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«Ben-Hur»: La madre de todos los «blockbusters»

Se cumplen 60 años del estreno de una película que no podía fallar: la inversión de la Metro era única y los espectadores reclamaban un relato bíblico por miedo a una nueva guerra. Y, además, Charlton Heston se ponía al frente de un reparto dirigido por William Wyler. Un clásico del cine navideño

Ben-Hur
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Mucho antes que mito, «Ben-Hur» fue una película –y aún antes un libro, pero esa es otra historia–. Y no fue una cualquiera, sino un megaproyecto creado para triunfar por narices: obtuvo una inversión única hasta entonces (15 millones de dólares), calcaba a su antecesora (la «Ben-Hur» del 25, que ya había sido un éxito), heredaba la inercia y material de «Quo Vadis?» y se aprovechaba de las propias circunstancias de la época, que reclamaban un relato bíblico que sirviera de consuelo espiritual ante la amenaza de una nueva guerra.

Y mucho antes que todo ello, «Ben-Hur» simplemente habían sido unos pocos versículos del Evangelio de San Miguel: «Cuando nació Jesús, en Belén de Judea, bajo el reinado de Herodes, unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén y preguntaron: “¿Dónde está el rey de los judíos que acaba de nacer? Porque vimos su estrella en Oriente y hemos venido a adorarlo”». Fueron estas líneas las que «capturaron mi imaginación más que cualquier otro pasaje de las Escrituras», comentaba Lewis Wallace de su novela de 1880 (embrión del mito hollywoodiense). Una cita que se encargan de recordar en «El libro del 60 aniversario» que publica Notorious Ediciones como celebración del estreno de la cinta de William Wyler.

Un interés superior

Aquella estrella que guiaba a los magos y aquel bebé en pañales, en apariencia igual al resto, fueron el arranque del «Ben-Hur» de Wallace y, por extensión, de los que le imitaron. «La Biblia era el lógico punto de partida –explica Miguel A. Fidalgo en la nueva publicación–, pero, dado su desconocimiento de la interpretación religiosa del libro sagrado, Wallace la había utilizado como referencia para las apariciones de Cristo que, desde un principio, tuvo claro que debían ser escasas. «El objeto del interés superior», comentaba, del lector, pero nunca del héroe de la novela. Habiendo decidido un comienzo y un final, para el centro lo ideal era «mostrar las condiciones políticas y religiosas del mundo» con la esperanza de que «demostrasen la necesidad del Salvador». Una historia que atrapó al propio autor hasta el punto de reconocerse «un creyente en Dios y en Cristo» al finalizar la misma. El mismo 12 de noviembre de 1880, con la publicación a cargo de la editorial Harper & Brothers, nacía la leyenda y con ella la fábrica de millones. Tras varias versiones teatrales, el 7 de diciembre de 1907 se anunciaba «A Roman Spectacle», de inmediato uno de los títulos más demandados del momento. «El 1 de febrero, la policía de Atlanta tuvo que intervenir para vaciar una sala absolutamente congestionada ante la cantidad de público que esperaba verla», recoge el libro en el que junto a Fidalgo escriben Juan Luis Álvarez, Víctor Matellano, Alejandro Melero y Joaquín Vallet. Era una película demasiado primaria como para tenerla en cuenta, pero había sido calificada como «el más soberbio espectáculo cinematográfico jamás producido en América».

Sin embargo, la primera gran película del texto de Wallace sería «Ben-Hur» (1925), de Fred Niblo. Los 4 millones de dólares de inversión de la Metro Goldwyn Mayer (MGM) se recompensaron en taquilla con otros 10. Suficiente bagaje como para que en 1952 la productora pensara en cotas más altas realizadas a «imagen y semejanza», apunta Vallet Rodrigo, de la versión del 25. Pero, ¿qué le hizo pensar a la Metro en remozar el clásico? La situación: «En 1949 las epopeyas cristianas comenzaban a copar gran parte de las superproducciones llevadas a cabo por las «majors», hasta el punto de erigirse en auténticos seguros de cara a un óptimo resultado comercial», como demostraron «Sansón y Dalila», «Quo Vadis» y «La túnica sagrada». Y solo tres años más tarde, en el 52, Hollywood se encontraba en serios problemas –la asistencia a los cines había bajado un 20%– y aparentemente en la MGM es donde más afectaba el bache. Por aquellos años el estudio solo se salvó por «Quo Vadis» (1951), «la única cinta de la Metro entre las 20 más taquilleras desde 1940», recuerda Fidalgo: «Mervin LeRoy la había filmado en Roma aprovechando los ingresos de las películas de MGM que el gobierno italiano tenía bloqueados como medida de protección, y Mayer había autorizado el uso de fondos adicionales para terminar de reconstruir los estudios de Cinecittà y levantar un enorme circo, el palacio de Nerón, una villa romana y una parte de la antigua metrópoli –continúa–. Todo ello, junto a miles de trajes, cortinas, alfombras, vajillas de cristal y 10 carruajes, sigue estando a disposición de MGM, que no puede sacarlo de Italia». Por lo que tenía sentido que otra película se beneficiase. Circunstancia que provoca que, en diciembre de 1952, se autorice la puesta en marcha de una nueva versión de «Ben-Hur», cuyos derechos aún están en posesión del estudio. Para entonces, según Fidalgo, «la versión de 1925 es tan solo una referencia en los libros de Historia y nadie ha vuelto a verla desde 1933». Pero en el ambiente quedaba su abrumador triunfo y el hecho de que había servido para colocar a la bisoña MGM en el pelotón de cabeza. «Además, parte de los ingresos de “Quo Vadis?” están igualmente bloqueados en el país transalpino y si la jugada ha funcionado una vez, no hay motivo para pensar que no pueda hacerlo de nuevo. En junio de 1953, el nuevo «Ben-Hur» es una realidad y, para octubre, MGM anuncia que la película va a ser rodada al año siguiente», añade Fidalgo.

«Valores bíblicos»

El guión de 350 páginas que empieza a trazar Karl Tunberg es fiel al original de Wallace, salvo en tres modificaciones importantes incluidas en la versión de 1925: el trasladar la aparición de Simonides y Esther al comienzo de la trama, la muerte de Messala en la carrera y la conclusión de la película con la escena de la Crucifixión. Será solo el inicio de un proyecto que tardaría años en arrancar entre cancelaciones, cambios y demás. Hasta que a mediados de la década, como recuerda Fidalgo, «la situación da un vuelco. La Guerra Fría y el aumento de las pruebas nucleares soviéticas amenazan con una nueva y más devastadora guerra, y el ciudadano medio estadounidense acude en masa a iglesias y reuniones religiosas en busca de consuelo espiritual. Hollywood es consciente de ello y, tras el éxito de «La túnica sagrada», de Henry Koster, todos los estudios ponen en marcha producciones «diseñadas para enfatizar los valores bíblicos» que no solo deben servir para mejorar los resultados en taquilla frente a la amenaza de la creciente televisión, sino también para congraciar a la industria del cine con el Comité de Actividades Antiamericanas y su poderosa influencia en la sociedad».

Tras varios cambios en la directiva de la Metro, el proyecto sobre el que el estudio quiere cimentar su resurgimiento sigue siendo «Ben-Hur», y, en febrero de 1957, el productor Sam Zimbalist da con su director ideal: William Wyler, «el único que puede otorgar al filme de aquello que debe hacerlo diferente al resto», se comenta en el libro: «Alma y humani-dad». Wyler se interesa mucho en la escena de la carrera, pero es Zimbalist el que le recuerda que no está en la película para eso, sino para proveer al largometraje de algo «íntimo y bueno. La intimidad es el corazón de la historia y, proporcionalmente, el espectáculo es quizá la décima parte de toda la película». El director acepta condicionando la decisión a encontrar un protagonista idóneo, aunque es una empresa que también le gusta, más allá del sueldo –el más grande hasta la fecha–, por poder ser asertivo con algo que hasta entonces apenas ha tocado en sus películas: el judaísmo (Wyler es hijo de judíos centroeuropeos). Con los nombres de Burt Lancaster, Paul Newman y Rock Hudson, entre otros, descartados, es en enero del 58 cuando se confirmaría a Charlton Heston como cabeza de cartel en el papel de Judah Ben-Hur, un hombre con una carrera como pocos, apostilla Melero: «Plagada de éxitos imborrables y mantenida a lo largo de décadas». Aun pasarían meses hasta que se cerrasen todos los detalles de una grabación que no escatimaría en recursos en unos platós de Cinecittà, en Roma, hechos a medida a lo largo de 7 meses: 1.000 obreros, 400 kilómetros de tubo metálico, 300 de madera, 450.000 kilos de yeso, 40.000 toneladas de arena blanca de playas cercanas... Lo que hiciera falta para levantar una producción histórica que arrancó en la primavera de 1958 y que, gracias a Weyler, sacó lo mejor de Heston: «Chuck, necesito que mejores en este papel», pedía el director.

–Ok. ¿Qué necesitas que no te esté dando? –contestaba el actor–

–No lo sé –de nuevo Wyler–. Si lo supiera, sería fácil. Te lo diría y tú lo harías, pero no sé lo que es. Sé que no es de gran ayuda, pero tenía que decírtelo.

Y vaya si lo dio.

¿Se amaron Ben-Hur y Messala?

¿Qué es lo que une con tanta pasión a Judah Ben-Hur (Charlton Heston) y Messala (Stephen Boyd)?, se preguntan los historiadores y seguidores de cine gay. Y es que «Ben-Hur» ha estado asociado a la cultura homosexual desde que su versión muda de 1925 se viera como un auténtico escándalo, como recogía Vito Russo en «El celuloide oculto» (1981). Le intrigaba un plano en el que se torturaba a un esclavo completamente desnudo y en el que, lejos de parecer un mártir, se le plasmaba como un objeto de deseo. Una tónica habitual en el cine de romanos, en el que se aviva la fantasía de un mundo lleno de hombres sudorosos que no necesitan otras mujeres. Respecto a la versión del 59, Gore Vidal, uno de los cinco guionistas habló en 1995 de su trabajo para la introducción de un subtexto homosexual. Pero más elocuente fue el propio Heston en 1977, en un tstimonio que recoge Jeff Rovin en «The Films of Charlton Heston»: «(... )No es la historia de Ben-Hur y Esther. Es una hisoria de amor entre Ben-Hur y Messala, y de la destrucción de ese amor se convierte en odio y venganza». Juzguen ustedes.