Sección patrocinada por sección patrocinada

Historia

Saladino, paladín del Islam, espejo de caballeros para los cristianos

Jonathan Phillips firma una interesante biografía sobre una figura que dio nombre a un destructor inglés de la Gran Guerra y a un carro de combate en los años sesenta; y que en la Castilla del siglo XIV se le consideró cortés y ejemplo del buen gobernante

Representación de Gustavo Doré de Saladino victorioso
Representación de Gustavo Doré de Saladino victoriosowikipediaWikipedia Commons

«Se suele presentar a Saladino como el hombre que unió a los pueblos de la región (el próximo Oriente) alrededor de una causa común, cuando lo cierto es que las turbulentas condiciones de la época apenas permitían una idea limitada de unidad o propósito compartido. (...) El logro más extraordinario de Saladino fue crear semejante coalición de la nada, mantener bajo control el abanico de intereses y prioridades de los distintos grupos a los que había conseguido aunar y conducirlos a la victoria en Jerusalén en 1187», escribe Jonathan Phillips en su última obra, «Vida y leyenda del sultán Saladino», editado por Ático de los libros.

Hemos abierto un libro interesante. La biografía de un personaje tan especial que no sólo constituye un paradigma de caudillo y gobernante entre los árabes, sino un espejo de caballero entre los cristianos. Los ingleses –recuerda Jonathan Phillips– bautizaron «HMS Saladin» a uno de sus destructores durante la Gran Guerra y también denominaron «Saladin» a uno de sus modelos de carro de combate en los años sesenta; y en la Castilla del siglo XIV, el «Libro del conde Lucanor»le considera cortés, caballeroso y ejemplo del buen gobernante. Este es uno de las facetas originales y relevantes del libro, que dedica una parte sustantiva a la vigencia de su figura, al cabo de ocho siglos, en la literatura, la iconografía, el cine o el teatro y a la adopción como ejemplo del libertador por parte del nacionalismo árabe y de los luchadores por la independencia en los siglos XIX y XX.

El camino hacia el poder

Salah ad-Din Yusuf Ibn Ayub, hijo del gobernador de Tikrit, de ascendencia kurda, nació en 1137; sobre su infancia y pubertad se han escrito maravillas (precocidad, inteligencia, cultura, valor...) que la investigación ha rechazado como mero adorno porque nada sabemos sobre ello. Se supone que tendría la educación esmerada del hijo de un importante funcionario y que viviría la convulsa situación del Próximo Oriente en la primera mitad del siglo XII entre los diversos príncipes musulmanes complicada por el incremento del poder turco selyúcida en la región y el establecimiento de los francos en el reino de Jerusalén (a partir de 1099). Su familia tuvo que abandonar Tikrit en un momento indeterminado de su niñez y refugiarse en Mosul, a la sombra de un monarca amigo, en cuya corte prosperaron y en cuyo ejército hizo fortuna Saladino al que encontramos, próximo a los 30 años, mandando una de las alas del ejército sirio combatiendo contra los cruzados o contra una de las facciones del poder fatimita egipcio.

Una carambola favoreció su ambición y le encumbró en el poder: falleció su tío, gobernador de Egipto y Saladino le sucedió en el cargo. A los 37 años, desvinculándose de Nuredin, señor de Siria, se alzó con el sultanato de Egipto y poco después, con el de Siria. Durante la siguiente década redondeó sus conquistas, ganó voluntades, resolvió problemas y enemistades y logró una notable unificación de criterio entre los gobernantes de los diversos reinos del Próximo Oriente, tanto en lo religioso (imponiendo el sunismo y terminando con el poder chiita en Egipto) como en lo político (logrando un notable seguimiento de sus empresas expansionistas) Pero quedaba una espina: el poder cruzado, con el que tuvo diversos choques y no siempre victoriosos, por lo que, mientras fortalecía su poder y ampliaba sus intereses en Mesopotamia, llegó a una tregua con el reino cristiano de Jerusalén.

Frisaba el caudillo los cincuenta años cuando uno de los señores francos, Reinaldo de Chatillon –el felón de la película «El Reino de los Cielos», de Ridley Scott, 2005, que recrea entre la historia y la leyenda este episodio– rompió la tregua apoderándose de una caravana y desatando la guerra que culminaría en la determinante victoria árabe de los Cuernos de Hattin (1187), donde una torpe conducción del ejército cristiano entregó a Saladino el reino de Jerusalén. Con fuerzas muy escasas y un «sálvese quien pueda» de gran parte de los francos de los señoríos periféricos, el casi inerme reino de Jerusalén perdió una plaza tras otra (Acre, Sidón, Beirut, Ascalón, Gaza, Hebrón, Nazaret...) y, reducido a la Ciudad Santa, capituló el 2 de octubre de 1187.

Ocupada Jerusalén, Saladino impidió saqueos y destrucciones y «establecido con claridad el tenor de la conquista, pasó a exhibir su misericordia –especialmente hacia las mujeres– por la que se haría tan famoso (...)». El proceder de Saladino en Jerusalén suscitó gran admiración entre cristianos y musulmanes, que le proclamaron «espejo de Príncipes».

El epicentro de la obra es la Tercera cruzada (1187-1191), conocida como la «Cruzada de los Reyes» porque hasta Tierra Santa llegaron con sus mesnadas –con ciertas diferencias temporales y ninguna unidad ni plan común– Ricardo I de Inglaterra, Felipe II de Francia y Leopoldo de Austria. Pese a sus desavenencias rindieron Acre, pero, al parecer, la conducta prepotente de Ricardo provocó que Felipe y Leopoldo dieran por terminada la cruzada en 1191.

Dos reyes y una tierra

El origen británico de Jonathan Phillips quizá haya influido en que el año que Ricardo Corazón de León prolongó su estancia en Tierra Santa y su confrontación con Saladino tengan especial relieve o, acaso, se deba a la muy especial personalidad de ambos protagonistas. El caso es que no parece que llegaran a conocerse y, desde luego, nunca mantuvieron un duelo singular como pretende una miniatura de la época en la que el monarca inglés derriba al sultán. Sin embargo sostuvieron una confrontación militar continua entre el verano de 1191 (toma de Acre) y el abandono de Palestina por Ricardo en septiembre de 1192. Desde Acre el ejército cristiano descendió hacia el sur y batió al musulmán en Arsuf, abriéndole el camino de Jaffa; Ricardo se estableció allí mientras Saladino lo hacía en Ramallah y, dando periódicos descansos a las armas, sostuvieron una negociación caballerescamente tan vistosa como inútil.

En el verano de 1192, Ricardo había decidido retirarse: tenía problemas en Inglaterra (su hermano, Juan sin Tierra conspiraba para arrebatarle la corona), estaba escaso de dinero y sus tropas se consumían en la lucha sin poder cubrir las bajas. Saladino aceleró ese propósito asaltando Jaffa; pero Ricardo reaccionó y, pese a su inferioridad numérica, le batió y recuperó la ciudad. Era el momento apropiado para irse: victorioso una vez más y al límite de sus fuerzas. El 2 de septiembre de 1192 se firmó la paz, concediendo Saladino abrir Jerusalén a las peregrinaciones cristianas, mientras Ricardo reembarcaba hacia Europa sin haberla visitado: le avergonzaba hacerlo sin haberla conquistado.

UN DUELO EPISTOLAR CON RICARDO I
De la correspondencia que mantuvieron Ricardo I y Saladino tomamos dos cartas significativas de la biografía de Saladino del erudito kurdo Baha al-Din. A finales de 1191, el rey le dice al sultán: «Los musulmanes y los francos están acabados. La tierra ha sido arruinada por ambos bandos (...) Solo existen entre nosotros tres desacuerdos: Jerusalén es el centro de nuestro culto y nunca renunciaremos a él, aunque uno sólo quedara en pie. Sobre el territorio, deseamos que se nos ceda el situado al oeste del Jordán. En cuanto a la Santa Cruz, que para vosotros es tan solo un trozo de madera, tiene un valor inestimable para nosotros: que el sultán nos la devuelva (...)». Saladino le responde consciente de lo ventajoso de su situación. Sabía que, a la larga, ganaría la partida porque si Ricardo tomaba Jerusalén, quedaría aislado de su flota y sujeto a un asedio que terminaría con la entrega de la ciudad: «Jerusalén es tan nuestra como vuestra. Incluso es más sagrada que para vosotros porque desde ella nuestro profeta inició su milagroso “viaje nocturno” y su reunión con los ángeles. Ni imaginéis que vayamos a renunciar a ella (...) Respecto al territorio, era nuestro cuando vosotros la invadisteis y no lo habríais tomado de no haber mediado la debilidad musulmana; mientras dure esta guerra, no permita Alá que quitéis de allí ni una piedra (...) La destrucción de la Santa Cruz sería una gran ofensa a Dios, pero tenerla representa una ventaja y no la devolveremos salvo si el Islam consigue algún beneficio», cierra.