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Un príncipe destronado

Lluís Homar, un actor entre espadas, en esta obra de Calderón de la Barca
Lluís Homar, un actor entre espadas, en esta obra de Calderón de la BarcaTeatro de la comediaTeatro de la comedia

Obra: El príncipe constante. Autoría: Calderón de la Barca. Dirección: Xavier Albertí. Intérpretes: Lluís Homar, Arturo Querejeta, Jose Juan Rodríguez, Beatriz Argüello, Rafa Castejón, Egoitz Sánchez… Teatro de la Comedia. Desde el 17 de febrero hasta el 10 de abril de 2021.

Algo se me debe de estar escapando en relación al objetivo de esta rarísima propuesta de Xavier Albertí si tenemos en cuenta el bagaje y los conocimientos del director. La verdad es que la función resulta tanto más extraña cuanto mayor parece el intento por destacar, prescindiendo de todo lo demás, el texto puro y duro. Solo así cabe entender la gélida rigidez que preside de principio a fin el lenguaje físico y gestual de todos los actores, y que menoscaba inevitablemente no solo el ritmo de la acción, sino también el propio sentido de lo que está ocurriendo en escena. Dicho de otro modo, hay una falta de correspondencia absoluta entre lo que los personajes expresan y lo que reflejan. Es curioso, cuando menos, estar oyendo hablar de desdicha, pesar y tristeza a hombres y mujeres que, desde el patio de butacas, se confunden con inanimados bloques de hormigón. Ciertamente, no hay quien vea la pena que dicen sentir por ningún lado. En la dirección de actores, se ha apostado casi exclusivamente, o a al menos así lo parece, por remarcar de manera innecesaria la música interna del verso, en lugar de propiciar que esa música, ya inherente, pueda llevar en volandas los sentimientos y los conceptos por donde impone la trama. De tal modo que los intérpretes –buenísimos muchos de ellos y, por tanto, mal aprovechados– están aquí constreñidos a una monocorde cantinela que únicamente sirve para distraer al espectador del verdadero fondo de la historia.

Como consecuencia de ello, la gente se ríe, sin ton ni son, cuando atisba de pronto el sentido de algún verso suelto –porque ha sonado más sentencioso o contundente–, ¡a pesar de que el contexto en que ha sido pronunciado sea en realidad trágico! La inevitable abulia que se instala entre el respetable crece más, si cabe, en algunas escenas que son más narrativas y que, inexplicablemente, como si hubiéramos retrocedido a una representación de otra época, han sido concebidas con el actor o actriz, totalmente inmóvil, largando su interminable tirada de versos mientras mira a lontananza desde el proscenio. Para colmo, las únicas acciones señaladas en toda la función, y que se cuentan con los dedos de una mano, interfieren de manera especialmente grave en la propia naturaleza de las escenas o de los personajes. En el primer caso, llama mucho la atención, por ejemplo, que la gente se ría viendo al actor Lluís Homar comiéndose un papel durante medio minuto en un momento fatídico en que el protagonista, precisamente, está dictando cuál va a ser su aciago destino. En cuanto al segundo caso, el hecho de que el infante don Enrique se caiga torpemente al suelo al tocar tierra sirve más para mostrar a un tontorrón asustadizo que, en realidad, al antihéroe romántico y escéptico que se supone que es.