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Prisioneros en una playa abierta

Olas y sol, un espacio idílico que se puede convertir en un entorno hostil del que desear escapar. Arena que se goza y que también te puede atrapar

Esta escena de «De aquí a la eternidad» (1953), con Burt Lancaster y Deborah Kerr, hoy, en tiempos de pandemia, es, de momento, impensable
Esta escena de «De aquí a la eternidad» (1953), con Burt Lancaster y Deborah Kerr, hoy, en tiempos de pandemia, es, de momento, impensableLa RazónLa Razón

«Cuando diez mil músculos pasean alrededor de cinco mil bikinis, ya sabes lo que va a ocurrir», exclamaba la publicidad de «Beach Muscle Party» (1964), una de aquellas «beach movie» de los sesenta en las que los jóvenes soñaban, ajenos y apolíticos, con ligues eléctricos. Eran tiempos en los que nadie sabía lo que era la distancia social, sobre todo con bronceador mediante, y menos lo que era una desescalada. Eran tiempos, claro, en los que todos habíamos nacido y crecido en fase cuatro, sin imaginarnos que hablar de la «nueva normalidad» podía significar pedir turno para ir a la playa. Viendo una de esas películas producidas por la American International Pictures, con canciones de Frankie Avalon y arena en el bañador, uno podía pensar que en la playa no puede pasar nada malo.

Que el asesinato de Kennedy, la guerra del Vietnam y el pánico nuclear pertenecían a otra dimensión de la realidad. Es lo que tiene el verano, que nunca piensa que será triste. Ni siquiera ahora, a nadie se le ocurre que eso sea posible, a tenor de las imágenes que se han visto en durante la fase uno a las orillas del mar barcelonés, por ejemplo. Tampoco se les ocurría a los héroes patrios del cine turístico del franquismo desarrollista: al contrario que los halterofílicos adolescentes de las fantasías de la AIP, en España el macho ibérico era un cuarentón que se ofrecía a las suecas, adictas a lo exótico, para gestionar su virilidad al margen también de la realidad política.

Entre sombrillas

Las playas, lo sabemos, nunca son de izquierdas o de derechas, a no ser que alberguen comunidades hippies, próximas a lo sectario, como las del filme que Danny Boyle rodó en Tailandia con Leonardo di Caprio y que, sí, se llamaba «La playa» (2000). El cine, cuya capacidad de fabulación está exenta de autoengaños, no siempre surfea con felicidad entre sombrillas calvas y polos derretidos. Y si no, que se lo digan a Montgomery Clift, víctima de canibalismo en Cadaqués en una de las películas más granguiñolescas que hayan salido del Hollywood clásico, «De repente, el último verano» (1959). Es decir, hay playas cinematográficas que no son precisamente una fiesta.

¿Se acuerdan del Mersault de «El extranjero» de Camus, adaptado por Visconti con Mastroianni como protagonista? «Pero toda una playa vibrante de sol se apretaba a mi espalda», decía, sudoroso, antes de matar a sangre fría a un desconocido. ¿Cuántas veces hemos visto la playa como un espacio de muerte, pura desolación? Visconti, otra vez: víctima de una pandemia, que es la del tifus pero también la del deseo sublimado, en «Muerte en Venecia» (1971) Gustav von Aschenbach languidece en una hamaca de la playa del Lido veneciano, con el tinte llorando sobre su pálido rostro, posiblemente soñando con ese ángel exterminador que le ha seducido en el Hotel des Bains. Mastroianni, otra vez: en «La dolce vita» (1960), con un enorme pez agonizando entre las redes de los pescadores: el hombre moderno, sin agallas, agotado, o, como dice Mastroianni, una criatura parecida al Leviatán. En la playa de «El séptimo sello» (1955) es, en fin, donde un caballero que viene de las Cruzadas, en plena crisis de fe, juega su partida con la Muerte, y la pierde, con otra pandemia, la de la peste negra, como telón de fondo.

La playa, de noche, es un lugar perfecto para contar historias de terror. Alrededor del fuego, como en un ritual que invoca lo mágico, la oralidad conjura los espíritus del mal bajo la sombra de la luna y las mareas. Así empieza «La niebla» (1980) de John Carpenter, ese gótico lovecraftiano con aroma a algas y garfios, y así se coagula el horror al fantasma de «Sé lo que hicisteis el último verano» (1997). Por qué será que un lugar tan idílico como la playa se imagina, también, como un lugar de desamparo. Si está vacía, en su inmensidad, puede ser un espacio claustrofóbico, sin escapatoria alguna, sobre todo si el monstruo que nos ataca es la fuerza de lo invisible, como en «It Follows» (2014). Si se construye como un fuera de campo, como en la «Madre» (2019) de Sorogoyen, contado por un niño perdido que acaba escapándose de su perseguidor, es aún más angustioso, porque ¿cómo esconderse en una playa abierta?

Cuidado con el tiburón

Cuando «Tiburón» (1975) se convirtió en un «blockbuster» que sembró el pánico entre los bañistas, los más aprensivos siempre estaban a punto de llamar al socorrista de turno en cuanto escuchaban un grito más alto que otro. Es curioso que una de las escenas más emblemáticas de la película anticipara esa situación paranoica, provocada porque el alcalde de Amity se había negado a cerrar la playa de la localidad para no hundirla en la miseria económica. El clásico incontestable de Steven Spielberg inauguró una moda de sucedáneos que situaban los desconocidos peligros del océano como la viva encarnación del mal. Ninguna, eso sí, como «Playa sangrienta» (1980), cutre joya de la serie B más «exploitation» que partía de una premisa irresistible: que no se te ocurriera pisar la arena porque te tragaba como un aspirador maléfico. Ya sabías a lo que te exponías si tus amigos te enterraban bajo la arena: a quedarte sin piernas. Claro, la responsable de semejante delirio era una improbable criatura del averno, pero para los que crecimos mirando los posters de los cines de barrio, la imagen de una chica en bikini, medio enterrada, gritando bajo un sol abrasador, tenía un poder de lo más hipnótico. Pisándole los talones, los «Humanoides del abismo» (1980) de Barbara Peeters, monstruos mutantes financiados por Roger Corman que asesinaban a los hombres y violaban a las mujeres en cuanto ponían un pie en la orilla.

Ahora parece inimaginable que, en una playa, nadie pueda perder la virginidad, o, al menos, darse un beso tan apasionado como el que Burt Lancaster y Deborah Kerr se dedicaron en «De aquí a la eternidad» (1953). Menos aún que sea posible aquella prematura edición de «Supervivientes», donde Christopher Atkins y Brooke Shields se paseaban con taparrabos antes de descubrir los placeres del sexo en «El lago azul» (1980). Mas bien pensamos en la playa de «El señor de las moscas» (1963), en la que una pandilla de niños reproducen la brutalidad jerárquica del sistema tribal de los adultos mientras juegan a subsistir en una isla desierta.

Entre la tierra y el agua

Como buen director de teatro, Peter Brook entendió que la playa podía funcionar como espléndido escenario beckettiano para la representación de un ritual de poder y dominación. En ese lugar liminar entre la tierra y el agua, entre lo sólido y lo liquido, la sociedad contemporánea celebra sus propias ceremonias, que probablemente, en un futuro pospandémico, los antropólogos estudien con tanta atención como lo han hecho con las tribus aborígenes. Cuando, por ejemplo, Harmony Korine filma a los jóvenes borrachos de «Spring Breakers» (2012), festejando sus vacaciones de primavera como si no hubiera un mañana en las playas de Florida, agitando sus carnes bronceadas como si estuvieran opositando a un casting de «Jersey Shore», está certificando un aquelarre que tiene mucho que ver con el Apocalipsis. Hábleles de distancia social a esos «hooligans», porque ni el tsunami de «Lo imposible» (2012) les haría parar de bailar.

Hablando de tsunamis. No se sabe a ciencia cierta si la palabra «ola», etimológicamente, proviene del griego «holoos», que significa «desastroso». Es decir, hay algo en la noción de ‘ola’ que evoca la catástrofe final, el fin del mundo. Así las cosas, será la playa el lugar donde el sol será ensombrecido por el agua en películas tan notables como «La última ola» (1977), de Peter Weir, y, sobre todo, «Take Shelter» (2011), de Jeff Nichols, en la que la visión recurrente de un neurótico –las ominosas señales de un universo a punto de implosionar– acaba materializándose en aquello inimaginable, díganle Armaggedon, díganle coronavirus. Tal vez Isak Dinesen tenía razón, y lo único que tenemos que hacer es estirar la toalla y esperar pacientemente a que el mar lo ponga todo en orden. Decía: «La cura para todo siempre es agua salada. Las lágrimas, el sudor y el agua del mar». Amén.