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Muere Olivia de Havilland, la última gran estrella del cine clásico, a los 104 años

Ganadora de dos premios Óscar a mejor actriz, era la única superviviente de las grandes estrellas de Hollywood

Olivia de Havilland WikipediaLa Razon

Tenía Olivia de Havilland ese rostro placentero, de mujer a gusto con la vida. De joven, porque semejaba que la trataba como era debido. De mayor, de muy mayor, con su pelo blanco perfectamente arreglado y peinado, porque estaba rodeada de un halo capaz de hacerle estar en paz consigo misma y con el resto de la humanidad. El Hollywood más glamouroso se apaga definitivamente. Las luces de esos neones que marcaron una época se funden a negro con la muerte de esta gran actriz, soberbia, opacada quizá por el papel de Melania Hamilton en «Lo que el viento se llevó», una película inmensa de la que ella era su último testigo vivo, la postrera superviviente del cine clásico. La dulce Melania, siempre presta a ayudar a aquel que lo necesitaba, con su cabello recogido en un moño, descansa ya en paz.

Si la muerte de Kirk Douglas, un gigante de la escena, significó el penúltimo bocado, un mordisco en toda regla al planeta de oro de la meca del cine, la de De Havilland se puede leer como la marcha de la última estrella, última superviviente de un elenco único, el que conformó el filme de Victor Fleming. «Lo que el viento se llevó» ya es historia. Forma parte de ella. La cinta, tan vituperada últimamente por sus connotaciones de trato racista hacia ciertos personajes del filme que tanta polvareda han levantado y removido, no le restan un ápice de su importancia por muchas purgas en algún catálogo cinematográfico que haya.

Salud quebradiza

Olivia de Havilland tenía 104 años y una vida vividísima, valga la expresión. Una carrera sólida basada en grandes trabajos. Por muy increíble que parezca, había nacido en Tokio y ha muerto en París, donde residía desde los años cincuenta. Era la primogénita de un matrimonio de posibles formado por el abogado Walter de Havilland y Lilian Fontaine. La otra hija sería también actriz, Joan, aunque tomaría el apellido artístico de su madre. Y sería protagonista, a la par que su hermana mayor, de un filme emblemático, «Rebeca», dirigido por Hitchcock. Sin embargo, la relación entre ambas era pésima, tanto como para dejarse de hablar desde 1975. La rivalidad fue fomentada por la madre desde siempre y creció con fuerza. El mundo del cine fue testigo. La salud de Olivia niña era quebradiza y se hacía necesario buscar un clima adecuado para la pequeña lejos de Tokio. Nada mejor que embarcarse rumbo a San Francisco para recalar finalmente en California, donde se criaron ambas hijas con su madre tras la separación de la pareja.

Establecieron, pues su residencia en Saratoga. Allí, Olivia de Havilland disfrutó de una niñez envuelta en las artes, con el ballet y el piano como banderas. Le gustaba leer y escribir, y su madre le había enseñado a fortalecer su dicción con incansables lecturas de Shakespeare. Todo hacía pensar que estaba llamada por el camino de la creación. Y así fue. Impuso su deseo al de su padrastro, el segundo marido de su madre, que la obligó a elegir entre las funciones colegiales o salir por la puerta de casa. Ella, tozuda, optó por hacer la maleta y mudarse a casa de un amigo de la familia. Había nacido, dijo en alguna ocasión, para la interpretación, extremo que no le pasó desapercibido al director Max Reinhardt cuando la vio en escena en una representación en California.

Aquella joven de 18 años le había dejado impresionado tanto como para persuadirla de que firmara un contrato con la productora Warner Bros. Ella no estaba segura, pues no deseaba abandonar su carrera como profesora de inglés, pero las condiciones eran tentadoras: 200 dólares a la semana de los de 1934 y un contrato de cinco años. Había nacido una estrella que andando el tiempo sería capaz de enfrentarse con el peso de la ley a los grandes estudios y salir victoriosa. La cita fue ante la Corte Suprema de California y se dirimió a mediados de los años cuarenta. Y ganó. Un sistema que, según las estrella de la época, se asemejaba a una cárcel, «la más lujosa del mundo», aseguraba la propia actriz, un modo de trabajo durísimo que penalizaba y castigaba a los actores por un retraso en el set de rodaje, por ejemplo, o por rechazar un papel para el que no se encontraban capacitados. «La Ley de Havilland», como se la conoce, sentó jurisprudencia.

Todo por Melania Hamilton

Su pareja en aquellos primeros años de carrera fue el apuesto Errol Flynn, que perdía la cabeza por ella, con el que compartió siete películas, entre ellas, «Robin de los bosques» (1938). Para quienes la acusaban de cierta frialdad delante y detrás de las cámaras tenía la frase perfecta: «No soy fría. Es mi sangre británica», solía decir. Se dio la circunstancia de que en la década de los cuarenta, con una carrera ya consolidada, le ofrecieron el papel de Melania Hamilton en «Lo que el viento se llevó» (1939), que para poder interpretar hubo de pedir permiso al jefe de su estudio para trabajar a las órdenes de Selznick.

Los papeles interpretados hasta ese momento eran de chica que se enamora de chico y vive por él, demasiado repetitivos; «sin embargo, Melania ha de afrontar una guerra terrible, tiene hijos y muere. Era un personaje completo que pasaba por todo tipo de experiencias, absolutamente fascinante y que yo deseaba hacer por encima de cualquier impedimento», narraba. Y lo hizo. No obtuvo el Oscar como recompensa, que fue para Hattie McDaniel. La década antedicha fue la que le dio los mejores papeles de su carrera y la que le proporcionó las dos estuillas por «La vida íntima de Julia Norris» (1946), y «La heredera» (1949). En la década siguiente no trabajaría con la misma intensidad, aunque cabe destacar «Canción de cuna para un cadáver» (1964), dirigida por Robert Aldrich. Como curiosidad, en 1955 encarnó a la princesa de Éboli en un filme dirigido por Terence Young.

Vida personal discreta y alejada de los focos

Alejada de los focos desde los años 60, se mudó a París y había realizado alguna aparición esporádica para recibir algún premio o reconocimiento.

Respecto a su vida personal, fue una persona discreta. Se casó dos veces, primero con el escritor Marcus Goodrich, con quien tuvo un hijo. Después se divorció y se casó con el periodista Pierre Galante, con quien tuvo una hija. Sobre su posible relación con Errol Flynn, conocido por sus romances con sus compañeras de reparto, nunca lo desmintió.

En 2010 fue nombrada Caballero de la Legión de Honor por el Gobierno francés y en 2017 fue nombrada Dama del Imperio Británico por la reina Isabel II.

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