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Miguel Poveda: “Los políticos vienen y van: los que mandamos somos nosotros”

El cantante flamenco presenta “Diverso”, su último trabajo, que le ha llevado a agotar entradas a este y al otro lado del Atlántico
El cantante Miguel Poveda durante un concierto - RICARDO RUBIO
Ricardo RubioEuropa Press
La Razón

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Anda Miguel Poveda, ese heterodoxo catalán del sur, inmerso en la actividad de hacer llegar su nuevo álbum, Diverso, a todos los rincones. Y es que no podía ser de otro modo: Diverso, grabado en México, Buenos Aires y Los Ángeles, es un viaje más que un disco. Uno que parte del flamenco más tradicional y clásico para establecer un impagable diálogo con otras músicas y otros lugares. Del sur de España a México, del tango al funk. Una aventura musical sin fronteras. “Siempre he sido una persona muy inquieta y curiosa”, explica Poveda, “y gracias a esta profesión mía que tanto amo, y que me ha permitido viajar por todo el mundo y conocer otros lugares y otras músicas, he conseguido que se adhiera a mi piel todo aquello a lo que me he ido acercando a lo largo de estos años desde el respeto, el amor y la curiosidad. Así es como nace Diverso, concebido como ese viaje con el que crear puentes entre los lugares que he transitado a lo largo de mi carrera musical. Me asfixian demasiado los micromundos, aunque los respeto, claro, y no me gusta sentirme clasificado o encasillado en una sola cosa. Detesto sentirme así”. De ahí el sentido de este trabajo: “es una paleta de colores que estaba en mí y que tenía la necesidad de mostrar”.
Con el cartel de “agotadas localidades” colgando de las taquillas de los más importantes teatros de nuestro país, desde el mismo momento en que se inició la gira, arranca de nuevo este octubre en Sevilla para estar más tarde, el 11, en el Teatro Nacional de Cuba, un lugar donde el artista mantiene vínculos muy especiales, en un singular encuentro con músicos locales y la colaboración de Alain Pérez, reconocidísimo artista cubano. De allí volverá a Cádiz para recalar más tarde en Madrid, en el Teatro Coliseum, para finalmente acabar despidiendo el año en su tierra querida, en el Gran Teatro del Liceo de Barcelona, el 27 de diciembre. Es Poveda todo voz y todo arte, pasión incontrolable. Inclasificable y carismático, capaz de, como él mismo dice, alejarse del micromundo para abrazar con su timbre lo macro; tanto las canciones de ayer, las más tradicionales y arraigadas, como las de hoy, las más sorprendentes y arriesgadas. Sin temor alguno. Desprejuiciadamente. Y amoldarse a ellas, y ellas a él: Miguel es todo emoción. “Soy simplemente alguien que ama y disfruta el escenario y la música”, matiza, “y que huye cada vez más de lo que lo rodea. Cada vez me gusta y necesito más el refugio, la calma y el silencio. Aunque pueda resultar paradójico, porque al fin y al cabo estoy combinando eso con el ejercicio de una profesión que es justamente lo contrario”.
Es Miguel Poveda, sin duda alguna, una de las voces más importantes e imprescindibles del flamenco de este siglo, y así lo demuestra y lo reafirma en cada una de sus actuaciones. Con Diverso ha querido, además de tender esos puentes entre el flamenco tradicional y todas las otras músicas que le inspiran y enriquecen, lanzar una invitación a la sociedad de su tiempo para, a través de él, iniciar una reflexión común y sincera sobre la belleza de nuestro planeta y su cuidado. “He querido con este trabajo reforzar mi compromiso social. Me gustaría, con toda humildad, crear conciencia en las nuevas generaciones, desde el amor más absoluto a la diversidad y a la belleza de nuestro planeta”. Sin embargo, no lo hace el artista desde el activismo ni la hipérbole airada, sino alejado de todo postureo o afán de magisterio. No se considera Poveda paradigma (ni se comporta como si lo fuera) de la figura del artista-activista. “Para nada. Ni me considero a mí mismo un activista de ninguna causa, ni me siento como tal. Aunque respeto que algunos artistas decidan ejercer como tales, por supuesto. Yo lo que soy en realidad es un vitalista. Amo la vida y la cultura. Y lo único que deseo es aprender y crecer cada día, continuar haciéndolo. Y lo que no quisiera es dejarme manipular. Creo que, como sociedad, no debemos permitirlo”.
Volcado y entusiasmado, entregado completamente, a su faceta de padre, el artista es amor y emoción en carne viva al hablar del pequeño Ángel, su hijo de siete años: “Cuando yo era pequeño apenas jugaba en la calle con los niños de mi edad. Lo hacía en contadas ocasiones”, recuerda, “porque mis juegos de infancia eran siempre solo, con un radiocasete en mi habitación, imaginando todo un mundo de artistas. Y es ahí donde y como yo era feliz. Había entonces mucha menos información y más penurias, eso es así, pero yo tuve la inmensa suerte de crecer con unos valores maravillosos, que son los mismos que quiero inculcar a mi hijo y a mis sobrinos. Solo aspiro a dejarles un mundo más amable y más sano del que tenemos hoy en día”. Un mundo este en el que la conversación pública, crispada y polarizada hoy, podría parecer ajena o sin interés para alguien cuyo día a día va del brillo de los focos y el aplauso de sus seguidores, que se cuentan por miles, al abrazo del hijo querido y el reposo merecido. “No, no, yo no vivo ajeno a la sociedad en la que vivo ni a nuestros problemas, a nada de lo que acontece. Sigo la actualidad y estoy al día, pendiente de lo que nos rodea. Y no es solo porque me gusta estarlo, es que sería muy inconsciente por mi parte vivir permanentemente instalado en una burbuja. Afortunadamente, yo puedo alzar la voz gracias a mi música y lanzar desde el amor una queja ante las injusticias y que esta se escuche. Tenemos que ser conscientes de que quienes mandamos somos nosotros, es la sociedad. No los políticos, que vienen y van. Somos nosotros los que los ponemos ahí. Y lo hacemos para que velen por nuestro bienestar. Algunos lo logran, con honestidad. Otros nos engañan y manipulan. Debemos evitar que eso ocurra. Es nuestra responsabilidad”. Preguntado por la libertad de expresión, la defiende sin ambages como el derecho fundamental del ser humano que es: “el ser humano debe tener la libertad de expresarse. Siempre desde el respeto, desde mi punto de vista. Cuando este se pierde ya no sirve. Yo jamás me he censurado. No contemplo siquiera la más mínima autocensura porque todo lo que hago y todo lo que digo nace del amor y de un sincero deseo de entendimiento. No concibo otra forma de hacerlo, ni entiendo que el ser humano pueda disfrutar con lo agresivo y lo maligno”.
Y así es como detengo el tiempo
Canta Miguel Poveda y se paran los relojes. El tiempo, inmune a cualquier súplica o chantaje, lo oye cantar y frena en seco: quiere observar a ese fenómeno que cada vez que abre la boca desata una corriente de desolada felicidad. Es un oxímoron, lo sé, pero a mí no me miren, pregúntenle a él, que es quien consigue crear esa atmósfera hija del placer y el llanto. Porque Poveda se inmola en cada canción, se hace el harakiri, lo entrega todo. Como si fuera su último recital. Igual que si detrás de él estuviéramos viendo avanzar una ola gigantesca que nos tragará sin remedio a todos, y él lo supiera y decidiera morir clavando, hondo, su espada. «Se acabó, queridos, pero ahí tenéis mi corazón en llamas. Es vuestro. Haced con él lo que gustéis». Y el público le toma la palabra y se apropia de ese órgano incandescente. Y muere en cada parada de su espectáculo mientras siente una emoción que sólo la puede ofrecer la vida que se quiere y se gusta y se crece. La flecha o la bala del arte mayúsculo.
¿Quién dice que un niño no puede tener en un aparato de radio a su mejor amigo? A Miguel, la magia que escupía aquel cacharro le originaba una explosión de dicha en el pecho que no le proporcionaba nadie más. Y sonreía a los que se reían, y pensaba «dadme alas y decidme tonto». Aquel chaval salió currante, valeroso, con hambre perpetua, y echó a caminar ignorando, siempre, el coro de los perros. «Ven, niño, que te peine, que tienes que salir ahí bien guapo». Y el traje no tiene una sola tacha. Y los zapatos son dos láminas de agua. Y el público que lo aguarda es la boca de un dragón. Pero el 13 es el número de la buena suerte, y antes de que se dé cuenta ya están ahí, como uno más de la familia, los aplausos arriba y abajo, a derecha e izquierda, y la catarata de premios. Aunque ese coloso de sonrisa oriental siga siendo el mismo muchacho que frente al mar inefable o el fuego amigo de una chimenea se sabe insignificante.
Y dicen por ahí que Badalona no es San Fernando. Pero yo aquí me planto, le doy una patada a la mesa y replico que en la hoguera de las emociones todas las llamas son la misma llama. Que el talento tiene un origen divino y es capaz de disolver el pedigrí y desdecir las fronteras. Por eso da igual París que Estepona, Palestina que Sevilla, Chicago que Madrid: por más que el telón de fondo sea otro, la garganta no cambia, y Poveda está condenado a ser un poeta en Nueva York en cualquier lugar, en todo sitio.
Por el camino quedó, como en cualquier biografía digna de ser escrita y devorada, un reguero de bocas que prometieron imperios y sólo trajeron dolor, una ristra de abrazos rotos. Pero un corazón decidido todo lo puede y cada noche, en el tajo, vuelve a salir el sol.
«¿Irás a verme cantar, amor?». «Claro. Pero no me reconocerás entre tanta gente». «Siempre: sólo a ti te llevarán los vientos del este». Y la calle áspera es la anormalidad, las tablas son el único hogar. Allí donde un hombre sentado se parte en dos y adquiere hechuras de montaña. Qué extraña especie la nuestra. Nos regalan un dolor que se nos agarra a lo más profundo y aplaudimos hasta que dejamos de sentir las manos. Qué insensatos, qué locos. Nos merecemos todo lo que nos pase.
Javier Menéndez Flores