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Las mil y una vidas de Joaquín Sabina

El músico y poeta sufrió el miércoles un nuevo capítulo de su historial de problemas de salud, que comenzaron en 2001 y que se han cebado con él consiguiendo el efecto contrario: el de agigantar su leyenda de inmortalidad

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Joaquín Sabina tiene una mala salud de acero. Lo repite él mismo y lo comentan sus allegados, colaboradores y amigos. De 2001 a 2020, casi veinte años, el parte médico del cantautor abunda en contratiempos, sustos, afonías, caídas. La última fue en la noche del miércoles, cuando, cegado por los focos durante su último concierto en Madrid de la presente gira conjunta con Serrat, la cuarta noche, Sabina cayó al vacío desde una altura de dos metros. Salió evacuado en camilla y regresó para disipar los temores. Tenía un fuerte golpe que le impedía continuar, pero estaba bien. Su amigo catalán le ayudaba con la silla de ruedas y Sabina pasó la noche en casa. Sin embargo, a tenor del historial médico del cantante, con un accidente cerebrovascular incluido, el día siguiente aconsejaba pruebas para descartar males mayores. Y así fue. Sabina ingresó por la mañana en la Ruber internacional para extraerle un hematoma intracraneal. Por la tarde, se encontraba estable y recuperándose. Las primeras 48 horas serán cruciales.
Un largo historial
Y es que el historial de salud, como el historial de todo lo demás es largo en el caso de Sabina. Aunque nadie imaginaba al hombre que surfeaba a espaldas de la muerte en un peregrinaje de hospitales. Pero la noche reclama su libra de sangre. La pitanza humana en dolor y gloria. Esos casquetes de salud repartidos en analíticas, desmentidos, cancelaciones y quirófanos. La lista es larga, y duele. El susto más importante tuvo lugar en 2001, cuando un aneurisma cerebral tocó a arrebato. Entonces fue un accidente isquémico cerebral leve. Sabina, que sufrió un problema de riego sanguíneo en el cerebro, evoluciona favorablemente y será dado de alta en los próximos días».
Pancho Varona, guitarrista y compositor legendario de Sabina, contó en el libro «Sabina. Sol y sombra», (Efe Eme, 2017), que esa mañana «el teléfono sonó y era Lena, la secretaria de Joaquín: “Panchito, no te asustes pero Joaquín ha tenido un accidente importante, parece que cardiovascular’’». Fui a la clínica Ruber. Joaquín se dio cuenta de la gravedad de su estado cuando me vio la cara. ¡Debí de poner una cara de acojone…! Le habían cortado el pelo al cero para ponerle los cables y hacerle un electroencefalograma. Estaba bastante demacrado, afeitado, y nos asustamos todos. En las primeras 24 y 48 horas nunca sabes qué va a pasar, y en esa espera andábamos expectantes. Tenía paralizado un lado, que fue recuperando poquito a poquito, pero vamos, el lado derecho estaba paralizado y se podía haber quedado así. Joaquín tiene suerte porque todas estas cosas le pasan, afortunadamente, en su grado mínimo: la diverticulitis, el ictus... Se recuperó muy bien. Le quedó una pequeñísima secuela en la mano, que a veces recuerda, pero nada, tonterías».
Tocó decir adiós al baile de bohemia inteligente, nocturna, algo salvaje y bastante ilustrada de 30 años. Le siguió el fracasado intento de abandonar el tabaco y el cambio de vida. Después, la depresión. La nube negra. En «Sol y sombra» el poeta Luis García Montero, amigo íntimo, rememoró que «Joaquín lo pasó mal. Por su modo de ser no quiso hablar de psicólogos, ni de ayuda de ningún tipo, para superar los monos, y se enfrentó al cambio de vida provocado por el ‘‘marichalazo’’ a pulmón. Pasó un tiempo muy deprimido, pensando que no volvería a escribir. Y le daba miedo ponerse delante de la gente».
Otro buen amigo, el poeta y novelista Felipe Benítez Reyes, explica que «Joaquín encontró la vía de escape a una situación que tuvo complicaciones muy ramificadas. Entre ellas, una crisis de creatividad. Seguía siendo muy ocurrente y afectuoso. La procesión iba por dentro».
Años más tarde, hará diez, canceló en Barcelona por una mala caída. En 2011 la diverticulitis lo condujo a la mesa de operaciones. De 2013 son los mareos, provocados por el calor, de 2014 el golpe tremendo de Madrid, cuando sufre el ya legendario Pastora Soler. Un ataque de pánico escénico con todas las letras. O un miedo al qué dirán. A quedarse en blanco. A palmar las letras, las canciones, los ritmos. Aquello le abrasó el cerebro durante unos segundos, cortocircuitado como el de Curro Romero delante un Miura avieso. Aunque los medios, buitres inevitables, exageramos: sucedió en los bises, tras un gran concierto. Y está la suspensión por la tendinitis, la caída en México, la tromboflebitis, la afonía y... así, golpe a golpe, entre sobresaltos y resurrecciones, avanza la leyenda muy viva de un genio acostumbrado a reírse del equipo médico habitual y sus partes de guerra. Volverá, muy pronto, para negarlo todo.