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Ciencia para egoístas: el fin de las vocaciones científicas

¿Debemos seguir hablando de las maravillas de la ciencia cuando la profesión investigadora está en crisis?

Niña observando un eclipse solar a través del telescopio del observatorio de Chamberlain, en Denver, Colorado.
Niña observando un eclipse solar a través del telescopio del observatorio de Chamberlain, en Denver, Colorado.Jason M WhitsonCreative Commons

Cada vez es más frecuente que la palabra “ciencia” aparezca en la misma frase que “vocaciones”. La comunicación científica está en auge. Hay más ciencia que nunca en periódicos, radio y televisión. Jamás, en la historia de la humanidad, se le había dado tanta visibilidad a la ciencia. En parte se debe a que, gracias a Internet, hay más de todo, pero en los últimos años el contenido científico ha crecido especialmente. El público lo pide, pero ¿hemos de dárselo? Algunos científicos piensan que no.

Hablar de la belleza de la ciencia, de sus maravillas y secretos, es una forma de despertar la curiosidad del público por estas disciplinas. Las historias que cuenta la ciencia son como chispas que, cuando aterrizan sobre la persona correcta, despiertan un incendio que le acompañará de por vida. Una vocación científica. El problema es que vivimos en un país donde ser científico significa cobrar lo justo, no tener estabilidad profesional y vivir con la duda de cuándo tendrás que abandonar tu tierra sin saber siquiera si podrás volver. ¿Queremos traer más científicos a este mundo?

Crónica de una inestabilidad anunciada

Sin lugar a duda, es una pregunta que tenemos que hacernos. Esta moda de hablar de ciencia, pero ¿tiene acaso un lado oscuro? ¿Estamos convenciendo a jóvenes para que estudien carreras sin futuro? Las estadísticas apuntan a que cada vez hay más personas matriculadas en las carreras de ciencia, en especial en grados como física y matemáticas, que han alcanzado notas de corte estratosféricas en unos pocos años. Si las plazas de investigación ya no son suficientes, ¿qué ocurrirá a medida que los candidatos se multipliquen?

Desde fuera es fácil asumir que casi todos los estudiantes de una carrera como química, tras graduarse y sacarse uno o dos másteres, terminarán investigando en algún laboratorio, pero esto está muy lejos de ser cierto. De entre los que deciden probar suerte con la investigación son muy pocos los que consiguen un contrato que les permita trabajar de forma remunerada durante sus años de doctorado. Entre los que se doctoran no todos consiguen enlazar su carrera con algún contrato postdoctoral, y si lo hacen suelen tener que abandonar el país, normalmente sin saber cuándo o cómo podrán volver.

Tras mucho tiempo cambiando de institución o de país cada uno, dos o con suerte tres años, carentes de toda estabilidad para empezar a construir una vida personal sólida, puede que tengan la suerte de volver a casa, pero la aventura no ha terminado. La mayoría de las plazas de investigación no son algo fijo, ni mucho menos. Muchas de ellas dependen de subvenciones concedidas a proyectos de investigación concretos, por lo que, terminada esa investigación, más te vale haber encontrado otra ayuda que te permita seguir pagando el alquiler. Y sí, sin duda alguna han sido un par de párrafos bastante dramáticos, pero eso es exactamente lo que suele ocurrir cuando escribes sobre situaciones dramáticas.

Muchos doctorados terminan abandonando la investigación a los pocos años, y no necesariamente porque hayan perdido la pasión, sino porque necesitan seguridad para seguir desarrollándose como seres humanos que son. Necesitan una mínima estabilidad laboral que les permita tener una relación estable y, por qué no, una familia. Y claro, también hay muchos otros casos menos románticos donde las facturas aprietan, tiene que hacerse cargo de sus mayores, etc. Todo esto supone tener que abandonar el juego. Si despertamos más vocaciones, ¿no estaremos empeorando esta situación? Pero el problema es mayor, porque incluso si consigues tu plaza, es posible que no encuentres lo que esperabas.

No eres el próximo Newton

Sabemos de sobra que nadie es tan atractivo como sale en su foto de perfil de una red social. Compartimos aquellas cosas de las que nos sentimos orgullosos y a veces, hasta maquillamos nuestros defectos. Esa es la imagen que proyectamos en las redes sociales porque queremos agradar. La divulgación científica peca en parte de algo parecido. Su objetivo no es solo hablar de ciencia, sino hacerla interesante. Y qué es más interesante, ¿la historia de cómo electrocutar bacterias permitió descubrir uno de los fármacos de quimioterapia más importantes de la historia o contar todas las veces en que fallaron los experimentos previos?

Un científico profesional no llega a su laboratorio y encuentra lo que buscaba. Si tuviéramos que apostar en qué consistirá su próximo día en el trabajo lo más probable es que tuviera que enfrentarse a la frustración de ver cómo se le resiste una técnica o se le acumulan errores que no sabe explicar del todo. La producción científica tiene apasionantes momentos eureka, como solemos contar en los medios, sí, pero suelen estar embebidos en un mar de pequeños fracasos que acaban minando la moral de muchos. Es el día de la marmota, que cobra vida entre poyatas y líneas de código. Pero no nos confundamos, lo bueno que contamos en los medios también es cierto, pero no todos consiguen convivir con su lado oscuro.

Estos dos factores, la situación laboral y el duro día a día de la ciencia, terminan erosionando la salud de quienes se enfrentan a la carrera investigadora. Y no se trata de una exageración, casi un tercio de los estudiantes de doctorado desarrollan algún trastorno de la salud mental. Pero esto no es todo, porque dentro de las promesas vanas se encuentra una especialmente perniciosa: sugerir que, entre quienes estén leyendo, escuchando o viendo contenido científico, podría estar el próximo Einstein, la próxima Marie Curie, o algún que otro Ramón y Cajal de turno. El cliché está servido, y con él se pone como ejemplo la anomalía.

Incluso si la próxima Emmy Noether estuviera leyendo estas líneas, sería una entre miles. Una que, posiblemente, no encuentre un gran atractivo en la ciencia en formato divulgativo, y dedique su tiempo a bucear en las fuentes primarias, los papers científicos y los libros de texto que fundamentan la disciplina de turno. ¿Qué sentido tiene entonces despertar vocaciones con cuentos de hadas? ¿Es eso informativo o directamente publicidad engañosa?

Así que teniendo esto en cuenta, es posible que con la creciente comunicación científica no solo estemos empujando a los jóvenes hacia el desempleo, sino que lo estemos haciendo con la promesa de algo que no existe, formando en el imaginario colectivo una imagen alterada de lo que es la ciencia. Y, sin embargo, a pesar de todas estas horribles palabras, hay motivos de sobra para apoyar la presencia de la ciencia en los medios y viene de la mano de un egoísmo descarado y profundamente humano.

Las virtudes del egoísmo

Antes de continuar, tal vez quepa aclarar algo. Un detalle fácil de despejar y que aligerará el cargo de conciencia que hayamos podido generar durante los últimos párrafos. Faltan investigadores. Culpar a la comunicación científica de aumentar el número de graduados es muy diferente a culparla de la situación laboral de los mismos, la cual depende de decisiones políticas y económicas que competen a manos completamente distintas. La realidad es que nuestro país tiene menos personal investigador del que conviene y queda mucho margen para que aumentemos sus filas antes de que podamos sugerir que “sobran”. No obstante, esta forma de redirigir las culpas de las instituciones a los comunicadores no es lo que lo que preocupa a este artículo, sino algo mucho más básico.

La ciencia no es la única profesión cuya carrera deja a muchos por el camino, no es la única que presenta solo su perfil bueno cuando sale en los medios y, desde luego, tampoco es la única que se asocia a una gran inestabilidad personal. Nadie acusa a los museos de arte o a los cantantes profesionales de empujar a su público al paro. Aceptamos que disfrutar de las páginas escritas por Fyodor Dostoyevsky no significa que queramos ser escritores ni que estemos dispuestos a sufrir las penurias que él tuvo que soportar. Sabemos que todo ello es cultura y tiene valor en sí mismo, su consumo es ocio y por si fuera poco de un corte intelectualmente elevado.

Nada de esto justifica las condiciones laborales de científicos, músicos, escritores y otros profesionales. En absoluto. Pero nos hace reflexionar sobre cómo aceptamos que la historia haya de comunicarse por motivos puramente culturales y no necesariamente bajo el pretexto de despertar vocaciones. Tal vez siga siendo bastante ridículo sugerir que alguien pueda ser el próximo Francisco de Goya, o la nueva Virginia Woolf, pero dejando eso a un lado, entendemos la relevancia que tiene hablar de sus vidas, precisamente porque no son la norma ni podemos esperar convertirnos en sus iguales.

No hablamos de los bloqueos del escritor que tuvo Ernest Hemingway o los lienzos inacabados sobre los que Artemisia Gentileschi volvió a pintar. Nos centramos en la belleza de sus obras y con la ciencia hacemos lo mismo. No es mentir, no es prometer, es popularizar una belleza que hasta hace poco solo estaba al alcance de quienes la producían. Es aumentar la cultura científica para que, poco a poco, más personas vayan viendo la vida con otros ojos, con los ojos de la ciencia. Tal vez debamos empezar a hablar para egoístas, para aquellos que buscan disfrutar de lo que leen sin más provecho que el de saciar la curiosidad y contemplar la belleza. Porque ojalá asumamos pronto que una notaria, un frutero o un cocinero puedan ser tan aficionados a la ciencia como al dichoso fútbol sin que por ello tengan que dedicarse a ninguna de las dos cosas.

QUE NO TE LA CUELEN:

  • Los problemas derivados de las condiciones laborales de la investigación han de ser visibilizados, pero no se solucionan dejando de hablar sobre las maravillas de la ciencia.
  • Del mismo modo que hemos entendido la contemplación del arte y la divulgación de esta como fines en sí mismos (sin por ello esperar que quienes lo disfrutan se profesionalicen como artistas) sería sano que comenzáramos a aplicar el mismo talante a la comunicación científica.

REFERENCIAS (MLA):