Sección patrocinada por sección patrocinada

Historia

El genocidio «de clase» que silenció Lenin

El historiador Antony Beevor publica «Rusia. Revolución y guerra civil, 1917-1921», donde explica cómo el dirigente comunista nunca reveló las persecuciones que dirigiría contra sus opositores y que, para que él alcanzara el poder absoluto, resultaba necesario desencadenar una sangrienta guerra civil

Lenin en la Plaza Sverdlov de Moscú habla a las unidades del Ejército Rojo antes de partir hacia la guerra civil
Lenin en la Plaza Sverdlov de Moscú habla a las unidades del Ejército Rojo antes de partir hacia la guerra civilLa RazónLa Razón

Antony Beevor publica «Rusia. Revolución y guerra civil, 1917,1921» (Crítica), un profundo estudio sobre los detonantes, consecuencias y los protagonistas involucrados en los acontecimientos que jalonaron este suceso clave del siglo XX, y parece que desde el principio el historiador británico mantiene una idea bastante precisa de quién era Lenin: «Sus discursos públicos se centraron en objetos de odio, en las personas a la que podía etiquetar de parásitos, como por ejemplo los banqueros, los jefes de las fábricas, los políticos y militares belicistas, los terratenientes. En este momento no atacó a ninguna otra de las categorías humanas a las que luego los bolcheviques sí persiguieron de hecho». Una imagen, desde luego, nada benevolente que apuntala con otro comentario para asegurarse de que alrededor del líder bolchevique no puede quedar la sombra de ninguna duda: «Estaba convencido de que para hacerse con el poder absoluto habría que pasar por una guerra civil, aunque procuraba guardar silencio sobre el genocidio de clase que se iba a producir». Solo la expresión «genocidio de clase» basta para que todavía muchos hoy tiemblen.

Beevor, en un volumen pormenorizado, vertebrado por el habitual rigor que timbra su trabajo y una mirada lúcida sobre las estrategias bélicas y políticas que suelen conducir esta clase de sucesos humanos, analiza la Revolución Rusa y explica el sinfín de errores y torpezas que condujo a la caída de los Románov, una familia que parecía vivir más en algún tipo de ensoñación que en el mundo real en el que vivía.

El historiador da cuenta de la «terquedad» y «debilidad de carácter» del zar, algo que «incluso a los adeptos de la monarquía desesperaba» y relata la erosión que supuso para Nicolás II y su esposa la presencia de Rasputín y los rumores de su relación con la zarina, unas «fantasías pornográficas que recordaban las caricaturas publicadas más de un siglo antes en París contra María Antonieta y la princesa de Lamballe».

Pero también subraya el odio sin límites que se había desencadenado hacia la casa dinástica que desde hacía siglos dirigía los destinos de Rusia, el ambiente revolucionario que comienza a emerger, el desastre que supuso para el trono el estallido de la Primera Guerra Mundial y el resentimiento que iría creciendo hacia los zares entre las filas de un ejército mermado, harto de sufrir infinitas bajas en las trincheras, «que carecía del número suficiente de oficiales y suboficiales con experiencia. Los mejores, ya habían perdido la vida o la salud en el frente».

Un proceso social y revolucionario que explica con minuciosa pulcritud al tiempo que brinda escenas capaces de provocar escalofríos en el alma más templada, como esa que refiere y que aconteció en algún momento de 1917, cuando Lenin, acosado por sus adversarios, tuvo que ocultarse en un apartamento. «Stalin llegó poco después y accedió a afeitar la barba y el bigote de Lenin (…). La imagen de Stalin afeitando a su líder resulta intrigante. Stalin era autodidacta y tenía claro que otras figuras de la revolución le despreciaban desde el punto de vista intelectual. Trotski nunca se molestó en ocultar su desdén hacia alguien que, a su juicio, no era más que un gánster georgiano picado de viruelas. Pero el hecho de subestimar la pericia conspiratoria de Stalin acabó por costarle la vida».

Sangre y terror

Beevor, que relata las tensiones existentes entre los diferentes líderes de la revolución, trae a colación una frase muy conocida del filósofo Aleksandr Herzen que asegura: «La muerte de las formas contemporáneas del orden social debería alegrarnos el alma, más que inquietarnos. Pero lo aterrador es que el mundo que se va no deja tras de sí un heredero, sino una viuda embarazada. Entre la muerte de uno y el nacimiento del otro puede correr mucha agua; pasará una larga noche de caos y desolación». El historiador británico recurre a este pensamiento tan oportuno (tanto entonces como hoy en día) para introducir las páginas siguientes, impregnadas de sangre, crueldad y mucho terror.

Revela cómo Lenin «en su determinación por hacerse con el poder total para los bolcheviques, no cometió el error de desvelar cómo sería la sociedad comunista. Todo el poder estatal y la propiedad privada se transferiría a manos de los sóviets o consejos de los trabajadores, como si estos fueran a gozar de una plena independencia, en lugar de ser marionetas de los líderes bolcheviques. Se animó a los campesinos a creer que la tierra sería de su propiedad y que podrían labrarla como mejor les pareciera». Pero, como él mismo subraya a renglón seguido, no se les dijo que «para alimentar a las ciudades habría que proceder a una incautación de cereales ni a una colectivización forzosa de las granjas».

Resulta terrible conocer cómo Lenin se dirigió a todo un pueblo ocultándole un plan político que sabía de sobra que conllevaría miles de muertos, desencadenaría una guerra civil y una represión brutal. Pero eso no frenó su ambición. Beevor, para demostrarlo, recoge el testimonio de la escritora Nadiezhda Lojvítskaya, que solía firmar como Teffi: «Lenin no era un orador que arrastrara a las multitudes. No incendiaba a las muchedumbres ni las hacía enloquecer. No era como Kerénski, capaz de hacer que la masa se enamorase de él y derramase lágrimas de arrobamiento... Lenin simplemente machaba, golpeando una y otra vez en el rincón más oscuro de las almas humanas». Como relata Beevor, a Teffi «le asombraba la mala opinión que Lenin tenía de la humanidad en general y cómo consideraba que cualquier persona era un objeto prescindible». Y recoge otra cita de ella: «El valor de un hombre se medía únicamente por lo necesario que fuera para la causa».

Lo que llegó después fue la Revolución, con mayúscula, nunca mejor dicho. Para demostrar lo que recoge, en la página 129, el historiador recoge lo que Gorki dijo: «Ahora la clase trabajadora debería saber que en la vida real no se producen milagros; que tienen que prever que habrá hambre, un desorden total en la industria, problemas en los transportes y una anarquía sangrienta y prolongada a la que seguirá una reacción no menos sangrienta y cruda». Y no contento con esta profética descripción, concluye: «Aquí es donde conduce al proletariado su líder actual, y debe entenderse que Lenin no es un mago omnipotente, sino un timador despiadado que no respetará ni el honor ni la vida del proletariado».

Antony Beevor
Antony BeevorAlberto R. RoldanAlberto R. Roldan

Beevor refleja así a Lenin como un revolucionario cargado de odio, que vendió una mentira, ocultó la guerra que vendría, el genocidio de clase que está dispuesto a ejecutar y el brutal sacrificio de cientos de vidas por un ideario que conducía directamente al gulag y la represión. «Lenin autorizó a la Checa a torturar y asesinar, sin juicio ni supervisión judicial». Beevor relata cómo este sistema de terror tendría enseguida a su disposición 20.000 hombres y mujeres. «Las torturas a las que recurrían solo pueden calificarse de medievales», asegura y descubre cómo en la jerga de esta policía «quitar los guantes» era arrancar «la piel de las manos después de sumergirlas en agua hirviendo; se hacían cinturones con las tiras de piel que les arrancaban de la espalda; rompían los huesos, torturaban con fuego». El catálogo de horrores acompaña las cifras de muertos. Los Blancos, al entrar en Kiev, contaron que los Rojos habían asesinado a 5.000 personas y otras tantas no se sabía qué había sido de ellas. En una región, llamada Ufá, dejaron detrás la cuenta de entre 10.000 y 25.000 muertos. Sus pelotones «ahorraban balas en invierno usando el método de la estatua de hielo, que consistía en desnudar a las víctimas y arrojarlas agua hasta que se quedaban helados como una piedra».