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DJ: dioses, pastillas e inadaptados sociales

Dos periodistas repasan la historia de los pinchadiscos en tanto ídolos culturales en lugar de como subalternos de la historia de la música.
larazon

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Pobres pinchadiscos. Su papel en la historia de la música siempre ha sido el de parásitos y vividores de la noche. Nunca respetados hasta el surgimiento del techno y del house (y ni siquiera entonces, sino cuando estos estilos se hicieron masivos), los «disc jockeys» (DJ) han vivido décadas a la sombra de la industria cultural como meros animadores de los clubes, bruñidores de borracheras y banquetes de drogas. Para tratar de reconocerles dignidad artística llega este ensayo, que empezó siendo un trabajo sobre la música dance y pronto se convirtió en una genealogía del «homo discotecus», del chamán (con permiso del camello) que oficia el milagro del baile y la comunión entre individuos de sexos, razas y hasta religiones diferentes. En su primera edición, el volumen quería hacer justicia a las catacumbas de la electrónica, pero en las sucesivas (ya alcanza casi 800 páginas), este estudio se remonta a las jukeboxes y las gramolas. Con un propósito, como hacen explícito en el prólogo: «Los críticos de rock aún se muestran más reticentes a admitir nuestra tesis principal –a saber: que los DJ son más importantes que las propias bandas cuando se analiza la génesis de los cambios radicales en la estética musical–, pero han tenido que transigir y admitir, finalmente, que el sujeto que deambula por ahí arrastrando un cofre repleto de discos ha jugado un papel importante».
Destilar grandeza
¿Exceso de entusiasmo? El papel del DJ tiene mucho de posmoderno, de creador que suma retales, que yuxtapone fragmentos de extremos para crear una obra nueva. Tiene, por supuesto, mucho de artístico y de fenómeno cultural. Las conclusiones, que las obtenga cada uno.
«¿Qué hace exactamente un DJ? Destilan la grandeza de la música. Seleccionan una serie de grabaciones para crear un resultado único, improvisado, para ajustarse precisamente al momento, la lugar y al público al que se enfrentan». La definición del oficio recoge bien su valor del directo. Un DJ tiene que saber de música tanto o más que los músicos. Lanza a la pista momentos musicales «tan nuevos y frescos que resulta irrelevante que sean grabados». Es un ser raro que busca discos raros y va a ponérselos a otros raros. Después, a su muerte, las viudas venden al peso su colección de vinilos.
El primer DJ de la historia no vivía en Nueva York ni en París. Fue en la anodina Leeds donde nada menos que Jimmy Saville (conocido por ser un depredador pederasta con honores del Imperio Británico) fue quien, antes de convertirse en estrella de televisión, tuvo la idea de cobrar a bailarines en una sala de fiestas animada por una gramola. Saville construyó un pequeño imperio de clubes. Así pues, ¿qué podemos esperar de un oficio con semejante pecado original? La redención llega con el capítulo dedicado a la escena «northern soul», que bien merece una monografía: ¿saben a cuántos ina-daptados con estreñimiento emocional salvó esta música? Cargados de anfetaminas y con una vestimenta pensada para la velocidad y para bailar como derviches, los seguidores de esta secta eran unos incomprendidos que pertenecen al movimiento musical más inmaculado de la historia. No porque fueran en contra de una tendencia, sino en contra de absolutamente todo lo que ocurría a su alrededor. El DJ jugó un papel fundamental en la historia porque promovió la fusión de gustos. En los locales debía satisfacer a gente diversa que se acerca entre sí compartiendo la pista de baile y que de esa forma conoce otros estilos. Esta es la fórmula de los mejores frutos musicales. Enlazando estilos favorecieron el surgimiento del «rhythm and blues» y del rock & roll. El reggae nació con los «soundsystems», igual que la música disco creció en los lugares donde el sudor condensado caía del techo. En los orígenes del hip-hop no había rimas, sino baile sobre «scratches» de discos de James Brown. Y bueno, de la música electrónica no hace falta ni mencionarlo. De todos estos géneros hay un capítulo solvente aunque podría faltar, por latino y moderno, el apartado del reguetón y bien podría haberse hablado de la salsa. El libro asciende a la edad de oro del techno y el house, nombres como Derrick May, Juan Atkins o Jeff Mills, que llevan la electrónica al lugar de la mística, y termina en la era de los dioses. La de los DJ a 100.000 euros la noche, como Tiestö o Armin Van Buuren, que es quizá la versión más inane de la música electrónica. Las marcas, las franquicias, la obscenidad y las masas. La completa desvirtuación de los orígenes: ya no hablamos de un grupo de inadaptados que encuentran en la música una forma de seguir viviendo, sino de una maquinaria comercial que asfixió de éxito a los pioneros.
Nada de esto habría sucedido si antes de las «dexis» y las «prelis» (las anfetas), el ácido hubiera tomado las pistas de baile del UFO y el Londres psicodélico. También la marihuana y la cocaína exigían un ritmo para su ritual. Aunque ninguna droga definió tanto a la música de club como el éxtasis. El fenómeno al completo es incomprensible sin las sustancias. Y hay otro aspecto fundamental muy bien cubierto: los clubes. Lugares que trascienden al que pincha música, como el Electric Circus que Jerry Brandt compró a Andy Warhol o del Café del Mar y el Amnesia de Ibiza hasta las salvajes «raves» en las autopistas de circunvalación.