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¿Quién fue el primer Príncipe de Asturias?

Enrique III «el Doliente» de Castilla dio origen a un título que no se inició con los Borbones
LA RAZONLA RAZON

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FECHA: 1388 El rey Juan I, padre del futuro Enrique III, nombró a éste príncipe de Asturias con tan sólo nueve años, erigiéndole así en el primero de todos.
LUGAR: CASTILLA Juan I creó el título para distinguir al primogénito de sus hermanos menores, al igual que los reyes de Inglaterra con sus sucesores los príncipes de Gales.
ANÉCDOTA: El primogénito del rey Alfonso XIII, designado príncipe de Asturias, no pudo librarse de la peste sanguínea de la hemofilia que le llevó finalmente a la tumba.
Al contrario de lo que muchos creen, el título de Príncipe de Asturias no fue un invento de los Borbones. El primero en la extensa relación de príncipes de Asturias de la Historia fue precisamente Enrique de Trastámara, futuro Enrique III «el Doliente» de Castilla, que reinó desde 1390 hasta 1406. El padre de éste, Juan I, rey de Castilla y León entre 1379 y 1390, había creado el mencionado título para distinguir al primogénito de sus hermanos menores, a imagen y semejanza de los primogénitos de los reyes de Inglaterra que recibían el título de príncipe de Gales, como advertía el conde de Colombi. Juan I descendía de Enrique de Trastámara, hermano bastardo de Pedro I «el Cruel», al que había dado muerte en Montiel y ocupado su trono con el nombre de Enrique II «el de las Mercedes» por los favores y privilegios concedidos durante su reinado.
En 1388, en virtud del Tratado de Bayona, don Enrique (futuro Enrique III) se desposó con Catalina de Lancaster, hija de Juan de Gante, duque de Lancaster, y de Constanza de Castilla, hija del depuesto Pedro I «el Cruel». Su padre Juan I acordó entonces que Enrique, de tan sólo nueve años, tomase el nuevo título, convirtiéndose así, como decimos, en el primer príncipe de Asturias de todas las dinastías.
Previamente, Juan I hizo erigir un trono en el que después de vestir a Enrique con manto real, le sentó y le cubrió la cabeza con un sombrero, entregándole una vara de oro y dándole un beso de paz en el rostro al tiempo que le apellidaba, en presencia de toda la corte, Príncipe de Asturias de Oviedo. Se daba la curiosa circunstancia de que Catalina de Lancaster, abuela de Isabel la Católica, era británica; igual que Leonor de Inglaterra, madre de Berenguela «la Grande», y que Victoria Eugenia de Battenberg, nieta de la reina Victoria de Inglaterra.
Precisamente Victoria Eugenia, esposa de Alfonso XIII, reservó la cuna para su rubio angelito desde que supo que estaba embarazada. Era la misma que había servido ya a su abuelo, el rey Alfonso XII. Su base estaba formada por cuatro columnas corintias, que sostenían la cama; la parte superior constaba de otras dos columnas análogas que sujetaban la corona real. Los juegos de cama habían sido confeccionados en los talleres de la Inclusa. De la casa Walewijk Lacloche procedían varios faldones y un «moisés».
El 7 de noviembre de 1906, Victoria Eugenia había escrito una carta a su prima la princesa de Gales, anunciándole su estado de buena esperanza: «Quizás mamá [la princesa Beatriz] te haya dicho que estoy encinta y, por lo tanto, no puedo disfrutar tanto de la vida como antes». Los médicos aconsejaron a la reina, embarazada, que no viajase en automóvil para evitarle náuseas y vómitos, y que en su lugar lo hiciese en carruaje. El 8 de abril de 1907, los reyes de Inglaterra Eduardo VII y Alejandra arribaron al puerto de Cartagena en su yate «Victoria & Albert». El avanzado estado de gestación de Victoria Eugenia hizo que fuera a recibirles en su lugar la reina María Cristina, acompañada de su hijo Alfonso XIII. La víspera del alumbramiento, Ena había hecho vida ordinaria. Gran parte de la noche la pasó jugando al bridge con su familia. A las once se retiró a descansar, sin percibir señal alguna del parto inminente. Pero horas después, el doctor Manuel Ledesma, médico de cámara, anunció el regio natalicio al mayordomo mayor de Palacio, duque de Sotomayor, quien a su vez se lo comunicó al presidente del gobierno, Antonio Maura. Curiosamente, el propio Ledesma había anunciado también, veintiún años atrás, el nacimiento de Alfonso XIII.
La madrugada del 10 de mayo, la reina advirtió los síntomas del parto. Ena yacía sobre uno de los dos lechos de un solo cuerpo, de bronce dorado a fuego. Antes de los primeros dolores, la reina y su esposo habían orado en un severo reclinatorio al pie de dos soberbios mosaicos, regalo del Papa León XIII al rey Alfonso XIII, que representaban los Sagrados Corazones de Jesús y de María, obra de los talleres vaticanos. El Sumo Pontífice había apadrinado al monarca en su bautizo. En la Real Capilla, ante el Santísimo, se entonaban también preces para que la reina y su criatura saliesen airosos del trance. Pero el príncipe de Asturias no pudo librarse de la peste sanguínea de la hemofilia que le llevaría finalmente a la tumba, como a otros miembros de su dinastía.

EUFÓRICO NATALICIO

La noticia del regio alumbramiento del príncipe Alfonso de Borbón y Battenberg se recibió con entusiasmo en cada rincón de España. En Barcelona se izó la bandera nacional en la fortaleza de Montjuich, desde donde se dispararon veintiún cañonazos en honor del nuevo heredero de la Corona; las mismas salvas detonó el crucero Príncipe de Asturias, el cual empavesó la arboladura. En Zaragoza, el Ayuntamiento organizó una comparsa de gigantes y cabezudos que recorrió las calles durante tres días. Hubo también fuegos artificiales, conciertos corales y funciones de gala en el teatro Principal, mientras en las iglesias no cesaron de repicar las campanas y en todos los edificios públicos, engalanados para la ocasión, lucieron las enseñas nacionales. La buena nueva traspasó incluso las fronteras. En Roma, nada más conocerse la feliz noticia el Papa dijo a los secretarios con quienes despachaba entonces: «Todo ha salido bien. Alabado sea el Todopoderoso», aseguraba.