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Los libros de la semana: del detective “cowboy” de Crumley a la “fiesta” del nacionalismo catalán

El viaje a “Tierra salvaje” de Robert Olmstead y las memorias africanas de Maryse Condé completan las mejores lecturas para encarar febrero
larazon

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El detective que amaba a John Wayne

Muchos de los adictos a la novela negra norteamericana se preguntarán por qué «El último beso» no triunfó en EE UU. Ni el mismo James Crumley lo sabía. Sí lo hizo en Japón y Francia, pero no en España, donde se han traducido dos títulos suyos en 2011. Pasó sin pena ni gloria al santoral de los autores de culto: aquellos que triunfan después de muertos y cuya influencia seminal es palmaria en George Pelecanos y Dennis Lehane, que consideran «El último beso» como una de las cinco mejores novelas de la historia del género.
Es además el primer título de los cuatro de la serie del detective C.W. Sughrue y el arranque se ha convertido en una cita obligatoria: «Cuando por fin di con Abraham Trahearne, estaba tomando cerveza con un bulldog alcohólico de nombre Fireball Roberts en un antro destartalado de las afueras de Sonoma, California, apurando hasta la última gota de una hermosa tarde de primavera».
Sughrue es un fiel reflejo del autor: alcohólico, mujeriego y con un cínico sentido del humor. Con los escrúpulos justos para vivir en el mundo posterior a la guerra del Vietnam, en donde ha luchado y cuyos traumas arrastra con más dignidad que su generación pacifista. Es el primer detective con un bagaje intelectual que oculta bajo una costra de cinismo y réplicas sagaces, insuficientes para tapar una dignidad moral de la que se avergüenza por temor a que la confundan con debilidad y poca hombría.
Un autor opacado
La falta de éxito comercial en los 80 quizá se debió a que el «revival» de los clásicos de la novela dura y el empuje de Jim Thomson, Elmore Leonard y Donald E. Westlake emparedaron a James Crumley. Otras razones podrían ser el friquismo de sus personajes, el desvío hacia el «hardboiled» más country, que lo alejaba de la tradición urbana, y la burla de las comunas hippies, el mundo del porno y los gángsteres de pacotilla.
No eran años para reivindicar la guerra del Vietnam y sus atrocidades cuando Tom Cruise hacía llorar al público con su melodramática denuncia en «Nacido el 4 de julio» (1989). «El último beso» no conectó con su tiempo. Tardó treinta años, hasta que Michael Connelly lo reivindicó como esencial en la renovación del género. James Crumley es un novelista de personajes inadaptados y diálogos feroces que deambulan por carreteras polvorientas del moderno Oeste sin otro destino que la errancia, la borrachera y los líos estúpidos.
Sughrue busca a una chica, pero ya no es la mujer fatal de Chandler sino un desecho sublimado: «Ante mis ojos nublados, la sábana blanca dejó tras de sí una imagen fantasmagórica que brillaba como el fuego en una ciénaga». James Crumley se anticipa al «country noir». Sughrue es un vaquero posmoderno que se identifica con John Wayne. El tipo duro ilustrado y sensible que se menosprecia tanto como a la gente y el mundo ridículo en el que sobrevive como un náufrago en una botella de whisky.
Lluís Fernández

África es nuestro refugio

En las páginas preliminares de este libro, Maryse Condé afirma que tardó en empezar a escribir porque «estaba demasiado ocupada viviendo, sufriendo, y no me quedaba tiempo para nada más». Tenía más de cuarenta años cuando publicó su primer libro y esta segunda parte de sus memorias vio la luz en 2012 tras contar en «Corazón que ríe, corazón que llora» los recuerdos de su infancia y su primera juventud entre la isla antillana de Guadalupe donde nació y sus primeros contactos con París.
Tras aquel título que compendiaba una vida que oscilaba entre alegrías y tristezas, Condé se enfrenta aquí a la vida adulta, enseñando heridas y cicatrices a cara descubierta, sin maquillaje. Aunque bien hubiera podido aparecer «África» en el título, ya que este continente ha marcado radicalmente su vida, como lo ha hecho con tantos otros escritores. En la década de los sesenta Maryse Condé vivió amores apasionados, tuvo hijos de dos padres diferentes y descubrió la política en algunas de sus más duras manifestaciones: en el colonizado continente y sus luchas por la independencia, ya que vivió en la Guinea de Sékou Touré, que convirtió en un régimen de terror las esperanzas que los guineanos habían depositado en él.
Pero, a pesar de todo, de la miseria, del desprecio a la mujer, de entender allí, en su capital Conakri, lo que significa realmente la palabra «subdesarrollo», Condé «se enamoró perdidamente de aquel rincón del mundo tan desfavorecido» y sintió que África era su refugio. En esa misma época Duvalier sembraba el terror en Haití con los Tonton Macoutes y el Congo belga proclamaba su independencia, que ocasionaría el asesinato de Lumumba, el primer ministro de la república Democrática del Congo. Con la sabiduría que dan los años, la autora reflexiona al cabo del tiempo, mientras escribe estas páginas, en «lo poco que entiende el corazón de jerarquías, ya que sitúa al mismo nivel lo universal y lo particular», es decir, la falta de alimentos en la despensa y las tragedias de los países africanos.
Una marxista «por contagio»
Condé se convirtió en marxista «por contagio» en aquellos años, cuando en Conakri la gente empezó a «desaparecer» de sus casas durante la noche. Con una sinceridad abrumadora y ordenada, la autora da cuenta del rápido acontecer de amores, hijos y miedos, de la profunda depresión que la atrapó entre sus garras y la llevó a tocar fondo, y tras la lectura se agradece que, al fin, consiguiera tener tiempo para reemplazar los dramas de verdad por los de papel y desde la distancia del tiempo pueda recordar y agradecer a menudo «la bondad de los desconocidos».
Sagrario Fernández-Prieto

Una magistral epopeya del Oeste

Da hasta pudor destacar, a la hora de reseñar novedades, que el libro que abordaremos en estas líneas está bien escrito. Frente a un panorama absolutamente desolador en cuanto a lo estético, en que las bellas letras brillan por su ausencia aplastadas por innumerables libros que aspiran a ser literatura y sin embargo no presentan el más mínimo esfuerzo estilístico, una novela como «Tierra salvaje» aún descuella más. Por fin, pues, algo que sobresale, que rescata lo artístico en la escritura, dentro de la inmensa mediocridad generalizada, tanto en nuestras fronteras como más allá, en concreto, en unos Estados Unidos de los que nos llegan de continuo un sinfín de títulos idolatrados que acaban siendo humo, inflados por la mercadotecnia.
Buena parte del mérito, desde luego, compete al traductor, José Luis Piquero, que ha hecho un trabajo excelente al darnos en español lo primero que conocemos de Robert Olmstead, que compartió aulas como estudiante universitario con Raymond Carver y Tobias Wolff y ya ha firmado una decena de títulos, algunos de ellos premiados a escala nacional. Pero el mayor galardón lo ha obtenido desde ciertos medios, como «The Washington Post», cuyo comentario no podemos mejorar: «Olmstead es un estilista inmensamente dotado, dueño de una escritura capaz de transmitir la magia y la pasión del primer amor, así como la ferocidad de la batalla. También tiene un don para crear imágenes tan memorables como inesperadas». 
Caza de bisontes
«Tierra salvaje» es ejemplo paradigmático de tal cosa. Cuenta cómo, en el tiempo posterior a la guerra civil y a la muerte de su marido David en un accidente, una aguerrida mujer llamada Elizabeth Coughlin tiene que afrontar una difícil situación tras ver que su granja está hipotecada y se encuentra en bancarrota. Entonces aparece el enigmático hermano de David, el viajero buscavidas Michael Coughlin, que tras enmendar el papeleo con un oscuro especulador, liderará una expedición concebida para hacer fortuna cazando bisontes; y además, en un área marcada por la amenaza de los indios y con la sospecha de que el individuo que controlaba dicha hipoteca los seguirá en busca de una venganza mortal. Fiel así a los tópicos del género, Olmstead consigue usar los estereotipos para renovarlos y darles un lirismo inconmensurable: el pistolero de pasado turbio y bondad oculta, la viuda coraje, el predicador locuaz, el adolescente maltratado, el padre despiadado…; y el ambiente, extraordinario, de la miseria, de la naturaleza, de los animales.
El autor recrea de este modo la vida nómada de la América profunda, el desafío por la supervivencia, en un argumento en que se respira una calma tensa, y en la que lo poético cobra dimensión desde la memoria. En un momento dado, Michael le pregunta por su vida a Elizabeth, y vemos al protagonista en busca de «una historia que me pueda creer», preguntándose «de qué valía la verdad si no se comprendía» y «lamentando la pérdida de lo que nunca había tenido».
Toni Montesinos

Me río del caduco separatismo

Hace unos tres años, Gonzalo Torné (Barcelona, 1976) admiraba a crítica y público con «Años felices», una novela donde satirizaba los complacientes esnobismos y acomodadas ensoñaciones de inconscientes personajes altoburgueses. Con esa bien narrada historia afianzaba un estilo que conjuga la distancia irónica con la denuncia social entre sofisticados ambientes e hilarantes situaciones. Con estos parámetros, insertos ahora en muy cercanas circunstancias sociales y políticas, publica «El corazón de la fiesta», obra que entraña una sarcástica denuncia civil, plagada de referentes actuales, en ocurrente acumulación de jocosas peripecias. Cataluña aparece gobernada por el poderoso clan familiar de los Masclans, encabezado patriarcalmente por un reconocido banquero –Pere Masclans–, ayudado por su entregada esposa –Clara Montsalvatges–, y con unos hijos que han tejido una enrevesada trama de negocios e influencias. Cualquier coincidencia aquí con la realidad... es totalmente intencionada. En un tono y registro que recuerdan la narrativa político-farsesca de Eduardo Mendoza, o el esperpéntico «ruedo ibérico» valleinclaniano, se desarrolla una historia de corruptelas económicas e hipócritas gobernanzas.
Otros estrambóticos personajes acompañan a los protagonistas: Violeta Mancebo, inmigrante enamorada del Bastardo, ilegítimo hijo de aquel «Rey de Cataluña»; y otro vástago suyo, Yúnior, brutal y desaconsiderado; unos y otros inmersos en una parafernalia de lujosos coches deportivos, rusos millonarios, suculentas comisiones y sórdidos cambalaches. Se cuestiona asimismo el arcaico costumbrismo que fundamenta un caduco nacionalismo anclado en heróicas identidades y estudiados victimismos. Este entramado se asemeja a un drama shakespeareano, decantado hacia la deformación humorística. Y todo ello en un marco de ensoñada irrealidad.
Macondo a la catalana
Numerosos percances de proyección generacional conforman una suerte de Macondo catalán, un intraespacio endogámico y excluyente habitado por mordidas porcentuales e imposturas políticas. Lo mejor de esta novela radica en la construcción de los personajes, muy elaborados en su registro de pantomima, alegato contra la cleptocracia y los espejismos patrioteros. Destaca igualmente el socarrón humorismo de tradición picaresca, patio de Monipodio con ladrones de guante blanco y saqueadores del erario público, donde no faltan las actitudes serviles y el argumentario partidista. Concluye el libro enfatizando uno de los protagonistas: «El dinero, el desprecio, las raíces, la posición... qué suntuosa cortina de humo».
Jesús Ferrer

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