base a métricas que, según argumentan, no incentivan el tipo de trabajo que conduce a los descubrimientos científicos más valiosos.

Efectivamente, para progresar en la carrera académica se requiere un cierto número de publicaciones en revistas que estén entre las más citadas del área de conocimiento a la que pertenecen. El número de publicaciones influye tanto en el salario y en la categoría profesional como en los fondos que se obtienen para realizar investigaciones futuras. Mientras que otras tareas como la docencia o la divulgación también se valoran, su peso suele ser menor que el de las publicaciones.

Sin embargo, lo que reclama el movimiento de ciencia lenta no tiene que ver tanto con valorar la docencia o la divulgación, sino con dar espacio a una investigación más exploratoria y menos centrada en el rédito inmediato de los papers. En el libro Las dudas de la física en el siglo XXI, Lee Smolin relata el caso de un físico “diferente” llamado Julian Barbour. Después de completar el doctorado en 1968, escribe Smolin, a Barbour “le atrapó la visión de que el tiempo podría ser ilusorio”.

Sin presión de publicar

Pero se dio cuenta de que una carrera académica convencional no le permitiría explorar su idea a fondo. Por eso se buscó un trabajo como traductor que le permitía mantenerse sin que le ocupara toda la jornada laboral, y dedicó el resto del tiempo a desarrollar su visión. Sin la presión de publicar resultados de inmediato, reinterpretó la teoría de la relatividad de Einstein en una serie de artículos que, poco a poco, fueron llamando la atención de la comunidad científica hasta convertirse en toda una referencia en el área.

¿Es este el modelo a seguir para toda la ciencia? Claramente no, según el propio Smolin y gran parte de la comunidad científica. Aunque hay más ejemplos de personas brillantes que, sin ajustarse a las métricas requeridas para progresar en la carrera investigadora, realizaron un trabajo puntero que transformó su disciplina, este patrón dista mucho de ser la norma.

Además, en los países donde la evaluación de la investigación es una tradición más antigua, como en Estados Unidos, ha habido más premios Nobel que en los países europeos, que han comenzado a preocuparse por estas métricas más recientemente. Este dato parece indicar que evaluar la investigación no siempre impide realizar avances trascendentales.

Por supuesto, la pandemia de la covid también ha aportado un ejemplo muy concreto de los beneficios de la ciencia rápida: sin el exitoso esfuerzo internacional por fabricar vacunas en tiempo récord, el coronavirus podría haber causado aún más estragos en la población mundial.

Detrás de la ciencia rápida también hay ciencia lenta

Pero este argumento obvia un dato importante: detrás de la técnica del ARN mensajero, la base de las vacunas desarrolladas por Pfizer o por Moderna, hubo décadas de trabajo. Es ya famosa la historia de Katalin Karikó que, a pesar de haber contribuido con un avance fundamental para la biomedicina, tuvo dificultades para conseguir financiación para su investigación e, incluso, para conservar su plaza en la universidad. El potencial terapéutico del ARN mensajero se desarrolló gracias a la perseverancia de Karikó, el apoyo de sus colegas, y muchos años de ciencia lenta.

Hace pocas semanas, Nature publicaba un estudio titulado “Los artículos científicos y las patentes se están volviendo menos disruptivos con el tiempo”. Un análisis de 45 millones de artículos y 3,9 millones de patentes en ciencia y tecnología desde 1945 hasta 2010 revelaba que la disrupción está en declive.

En el estudio, un avance se considera disruptivo si los artículos que lo citan no citan, además, a los estudios anteriores en los que el avance se basó. Es decir, cambia la conversación científica. Al otro lado del espectro están los avances que consolidan el conocimiento científico: los artículos que citan ese avance citan también los estudios anteriores. Esta distinción, por tanto, no alude al nivel de impacto de un avance, sino a su naturaleza.

El estudio de Nature incide en que el declive en la disrupción no se debe a que la calidad de la ciencia está en descenso: analizando solo los artículos publicados en las mejores revistas o los artículos de personas ganadoras de premios Nobel se observa la misma tendencia.

Investigación de bajo riesgo

En base a estos datos, el equipo investigador concluye que la comunidad científica opta por emplear una base de conocimientos cada vez más estrecha. Según escriben en el artículo, este comportamiento “beneficia las carreras individuales, pero no el progreso científico en general”. Es decir, la investigación muy específica es una investigación de riesgo bajo: permite realizar avances relevantes dentro del campo específico y publicarlos en revistas de impacto, pero rara vez conduce a un resultado disruptivo.

Está claro que no todas las carreras científicas pueden seguir el modelo de Barbour, pero el propio artículo reclama que las políticas científicas se deben rediseñar de manera que dejen más espacio a la comunidad investigadora para pensar y explorar ideas. “Las universidades podrían renunciar a la cantidad y premiar más la calidad de la investigación”, sugieren, y “las agencias podrían invertir en subvenciones individuales a largo plazo que apoyen a una carrera y no simplemente a un proyecto específico”.

Así, argumentan, el personal investigador dispondría del tiempo necesario para “inocularse de la cultura de publicar o perecer, y producir trabajos verdaderamente relevantes”. Es decir, para conseguir avances disruptivos hay que dar espacio a la ciencia lenta.

QUE NO TE LA CUELEN:

  • La preocupación acerca de si las políticas científicas actuales favorecen o no la buena ciencia no se limita al personal investigador. Las agencias de evaluación y financiación son conscientes de que los avances científicos guían el progreso económico, la salud y el bienestar humanos y los esfuerzos por abordar retos de la talla de la crisis climática. Por eso se muestran cada vez más interesadas cómo mejorar sus criterios para promover una ciencia que contribuya al progreso social. Entre las propuestas más imaginativas se encuentra el congreso que organizó la OCDE en 2021 dirigido a explorar si la inteligencia artificial podría fomentar la productividad en las diversas etapas de la investigación científica.

REFERENCIAS (MLA):