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Carmen Linares: «Siempre he buscado llegar al corazón de la gente, emocionar»

Leyenda viva del flamenco, la cantaora andaluza acaba de recibir el Grammy Latino a la Excelencia Musical y el Premio Nacional de la Cátedra de Flamencología
Carmen Linares
@Gonzalo Pérez Mata
Carmen Linares@Gonzalo Pérez MataGonzalo Pérez MataPHOTOGRAPHERS
La Razón
  • Javier Menéndez Flores

    Javier Menéndez Flores

Madrid Creada:

Última actualización:

Hace ya tiempo que en la vida de esta artista, nacida Carmen Pacheco Rodríguez, los premios dejaron de ser una sorpresa, un hecho extraordinario, y se volvieron algo casi obligado. El reconocimiento lógico a una manera sobresaliente de hacer su trabajo, donde el talento y la entrega siempre caminaron de la mano. Carmen Linares atesora ya muchos galardones, entre ellos el Premio Princesa de Asturias de las Artes y el Premio Nacional de Música. Y ayer mismo, días después de recoger en Jerez el Premio Nacional de la Cátedra de Flamencología, le fue entregado en Sevilla el Grammy Latino a la Excelencia Musical. «Estoy muy contenta», declara, aún emocionada, «es un premio a toda una trayectoria, a la excelencia musical, a lo que tú has aportado a la música. Pero lo que me parece realmente importante es que el flamenco esté en los Grammy Latinos». Se la considera una de las cantaoras más completas de todos los tiempos, junto a La Niña de los Peines, y ella no oculta la carga que algo así supone: «Me ha pesado el sentido de la responsabilidad, sí, porque el flamenco es una de las mejores músicas del mundo y no quiero estar en este arte por estar. Es mi pasión, pero quiero estar a la altura de ese arte. He intentado dignificar el flamenco lo más posible; le he dado mi vida entera. No he buscado la excelencia, al menos conscientemente, pero sí hay un sentido interno de hacer mi trabajo con la mayor dignidad posible. Lo que sí he buscado siempre es llegar al corazón de la gente. Eso es lo que un artista tiene que perseguir: emocionar. Hacer sentir y vibrar».
Carmen Linares arribó a Madrid con sus padres a finales de la década de los sesenta, y enseguida se puso a cantar en los tablaos más importantes, como Torres Bermejas y el Café de Chinitas. Una vida sacrificada que ella recuerda, sin embargo, como de una enorme ilusión: «Era muy feliz. No la recuerdo como una época dura, sino de aprendizaje. Era joven, tenía toda la vida por delante, y lo que quería era trabajar, actuar en los tablaos. Imagínate. Yo cantando en Torres Bermejas, donde estaba Camarón, él ya salía como atracción. Y La Perla de Cádiz, los Habichuela, [Paco] Cepero… Y en el Café de Chinitas conocí a Enrique Morente y empezamos a trabajar allí juntos. Y era una sensación de felicidad la de llegar al tablao, ver a mis compañeros, escuchar cantar a Enrique… Se trataba de vivir el presente y absorber como una esponja todas las cosas que te llegaban». Además de a Morente, conoció a Camarón y a Paco Lucía, «genios, al igual que Enrique y José Menese, que contribuyeron a difundir el flamenco por todo el mundo», y habla de los logros de su generación, pero sin olvidar a sus predecesores: «Todos los artistas estábamos expectantes, porque era un tiempo difícil. No había libertad, en nada, tampoco en el flamenco. En la música había más ortodoxia, pero fuimos una generación valiente. La gente joven tiene que vivir su tiempo, y nosotros empezamos a vivir el nuestro. Se abrieron ventanas y balcones, y ahí estábamos todos tratando de colaborar y contribuir a que un arte como el flamenco se expandiera. Pero antes de nosotros, de esa generación, hubo artistas que salieron fuera de España, compañías de baile que actuaron en Nueva York… Antonio Ruiz Soler, Antonio Gades… Mucha gente. Fue un trabajo de todos. Y los que nos antecedieron, insisto, hicieron mucho también. Nos allanaron el camino igual que nosotros se lo allanamos a los que han venido después». Ella, que ha actuado muchas veces en Estados Unidos, destaca el enorme respeto que sienten en ese país por el flamenco: «Aunque no te dan un “ole” a tiempo, porque no lo saben hacer, sí saben que están escuchando algo auténtico, música de calidad. En España somos menos tímidos y al final de la actuación soltamos “oles”, pero ellos se ponen en pie. Los americanos sienten el flamenco porque saben que les estás dando verdad. Y porque el corazón lo tiene todo el mundo en el mismo sitio».
Su disco «Carmen Linares en antología. La mujer en el cante» (1996) está considerado uno de los mejores discos de la historia del flamenco. Recuperó canciones cantadas por mujeres y les dio un aire nuevo, lo que hace que, más allá de una brillante cantaora, se pueda hablar de ella como de una estudiosa del cante: «No ha habido ninguna mujer que haya hecho una antología como esa, que trata de recoger todos los cantes que han creado y recreado las mujeres. Fue un trabajo muy grande de documentación y de investigación, y lo hice con Miguel Espín y José Manuel Gamboa. Dedicamos años a recoger esos cantes y, en cierto modo, se convirtió en un homenaje a esas cantaoras, con algunas de las cuales llegué a actuar y convivir, como La Perla de Cádiz. Todo estaba elegido con mucho amor, afición y ganas. Se trataba de emocionar y de aportar cosas. No sólo era recoger, sino hacer una recreación con personalidad y conservando la esencia».
Ahora acaba de publicar un single junto a Luz Casal, el «Gracias a la vida» de Violeta Parra: «La hemos cantado otras veces y tiene una letra maravillosa que deberíamos tenerla todos en la cabecera de la cama para ver todas las cosas que, en general, todo el mundo tiene y no valoramos. Luz ha cantado con una sensibilidad enorme, añadiéndole unas tonalidades… Hay mucha generosidad por su parte. Nos conocemos mucho y estábamos muy emocionadas por una serie de cosas personales, de ambas. Y damos gracias por muchas cosas que tenemos». En este tiempo de homenajes y reconocimientos, de recoger lo sembrado, Carmen Linares se siente enormemente agradecida por todo lo conseguido: «La vida me ha dado muchísimas cosas que no podía ni imaginar que iba a lograr. He hecho una carrera con mucho cariño e ilusión y no me ha quitado de las cosas de la vida. He tenido tres hijos, he cuidado de mi madre, he podido disfrutar de la familia. He recibido mucha ayuda de mi marido, sin él habría sido imposible, como la tuve de mis padres. Estoy muy satisfecha y contenta».
AQUELLA FELICÍSIMA NIÑA DE LINARES
Por Javier Menéndez Flores
Deja que «Los campanilleros» me perfore una vez más el alma mientras veo temblar a los árboles y reír a los pájaros, que ya me ocuparé yo de explicarles a la niña que fui y a los padres a los que tanto quise a qué huele y sabe el futuro que cientos de veces imaginamos juntos. Y qué culpa tengo yo si el espejo, en lugar de mi rostro, se empeña en mostrarme una calle borracha de sol en donde las vecinas entonan canciones que hablan de corazones al borde de la muerte, aunque lo hagan con la alegría insensata que sólo conocen los pobres. Porque cuando tienes todo aquello que puede adquirirse con dinero, la ilusión está fuera de tu alcance y tu vida únicamente brilla por fuera. Pero la mía no. Yo nací multimillonaria en amor y en ganas de entregarle a la gente toda la fuerza de mi voz diminuta, que con los años creció como un mar desmelenado en una noche de borrasca y tuve que aprender a domarla.
Sabes que te ha tocado la lotería el día en que entiendes que aquí hemos venido a arrojarnos al abismo de lo que amamos como hicieron un tal Picasso, un tal Hemingway y un tal Antonio Gades, con el arte siempre un paso por delante de la vida. Y si de algo puedo jactarme es de no haber permitido nunca que la belleza deje de caminar conmigo. Y así aprendí a cantar con los pulmones, el corazón, los brazos y las piernas, el sexo. Cantar con todo lo que tienes y con lo que pides prestado. Y si con eso no llegas, pues les robas el fuego a otros. Pero cuando pisas el escenario has de ser invencible y ganarte el amor de quienes han pagado por verte provocándoles tanto dolor como felicidad. Eso es el arte, quien lo probó, bendito sea mil veces, lo sabe.
Y ay del que piense que es eterno y no sepa apurar cada gramo del presente. Los edificios más altos y robustos cayeron igual que si estuvieran hechos de arena. Y se apagaron Camarón y Enrique y Paco, Virgen santísima. Porque la que porta la guadaña no respeta ni a los príncipes que tanto bien hicieron con un genio y una sensibilidad que no eran de este mundo. Pero que no se equivoque, porque ahí están sus discos, templos sagrados, y esas llamas no hay torrente de oscuridad capaz de extinguirlas.
Anda, deja que en Nueva York me agasajen como a un animal mitológico. Como una figura exótica que, cuando abre la boca, los deja a todos mudos. Y míos son por derecho la Estatua de la Libertad y el Empire State Building y el río Hudson, porque allí, en el reino de los rascacielos, he llevado mi sangre y mi aliento y mi pasión desatada, y allí he aprendido que no existen más fronteras que las que uno quiera imponerse.
(Estás en el Carnegie Hall y te estalla de pronto entre las sienes la risa fuerte y purísima de papá. Y en mitad del silencio de hielo que precede al inicio del espectáculo, sólo tú puedes escuchar una voz que canta una historia en la que unos campanilleros, en la “madrugá”, te despiertan y con sus guitarras te hacen llorar. Y ni siquiera los músicos que te acompañan son conscientes de la brecha que se acaba de abrir en ti, que, erguida en tu taburete como el mástil de un velero, aparentas una calma que no tienes, pues tu cabeza y tu pecho han sido tomados por un ejército de recuerdos que abrasan).
Damas y caballeros, con todos ustedes la cumbre del quejío. Su majestad sentada en un trono de enea. Aquella felicísima niña de Linares.