La infanta Gorriona
María Teresa de Borbón y Austria fue una mujer alegre que despertó gran simpatía entre propios y extraños por su modestia sin límites
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María Teresa de Borbón y Austria (1882-1912), hija del rey Alfonso XII y hermana de Alfonso XIII, era muy consciente de que, entre sus encantos, no figuraba precisamente la belleza física, suplida con creces por la belleza espiritual: una desbordante simpatía, modestia sin límites y preocupación por los demás. Sobre la fundadora de la Corte de Honor de Santa María la Real de la Almudena, Luis María Anson se deshacía en halagos: «Era alta y rubia –describía el académico a María Teresa–, de porte distinguido y, lo que es más importante: una mujer muy inteligente, culta y razonadora, con los pies siempre puestos en la realidad. Y, sobre todo, fue una infanta extraordinariamente bondadosa, que sentía el dolor de los demás y volcó su vida en atender a los desfavorecidos y en hacer felices a los que la rodeaban».
Pudieron motejarla sin exceso «Doña Virtudes», como a su madre, a quien su tío segundo el emperador Francisco José nombró abadesa de las damas nobles de Santa Teresa, en Praga. Pero al final se quedó con el cariñoso apelativo de su hermano el rey Alfonso XIII, a quien le gustaba llamarla «mi Gorriona» en la intimidad. ¿Tal vez el mote obedeciera a su mirada y nariz aguileñas, rematadas por unos labios desdibujados, entre austeros y desdeñosos, junto al inconfundible prognatismo de los Habsburgo?
Sabemos con certeza, eso sí, que la «Gorriona» era una mujer alegre que despertaba gran simpatía entre propios y extraños, razón por la cual su hermano eligió para ella tan curioso remoquete. La quería con locura y confiaba ciegamente en ella, hasta el punto de enviarla en representación suya a numerosos viajes seguro de su discreción, amabilidad y sentido del deber. Una embajadora de lujo a caballo entre dos siglos.
Tardes de lectura
Una tarde lluviosa, según recordaba la infanta Paz, su sobrina María Teresa propuso que leyeran juntas «La leyenda del Cid». María Teresa estaba sentada en una sillita baja, junto a una ventana de la Punta del Diamante de palacio, con la cabeza inclinada sobre el libro y, al fondo, la panorámica de Madrid y las montañas del Guadarrama. Las acompañaba Fernando, el primogénito de Paz, dos años menor que María Teresa. Sentado en un rinconcito alejado de la ventana, Fernando escuchaba en silencio la lectura sin dejar de contemplar el apacible semblante de la infanta.
Fernando –Nando a secas, en familia– era un hombre apuesto: alto, rubio y de ojos azules. Pero su carácter frío y germánico, amén de su justa inteligencia, no hacía sombra si quiera al irresistible atractivo que desprendía la forma de ser de María Teresa. Cuando ésta alcanzó el momento crucial del relato en que el rey mandaba llamar a don Rodrigo Díaz de Vivar para que saliese a cabalgar y allanase los obstáculos que se oponían a la boda de Jimena, María Teresa leyó con voz suave: «Y al ir a montar los dos el padre preguntó y dijo: “¡Qué os parece?”. Y aquél dijo: “Hijo, que estaba de Dios”».
Al escuchar estas palabras, Paz se sobresaltó: «Pensé –recordaba ella– que estaba de Dios... y repetía mi corazón: ¡Y así era! ¡Estaba de Dios!...». María Teresa cerró el libro y se lo dio a Paz, diciéndole escuetamente: «Tía, llévatelo». «Pero yo comprendí –añadía Paz– que era mucho más lo que quería decirme». Más tarde, la propia Paz reconocería para la posteridad: «Yo soñé mucho, pero todo cuanto pude soñar para mi hijo Fernando no llega a lo que Dios me ha dado: María Teresa». El 24 de enero de 1904, poco antes de regresar a Nymphenburg, el príncipe Adalberto reveló lo que ya ardía como un volcán en el corazón de su hermano Fernando, de 20 años: «Desayunaban mis padres cuando he aquí que penetra mi hermano y, con rostro serio, declaró que necesitaba hablar con ellos. Estaba enamorado de María Teresa y quería casarse con ella. Fue tal el asombro de mi padre, que dejó caer la cucharilla en la taza, y mi madre preguntó si había hablado con ella respecto del particular. “Sí, ayer, después de la comida en honor de la fiesta onomástica del Rey”, contestó».
Los tambores de boda no tardaron en redoblar. El matrimonio tuvo cuatro hijos: Luis Alfonso, nacido el 12 de diciembre de 1906; José Eugenio, el 26 de mayo de 1908; Mercedes, el 3 de octubre de 1911; y Pilar, el 15 de septiembre de 1912. Todos ellos eran primos de Don Juan de Borbón y, por consiguiente, tíos segundos del Rey Emérito Juan Carlos.