“Sintiéndolo mucho”: Joaquín Sabina, sin profilácticos
Este jueves 17 de noviembre llega a las salas «Sintiéndolo mucho», la película documental sobre los usos y costumbres, la vida y la obra del machadiano Joaquín Sabina que dirige Fernando León de Aranoa
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La fiesta era infinita y no amanecía jamás. Tras la música de las canciones llegaba la música de las risas, y el alba era tan improbable como renunciar a la penúltima. “¿Otra?”, “¡por favor!”, y así siempre. Joaquín Sabina lo resume con un disparo de genialidad en una de las muchas sentencias que nutren Sintiéndolo mucho, la película documental sobre su vida filmada por Fernando León de Aranoa a lo largo de tres lustros: “He pasado de la adolescencia a la vejez sin rozar la madurez”. Hasta que a aquel adolescente cincuentón le dio por asomarse una noche al barranco de un espejo y se encontró frente a su padre. Y qué susto, virgen santa. Porque el espíritu seguía siendo el mismo: cimarrón, disidente, indomeñable. Un corazón que se instaló furiosamente en el no a todo, salvo a aspirar la existencia con el ímpetu avaro del niño que aprieta su juguete contra el pecho por miedo a que se lo arrebaten.
Porque eso sí estaba previsto. Vivir. Desmesuradamente. Sin red. Sin profilácticos. Como quien entra purísimo en el agua mansa de otro cuerpo. Lo que no estaba planificado en modo alguno era la corona de laureles. Puesto que Sabina nunca ha sentido otro peso sobre esa cabeza de melenón juvenil que el de una boina, ni ha terminado de creerse que esos aplausos fueran para él, que su persona mereciera semejantes genuflexiones, que esos premios (tantos premios ya, carajo) llevaran su nombre.
La película arranca con el humo de un cigarrillo, el de Joaquín, metáfora del fugaz transcurso de una vida, y termina con un gatillazo musical. Entre ambos polos desfilan distintos actores de reparto: Úbeda, Londres, el extrañado padre versificador, Buenos Aires, los mariachis, José Tomás (con el aroma de grandeza y tragedia de los samuráis), las canciones, la cocaína, el alcohol, Jimena, la caída al foso del Wizink Center... Y por encima de todo eso una estrella absoluta, Sabina, que desgrana su filosofía de hombre atravesado de tumultos sin sentar cátedra. Como el anciano que, en el parque, conversa con sus pares: “La vida en los escenarios es preciosa, porque no es la vida. Es otra cosa mejor que la vida. El éxito, la gloria, la valentía, el miedo, la muerte…”. Y el vello del espectador se pone rígido como el mármol.
Quien compare la risa del Sabina en la setentena, la que explota tantas veces cual géiser a lo largo del documental, con la de las fotos de juventud, verá que son idénticas; una suerte de eyaculación de los sentidos. No es extraño: en la risa y en el llanto todos somos más nosotros que nunca, porque ahí no hay filtros y lo que capta el ojo es verdad, hasta la persuasiva mentira.
El cineasta ha llevado a cabo una solvente labor, pero hay vidas tan excesivas, de tan magnas hechuras, que no hay forma de apresarlas entre los muros de una película o un libro. Así, el documental se resiente de sobredosis de crepúsculo. Eso tiene una explicación: la travesía biográfica comenzó en 2007, cuando el artista frisaba en los sesenta, y León de Aranoa renunció además, salvo en algún momento brevísimo, a imágenes de archivo, porque quiso que la película exhalara vida. Y eso sí lo ha logrado.
Hay que tener mucho cuidado, no obstante, con el crepúsculo, porque es un seductor que esconde a un asesino: detrás de esos naranjas hipnóticos aguarda el final, ya que el sol se desmaya y comienza el gobierno de la noche y el silencio, roto tan sólo por alguna risa demente y algún alarido. Algo así como el después de un concierto en un estadio o en una plaza de toros: tras ser venerado como un dios azteca, el hombre que ha protagonizado esa mascarada se ve de pronto solísimo en la suite de un hotel lujoso y helado, y la sensación de vértigo, orfandad, impostura y terror es un machete cuyo filo hay que esquivar con la ayuda de unos tragos y algo de química, atributos de la vida corsaria que Sabina con tanto ahínco transitó.
Hay paradas que marcan el itinerario de toda una vida, lugares que te explican mejor que la entrada quirúrgica de una enciclopedia. Y muchos de los registrados por la retina del músico y letrista están en los fotogramas de Sintiéndolo mucho.
Las pupilas las dilatan ahora otras espuelas –el mar, un poema, los amigos, Jimena–, porque la vida va perdiendo músculo inexorablemente y es la obra, robusta y memorable, la que empieza a desplazar al hombre. Contra todo pronóstico habrá una nueva gira, pero aun así Joaquín sabe –aunque esto no lo recoja el documental– que la Chispa de aquel cine de Úbeda, la Lesley dylaniana y la Sonia del amor y de la guerra son sólo recuperables si cierra los ojos. Que el abuelo Ramón, aquel ángel que le descubrió la música y la alegría, era un ser libérrimo en una España cautiva. Que la llave de aquella pensión de Granada tenía un pasadizo secreto que conducía a la gloria eterna, y que la imagen de tu padre apagándose en la cama de un hospital es algo que un hombre nunca debería ver, puesto que ya jamás saldrás de esa fotografía. No, ni aun en las fiestas y en los homenajes en los que la sonrisa profesional maquilla la tristeza.
Pero la desolación puede travestirse de boutade y la solemnidad no entra en el menú, a pesar de que en esa casa esté prohibido prohibir. Joaquín sabinea mucho en el documental y confiesa que se propuso envejecer sin dignidad. Y mientras amarillean las hojas de los libros mejores, en una pecera con espinas flotan las ruinas de los cabarés.
Perdonen la tristeza.