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«Peaky Blinders», gánsteres por la gorra

No solo ha sido una de las últimas revelaciones de la televisión, esta banda también ha marcado estilo
«Peaky Blinders»

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Me gusta «Peaky Blinders». Siempre reconforta descubrir que existen tipos que llevan una vida mucho peor que la tuya. Llegas maleado del curro, mascando improperios y maldiciones, te pones un capítulo de Tommy Shelby y todos los suyos, y enseguida te encuentras mejor, te da un subidón de adrenalina, como si te hubieras calzado al coleto una botella de champán. Descubres con una inmediatez imprevista que existen jefes bastante peores que los tuyos y que lo de esa tarde en la oficina es una bagatela comparada con el día a día de unos muchachos que valen menos que una botella sin reciclar y que han convertido una alcantarilla como era el Birmingham de esa época en un trasunto del maldito Buckingham Palace.
Es cierto, hay que reconocerlo. Este comentario no resulta nada profesional y periodístico, o como demonios se quiera subrayar, y que cuando alguien de mi cuño se mete a desentrañar una serie de estos calibres, nunca mejor dicho esto último, habría que cantar sus excelencias televisivas, resaltar el trabajo de guión, celebrar las interpretaciones tan bien conseguidas, porque según la crítica están del carajo, y mencionar hasta la productora, que a ni Dios le interesa, pero, para qué mentirnos, queda de lujo citar. Te da cierto aire de fulano enterado y eso refuerza el ego. Pero, seamos honestos, lo que a mí me engancha de «Peaky Blinders» es que resulta igual que lanzar hachas contra una diana de paja o descargar las balas de un Colt 45 en el cadáver de una vaca muerta. Algo que te libera y te devuelve una energía que pensabas que habías dejado en tu juventud.
Cuando me enganchaba a una de sus temporadas, me costaba distinguir si lo hacía por seguir la corriente a la peña, tener un tema de conversación en el trabajo, buscar un rato de entretenimiento o, simplemente, por una especie de desahogo personal, como una sesión de saco cuando te encuentras en box. Y la verdad, amigos, resulta cruda. Prevalece esto último. Existe cierta satisfacción, nadie tiene arrestos a negarlo, en comprender que por ahí circulan destinos más equivocados que el que tú has escogido. La desgracia ajena hace feliz. Por eso triunfa el drama. Una de los aciertos de «Peaky Blinders» es que no existe un protagonista por el que desearías cambiarte en ningún momento. Seamos sinceros, no nos dejemos arrastrar por ese lucimiento de trajes impolutos y corte de pelo molones, que ahora imitan todos los adolescentes sin personalidad. Todos y cada uno de los personajes de esta serie son chungos. El prota arrastra síndrome postraumático y está más loco que un indio con una cabellera; uno de sus hermanos es alcohólico cocainómano y está enganchadísimo a las faldas de una católica; el otro es un flipado al que le gustan más las pistolas que a George Patton, la madre es para darle de comer aparte y la novia de Cillian «Blue Eyes» Murphy debe arrastrar alguna clase de trauma personal para encandilarse de un fulano que utiliza la nevera de la carne para congelar cadáveres. Y, sin embargo, nos encantan.
Hay que estar muy seguro de cómo va el mundo y las audiencias para desmarcarse con una serie con unos personajes de corte tan deleznable y unas almas que han sido imaginadas con menos virtudes que una motosierra. Esa clase de figuras por el que ningún tipo con la cabeza bien asentada sobre los hombros gustaría cruzarse. Ni siquiera el gran Tom Hardy, uno de esos actores que ha logrado que la fuerza bruta sea sinónimo de belleza, te inspira cierta afinidad. Sí, de «Peaky Blinders» te quedas con su impureza, con su suciedad, con ese desamparo de niños del arroyo que se intenta eclipsar con el barniz que procura la pasta ilegal. Son unos espíritus menos cálidos que un erial, pero al final simpatizas con su suerte. Pero sobre todo con esa historia, tan vieja en la humanidad, de los chavales que surgen de la delincuencia y tratan de prosperar para convertirse en gente decente. Sus manos solo sirven para empuñar pistolas, pero en su corazón solo vibra el anhelo de aprender a escribir con pluma.