Franco clandestino: un libro revela la odisea para encontrar su polémica estatua ecuestre
Julia Schulz Dornburg encontró las esculturas ecuestres del dictador que se retiraron y obtuvo permiso para que le dejasen verlas y documentarlas
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Está Franco y a la vez no lo está. Sobrevive en la clandestinidad, apartado de las miradas, en aparcamientos municipales, almacenes apartados, una universidad abandonada, el jardín de un palacio, una base militar o una nave a la que nadie puede entrar y que está envuelta en el misterio que alienta su propia inaccesibilidad. Con la Ley de la Memoria Histórica se procedió a la retirada de las esculturas ecuestres del dictador que aún pervivían en el espacio público. Las distintas administraciones, a plena luz del día o de manera muy disimulada, como sucedió en Madrid (se retiró «en la noche del 16 al 17 de marzo de 2005, mientras en el Hotel Ritz algunos miembros del Gobierno y otros políticos celebraban un homenaje a Santiago Carrillo»), procedieron de manera inmediata a su desmontaje, pero sin que nadie previera entonces el problema que se avecinaba: ¿qué hacer ahora con esas estatuas? ¿Hay que guardarlas? En ese caso, ¿dónde? Y, en una nación con tantos estratos administrativos, ¿quién es el responsable ahora de ocuparse de ellas? ¿Y de su conservación? «En ese preciso momento surgieron estas preguntas recurrentes.
Existen muchos monumentos alegóricos, como las cruces dedicadas a los caídos, que están repartidas por el país y que todavía pueden contemplarse, y también permanecen otros ejemplos de emblemas o edificios que hoy están tuneados. La mayoría, si les quitas un símbolo o le haces una sencilla limpieza pasan desapercibidos y ya está. Tienes que saber mucha Historia para reparar en ellos debes detenerte a pensarlo. Pero, en cambio, al retrato de un dictador no hay manera de darle la vuelta. Es el que es y todos tienen una opinión cierta sobre el mismo», comenta Julia Schulz Dornburg, autora de «¿Dónde está Franco?», que publica la editorial Tres Hermanas, un libro donde cuenta sus aventuras para averiguar qué ha sido de este conjunto de efigies y tratar de visitarlas, un asunto que en ocasiones resultó imposible y que dio paso a situaciones surrealistas.
Su inquietud nació de un suceso casual. Participó en la exposición «Franco, Victoria, República. Impunidad y espacio urbano» que se inauguró en Barcelona durante 2016 y que todavía es recordada por los vídeos y las imágenes que dejaría. Se colocó en la plaza del Born y consistía en la instalación de tres figuras relacionadas con Franco. Una de ellas era una estatua ecuestre que había sido decapitada en un momento anterior sin que nadie sepa cuándo y por quién (se supone que la cabeza se la llevaron como trofeo). La muestra, como tantas veces ocurre en nuestro país, terminó politizada, y la figura acabó tirada en el suelo, pintada, rota y con una estelada por encima, después de que le hubieran arrojado huevos y colocado una muñeca inflable. Aunque conocía la controversia de su iniciativa, nadie imaginaba este «exorcismo» público que, para la autora, deja en evidencia un asunto: lo vivo que todavía estaba nuestro pasado en la memoria popular.
Para ella, sin embargo, había en aquella reacción algo más, un detalle crucial que las cámaras de televisión, los periodistas y los tuiteros habían pasado por alto: «Solo salió mal parado el retrato de Franco. Únicamente se dirigió la rabia contra él, pero, en cambio, no contra la silueta que representaba la Victoria, que él ordenó construir y que en realidad tenía más sentido atacar en ese ámbito porque representaba la caída de Barcelona y la instauración de la dictadura en la ciudad. Pero no tuvo problemas y salió ilesa. Fue Franco el que acaparó la ira. Su pongo que lanzar pintura contra esta pieza puede resultar más liberador para quien lo haga».
Mapa de fracasos
Esta reacción le hizo interrogarse por el destino que habían corrido estas obras que antes podían contemplarse en encrucijadas, plazas y calles. ¿Qué había sido de ellas? ¿Dónde se encontraban? ¿En qué estado? Inició un trabajo documental fotográfico para dar testimonio y contar a dónde habían ido a parar. «Las huellas que seguí para acceder a ellas se convirtió en un camino de fracasos. Un mapa de obstrucción», comenta Julia Schulz Dornburg al evocar esas semanas.
El resultado de sus pesquisas fue este libro ambiguo, con el inicial sabor del fracaso, al no poder tomar instantáneas de todas las piezas que todavía existen, pero, al mismo tiempo, de la gratitud de haber convertido su recorrido en una acertada radiografía de nuestra relación con ese pasado inmediato. «Hay esculturas que han perdido la cabeza, otras que están en parques... existen de todo tipo. Unas están resguardadas por lonas, otras permanecen encerradas en cajas metálicas.... son como escondites clandestinos. Algo que me parece una adecuada metáfora de lo que sucede. Lo que se ve es una recurrente estrategia de ocultar más que solucionar, pero esto no se resuelve tapando. Debería poderse discutir. No es fácil, aunque hay que avanzar, determinar si este esos son los espacios y contextos que realmente les pertenece, o, si, por el contrario, habría que exponerlas en un museo o en un espacio musealizado y adecuado que las contextualice; si hay que olvidarlas o si hay que fundirlas. Hay que encontrar una vía propia como han hecho otros países», explica.
A lo largo de su periplo, Julia Schulz Dornburg se topó con toda clase de situaciones, algunas gratas, que recuerda con una sonrisa, y otras que rozaban el absurdo. En Zaragoza le denegaron la posibilidad de sacar fotos a la escultura de Franco. Lo intentó por cauces oficiales, pero la única respuesta fue una evasiva o la negativa absoluta. Al final, la casualidad se alió con ella, salió a rescatarla y logró, mediante un guardia compasivo, acceder al lugar. «Ese día había visitas, mucho movimiento, y los responsables de seguridad tenían más cosas en las que pensar. Así que me dejaron entrar en un patio». Fue un momento cargado de adrenalina, emoción y prisas. Disponía de pocos minutos. En un rincón, bajo una lona, rodeado de diferentes piedras, encontró lo que buscaba. Sacó dos instantáneas furtivas. Tenía el premio. Había cazado una. Muy distinta fue su experiencia en Valencia. La escultura había ido a parar a una base militar. Esperaba lo peor. Sin embargo, los militares mostraron sus ganas de cooperar desde el principio, la ayudaron y colaboraron. Incluso asistieron al desembalaje (se conserva envuelto en una tela y dentro de una caja metálica), le dieron conversación y hasta la invitaron a almorzar después de sacar las imágenes. Cuando acudió a Melilla, donde queda otra escultura, necesitó el permiso de la Legión. También pensó que no iba a conseguirlo y se encontró con la sorpresa: de nuevo, los militares no suponían ningún obstáculo (en El Ferrol no fue igual). En cambio, la Fundación que la custodiaba, después de llamadas y cruzar varios emails, decidieron denegarle la petición y, por si no había quedado clara su respuesta, hasta le mandaron un abogado. Para que no quedaran dudas.
En Santander descubrió que estaba como «un bulto más en un almacén municipal de la capital cántabra». A su alrededor había vehículos para mantenimiento del alumbrado, reparación de baches y aceras, y objetos relacionados con la limpieza la ciudad. Presentaba la misma tristeza que esos objetos de los que nadie se acuerda y que con el tiempo nadie percibe que existen y van perdiendo su sentido. El batacazo se lo llevó en Madrid. Insistió, pero la administración se convirtió en un muro infranqueable. Julia Schulz Dornburg comprendió muy bien que la burocracia, en ocasiones, es un laberinto diseñado para que las peticiones incómodas se pierdan y los solicitantes desistan. «Nunca llegué a verla ni a comprobar nada, aunque no resultó tan kafkiano como lo de Melilla, que al principio me mandaron incluso unas películas que enseñaban cómo habían montado la estatua y al final me enviaron otro abogado».
Schulz Dornburg explica que estas obras son «grandes bronces, resistentes, de algunas solo puedo sospechar cómo están porque no he podido visitarlas, pero en general están bien físicamente y cuidadas. El asunto más relevante es que nadie es dueño de esto, nadie saber qué hacer con ellas, y, la conclusión que sacan muchos es que si no se pueden ver, casi mejor. Toda esta ambigüedad es interesante y está presente en este trabajo».