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Dadá: la revolución que acabó a puñetazos

El 17 de enero de hace cien años, Tristan Tzara desembarcó en París. Fue el creador del Dadaísmo y el artífice el mismo 1920 de la primera «fake news» de la historia al anunciar en uno de sus espectáculos la presencia de Chaplin
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La Razón

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El 17 de enero de 1920 –hace justamente cien años–, el artista rumano Tristan Tzara llegó a la Estación de Lyon de París. Cuando desembarcó del tren y puso el pie en la capital francesa, se inició uno de los periodos más fascinantes y legendarios del Dadaísmo: el conocido como Dadá París. Tzara provenía de Zúrich, ciudad natal del movimiento más irreverente de las vanguardias, y en la que este ambicioso artista había terminado por convertirse en su máximo representante. Después de un intenso intercambio epistolar con André Breton –padre del Surrealismo–, la llegada de Tzara a Francia levantó tales expectativas, que nada se exagera si se dice que fue recibido como un auténtico «mesías». Sin embargo, lo que empezó siendo un recibimiento triunfal entre palmas derivó en pocos meses en un enfrentamiento público nada disimulado entre los dos «gallos» que convivían en el mismo corral: Tzara y Breton. Cada uno de ellos representó un diferente modelo de gestión del «proyecto Dadá»: Tzara, contrario a cualquier tipo de organización rígida, veía en el Dadaísmo un simple acto de provocación sin mayores implicaciones políticas y estéticas; Breton, en cambio, partidario de una acción conjunta más ordenada, pretendía rescatar a Dadá del territorio de la excentricidad y dotarlo de un poderoso discurso social. Esta disputa intelectual –que se fue enconando con el transcurso de los meses– acabó de la peor manera posible: a puñetazos y en medio de la intervención policial. Dadá bien valía una reyerta.
Primera fase: Tristan Tzara manda (1920)
Durante 1920, el dadaísmo parisino se desenvolvió por el sendero trazado por Tristan Tzara. Para la «matinée» celebrada el 5 de febrero en el Grand Palais, Tzara, Breton y compañía idearon la primera «fake news» de la Historia: en diferentes medios se difundió la noticia de que Charles Chaplin participaría en el espectáculo y que, con su presencia en él, ratificaría su conversión y adhesión al Dadaísmo. Evidentemente, Chaplin no hizo acto de presencia ni, por tanto, se sumó a la astracanada dadaísta.
Sin duda alguna, el gran acontecimiento de esta primera fase fue el conocido como Festival Dadá –celebrado el 20 de mayo en la Sala Gaveau y considerado como la sesión «más agitada» de la historia del Dadaísmo–. Además de un comunicado de prensa en el que se lanzaban cebos del tipo de «los dadaístas se afeitarán la cabeza en público» y de un despliegue de atracciones a cual más excéntrica –un pugilato sin dolor, la participación de un ilusionista dadá, un auténtico rastacuero, una gran ópera, música sodomita, una sinfonía de veinte voces, una danza inmóvil y el desvelamiento del «sexo de Dadá»–, los programas fueron repartidos por la calle por hombres-sándwich. Con una duración que superó las tres horas, esta «manifestación» triunfó por su capacidad para integrar al espectador en la dinámica del espectáculo: la audiencia gritaba, respondía a las provocaciones lanzadas desde el escenario, arrojaba tomates, huevos, zanahorias. Tal y como venía reflejado en el programa, uno de los instantes más inolvidables fue el proporcionado por la aparición del «Sexo de Dadá», en el que un enorme cilindro de papel blanco y forma fálica, sostenido por globos, sobrevoló por una sala desencajada.
Segunda fase: Breton se rebela (1921)
La hegemonía de Tristan Tzara dentro de «Dadá París» comenzó a tambalearse en 1921 como consecuencia del protagonismo alcanzado por el «grupo Breton». A lo largo de toda la primavera, se programaron una serie de acciones bautizadas como «Estación Dadá» que tenían como misión relanzar al –un tanto alicaído– Dadaísmo parisino. La pugna entre Tzara y Breton por ver quién controlaba el diseño y el «espíritu» de los actos agendados se decantó claramente hacia el segundo. De hecho, las dos principales experiencias que se recuerdan de la «Estación Dadá» son vástagos intelectuales de Breton: la visita a la iglesia de Saint-Julien-le-Pauvre y el conocido como «Proceso Barrès». La primera de ellas constituye una de las escasas performances al aire libre organizadas por el Dadaísmo consistente en una excursión a un enclave sin ningún tipo de atractivo turístico. Los dadaístas querían remediar de este modo la inoperancia de los guías turísticos oficiales y ofrecer a quienes les acompañasen una ruta alternativa de París. El 13 de abril, 50 personas acompañaron a los dadaístas a la referida iglesia y, bajo la lluvia, asistieron un recorrido extravagante. Tras una hora y media, el público comenzó a dispersarse mientras los organizadores les entregaban sobres que contenían frases, retratos, cartas de visita, dibujos obscenos o billetes de cinco francos cubiertos de símbolos eróticos.
El denominado «proceso Barrès» constituye, sin duda alguna, la performance más trabajada y con mayor contenido político de toda la historia del Dadaísmo. El montaje urdido por Breton adquirió la forma de un juicio ficticio a la persona de Auguste-Maurice Barrès, escritor y político francés al que Breton y Louis Aragon tacharon de traidor por el giro nacionalista que experimentó durante los años de la Primera Guerra Mundial. La presidencia del tribunal fue desempeñada por Breton, y Tzara interpretó el papel de testigo. Mientras que el primero se tomó esta puesta en escena como algo serio y con implicaciones políticas, el segundo no dudó en torpedear la sesión con una serie de bufonadas en las que acusaba a los componentes del «grupo Breton» de ser unos mierdas y unos «grandes cerdos».
Tercera fase: un final entre golpes (1922-1923)
La defunción oficial de «Dadá París» tiene una fecha concreta: 6 de julio de 1923. Las heridas causadas por el enfrentamiento abierto entre Tzara y Breton eran irrestañables, y las dos facciones que lo conformaban se escindieron definitivamente para seguir trayectorias divergentes. Por su cuenta, y al margen de Breton, Tzara organizó un nuevo espectáculo en el Teatro Michel. Salpicado de lecturas de poemas, danzas, proyección de filmes y actuaciones musicales, el público reaccionó con una silenciosa aceptación de todo cuanto se le proponía en el escenario. El hecho excepcional de esta velada no estuvo tanto en la originalidad de las piezas escenificadas cuanto en los altercados que se produjeron durante su desarrollo. Algunos miembros del «grupo Breton» –Paul Éluard y Aragon– habían mostrado su crispación por la lectura no autorizada de poemas suyos que se iba a realizar durante la sesión. El simple conocimiento de esto bastó para que todos ellos ocuparan, expectantes, una butaca en la sala. Tras la lectura que Pierre de Massot realizó de una proclama contra Picasso –presente en la sala–, Breton se prestó a defender al artista malagueño y, enfurecido, subió al escenario.
Con su bastón, asestó un golpe en la cara a Massot que le fracturó la nariz. Entre el alboroto, la policía desalojó a Breton. La calma duró poco: la aparición de Tzara sobre el escenario desencadenó la ira de Éluard, que le golpeó en la cara. El ciclo se había cerrado: Tzara, quien en enero de 1920 había sido recibido como el auténtico «mesías» del nuevo arte, terminó siendo agredido por aquellos mismos que le habían conferido el estatus de «semidiós». Tal fue el punto de desprecio que Breton mostró hacia el episodio dadaísta que, cuando en 1938, Eluard y él redactaron el «Diccionario abreviado del Surrealismo», apenas introdujeron entradas que remitían a la etapa Dadá. El Surrealismo consideró a Dadá más como un error y un extravío que como el origen de su movimiento. Dadá paso de serlo todo a no ser nada. Un claro ejemplo del espíritu destructivo vanguardista.
Pese a los notables desencuentros, una de las últimas ocasiones en las que los dadaístas parisinos actuaron cojuntamente fue durante la inauguración de la muestra dedicada a Max Ernst, el 2 de mayo de 1921 en la galería Au Sans Pereil. Entre una multitud, los dadaístas convirtieron esta «vernissage» en un auténtico «happening» en el que cada participante interpretaba un papel: André Breton no paraba de encender cerillas; Ribemont-Dessaignes profería el mismo grito: «Llueve sobre una cabeza»; Aragon maullaba; Soupault jugaba al escondite con Tzara; y Benjamin Peret y Serge Charchoune se apretaban la mano. Un caos perfectamente orquestado que convirtió esta inauguración en una bendita locura.

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