Sale una nueva biografía de Hugo Pratt, el autor de Corto Maltés
Thierry Thomas evoca la figura del dibujante en «La aventura soñada», Premio Goncourt de Biografía, una semblanza donde apunta los hitos cruciales de su vida y subraya la importancia de su obra gráfica y de su carismático marino. Coincide con “Océano negro”, un cómic que trae a su personaje al siglo XXI
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Nació en Rímini, no en Venecia, su nombre era Ugo Prat, pero adoptó el seudónimo de «Hugo Pratt», que es de mayor elegancia y abrigo, y fue el creador de un héroe sin fecha de caducidad y con un ADN de marcado carisma: Corto Maltés. Este personaje, hijo de una gitana sevillana y un navegante de Cornualles natural de La Valeta, capital de Malta, debe su apellido al filme «El halcón maltés» y su patronímico a la palabra española «corto», en su acepción de «atajo». Aventurero, viajero, defensor de causas perdidas, marino de profesión, pirata en ocasiones o cuando la situación obliga, al comprender un día que había venido al mundo sin la línea de la fortuna dibujada en la mano tomó un cuchillo, se sajó la palma y la dibujó. Y en eso, criatura y creador comparten una escalofriante similitud y nos hacen entrever con claridad las intersecciones y concomitancias que existen entre la realidad y la ficción.
La vida de Hugo Pratt abarca la de siete personas corrientes y es más propia de un protagonista de viñeta que de un hombre hecho de carne y hueso. Vivió el fascismo, la Segunda Guerra Mundial, la posguerra, el amanecer de la democracia, la Guerra Fría, la caída del Muro de Berlín y la irrupción del liberalismo norteamericano de los noventa por cortesía de los Clinton. Se crio en Venecia, vivió en la Etiopía ocupada por Mussolini, trabajó en Argentina, regresó a su añorada Italia y acabó sus días en Grandvaux, Suiza, donde una escultura homenajea hoy la estatura de su genialidad.
El poder de la seducción
Thierry Thomas lo evoca en «La aventura soñada» (Siruela), Premio Goncourt de biografía. Todavía lo recuerda asomado a la ventana de su piso, en Malamocco, barrio de la isla del Lido, magnífico en su «Savoir vivre», con la desmesurada «terribilità» de los creadores, el cabello canoso que tanto le vestía la estampa y la envergadura elocuente de las personas que han llegado al mundo con la pretensión de disfrutarlo y, con el ideal de un Leonardo da Vinci, amoldarlo a sus medidas humanas. El autor traza la semblanza de un hombre de imbatible energía y decantados saberes inclinado a la simpatía, «que se acostaba a las tantas y se levantaba temprano», que le encantaba ejercer el poder de la seducción y poseía una conversación sin fin que aderezaba con un repertorio de historias, leyendas, mitos, anécdotas e hitos vividos o ajustados a su audiencia. Le gustaban las fiestas y «el último acto de las veladas era invariablemente el más largo: Hugo a la guitarra interpretando a personajes inventados sobre la marcha o pulidos durante semanas: un carcelero desquiciado por un mexicano que vocifera “La cucaracha” dando zapatazos sobre un suelo de guijarros; un gorila interpelado por las sutilezas de la gramática; el soldado Pollo y su uso del talco... Tras el desfile burlesco tocaba una balada irlandesa, de las remotas islas del viento. Cuando cantaba, la voz de Hugo alcanzaba un grado sorprendente de tristeza, de soledad. Nadie sabía de dónde surgía aquella voz. ¿De África y su padre? ¿De Argentina y Gisela Dester? ¿De su infancia dorada, cuando visitaba el gueto de Venecia?», comenta el escritor.
Thierry, que se ha planteado estas páginas con el anhelo de sacar a la luz el «Rosebud» que existe detrás de Hugo Pratt, subraya episodios determinantes de su vida, como la muerte del padre, que fue destinado a Etiopía durante la contienda de 1939. Él y su madre fueron evacuados en 1943, pero su progenitor no tuvo la misma suerte y fue capturado por los franceses. Fallecería un año después en un campo de prisioneros en Harrar. Más tarde, en un viaje, localizó su tumba. De esta larga y dura experiencia, según se comenta, saldría uno de sus cómics más conocidos: «Los escorpiones del desierto», una serie protagonizada por militares británicos y ambientada en las arenas del norte de África durante ese conflicto bélico.
Su abominación del fascismo proviene de esa época. Y su rechazo del «dannunzianismo», de la negra sombra de su abuelo materno, Eugenio Genero, «creador del primer fascio en Venecia, es decir, el instigador del fascismo en la ciudad». «Sabía cómo se vuelve uno fascista, a costa de qué anulación de uno mismo. Si bien Hugo admitía sin dificultad que su padre había podido equivocarse como tantos otros de sus compatriotas y “marchar sobre Roma” del lado del Duce, le espantaban el histrionismo de los camisas negras, esa panoplia de actitudes bravuconas con que se adornaban». Pratt cultivó un alma independiente que no avanzaba bajo ningún palio ideológico y se apartó de los individuos que prefieren «someterse a una forma de poder, la que sea, con tal de no tener que decidir sobre su propia existencia». Hugo Pratt, desde la infancia, sentiría una inclinación instintiva hacia la libertad, por hombres sin corsés y con la ambivalencia propia de lo humano. Quizá por eso su adaptación de «La isla del tesoro» de Robert Louis Stevenson, con un Long John Silver de moral ambigua, y su atracción por la libertad aérea y filosófica de Antoine Saint-Exupéry, a quien le dedicaría un álbum melancólico.
El silencio y las miradas
Pero la eternidad le reservaba un carácter de horizontes más amplios: Corto Maltés, que condensaba su conocimiento y lecciones como dibujante. Abogó por una viñeta esencial, con movimiento, en donde estaba implícita el recuadro posterior y el anterior. Cada una debía suponer el momento álgido de una acción y, como un mago del suspense, sabía introducir en estas planchas el silencio y las miradas que tanto cuentan, igual que un Sergio Leone. Cuando le preguntaban qué diferencia existe entre un dibujo y un trazo, él respondía con celeridad: «La inteligencia, creo. El trazo es aquello en que se convierte el dibujo cuando interviene el pensamiento». Pero existe otro elemento: «Si hay un antes y un después de Corto en la historia del cómic es principalmente por su autor. Al ser responsable de los guiones, se convirtió en dueño absoluto de sus ritmos. Con el tiempo que trabaja en esas aventuras, el tebeo se abre a la interioridad; y nosotros, sus lectores, a esa experiencia de tiempo», dice Thierry Thomas.
Asimismo, Pratt desprecia la distancia entre alta cultura y la cultura popular y las fusiona. «Demuestra que el tebeo es capaz de sugerir la profundidad de los paisajes y de la ambigüedad del ser, a diferencia de unas pinturas intelectuales y hábiles que solo pretenden ver en los cómics una superficialidad brillante». Y define a Corto como «un héroe pensativo» capaz de arrastrar al lector a la reflexión y constituido por la biblioteca completa de las erudiciones culturales y civilizatorias de su creador. Por eso Umberto Eco solía decir: «Cuando quiero relajarme, leo un ensayo de Engels; si quiero una lectura más comprometida, leo a Corto Maltés».