Amy Adams habla marciano
La pareja capitaliza toda la atención con la almibarada «La luz entre los océanos», durante cuyo rodaje se enamoraron
La pareja capitaliza toda la atención con la almibarada «La luz entre los océanos», durante cuyo rodaje se enamoraron
¿De qué habla Derek Cianfrance cuando define «La luz entre los océanos» como un cruce entre una película de John Cassavetes y una de David Lean? La declaración, que pretende ser contundente, se basa en dos equívocos. No por hacer un filme a base de primeros planos de rostros sufrientes se está siendo cassavetiano, principalmente porque en «Faces» o «Husbands» la intención era arrancar la emoción en estado crudo, sin filtros, de esos rostros, poniendo en peligro la estabilidad anímica del actor, precisamente todo lo contrario que hace Cianfrance en este educado, almibarado melodrama. Por lo que respecta a David Lean, el equívoco es aún mayor: al director de «Doctor Zhivago» o «La hija de Ryan» se le asocia con un paisajismo de postal cuando sus brillantes soluciones de puesta en escena y de montaje superan con creces el academicismo de «La luz entre los océanos». Si el filme era el título estrella de la jornada de ayer en la Mostra de Venecia, era por motivos extracinematográficos: durante su rodaje Michael Fassbender y Alicia Vikander, flamante ganadora de un Oscar por «La chica danesa», se hicieron novios, y la prensa, siempre tan frívola, estaba impaciente por verlos juntos en la alfombra roja. Lo de menos fue la decepción que se llevaron cuando vieron el filme. Con las miradas cómplices y las flores que se echaron en la rueda de prensa, hubo suficiente.
La película tiene en común con el filme de Tom Hooper, que estuvo a competición en la Mostra el año pasado, un aura de prestigio, de cine aburguesado, de «Grandes relatos» de la BBC, de «heritage drama», que tira de espaldas. Michael Fassbender interpreta, con rostro de mártir ermitaño, a Tom, veterano de la Primera Guerra Mundial, traumatizado por sus experiencias bélicas, que se presenta como voluntario para llevar el faro de una isla remota en el oeste de Australia. Isabel (Alicia Vikander), a la que ha conocido brevemente antes de su confinamiento, no tardará en unirse a su aventura, prendada como está de la bondad melancólica, lacónica, de ese hombre herido. Huelga decir que, como afirmó Vikander en rueda de prensa, la isla «es un edén, pero también una prisión emocional», y, entre tormentas y crepúsculos que harían las delicias de un Friedrich cualquiera, la vida les enfrenta con un terrible dilema moral que tiene que ver con la maternidad, y que cambiará sus destinos para siempre.
Cianfrance, que atentó contra el melodrama en sus discutibles «Blue Valentine» y «Cruce de caminos», no es hombre de medias tintas: sin ir más lejos, ayer afirmó que lo primero que le fascinó de la novela de M.L. Stedman en que se basa el filme fue que la luz del faro es una metáfora del cine. Luego puso los pies en la tierra: «Es una película sobre seres humanos que toman decisiones guiados por las emociones, no hay ni buenos ni malos». Michael Fassbender amplió la declaración del director definiendo el filme como «una historia de amor con el horror de la guerra como telón de fondo y toda una generación aniquilada», del que le atrajeron la relevancia que daba a «la capacidad de amar y la posibilidad de perdonar».
«Tom es un hombre con la brújula moral bien ajustada», continuó Fassbender. «Tom representa la guerra y la muerte, Isabel la fertilidad y la esperanza». A lo que Vikander añadió: «Isabel es como una explosión, adora la vida. Por eso el deseo por perpetuarla es tan importante para ella, y de ahí que tome la decisión que toma». Fassbender también detecta conexiones de la película con el tema de la inmigración, la intolerancia y los prejuicios de la gente ante la otredad, aunque, a simple vista, lo que cuenta más en la pantalla es el folletín que se desata a partir del momento en que Cianfrance decide ponerse los guantes de encaje y la pamela, y orquesta un circo de los sentimientos desgarrados que haría de lo más feliz a Corín Tellado.
El problema de la película no es su material de partida. En las manos equivocadas, hasta «Madame Bovary» puede parecer una novela rosa. A este cronista le encantaría ver qué habría hecho el David Lean de la excepcional «La hija de Ryan» –otro melodrama de veteranos traumatizados, paisajes románticos y comunidades cerradas– con esta historia, o, por poner un caso más reciente, el Terence Davies de «La casa de la alegría» y «Sunset Song». Cianfrance está desesperado por dotar de intensidad emocional a una trama que, en su tercio final, necesita de un arrebato formal, de una sinceridad, que podría haber camuflado los agujeros de guión que, inevitablemente, acaban separando al espectador de la tragedia de los personajes. El contexto acaba por ser decorativo, y la película debería entregarse a la ilógica de las emociones, a su innata irracionalidad, sin tener miedo del qué dirán. Hay un desfase absoluto entre el tsunami sentimental que nutre el relato y el apocamiento, la laxitud turística de la forma, que confía demasiado en que Fassbender y Vikander le saquen las castañas del fuego. Y al final, nadie se quema.
Win Wenders está en llamas
Es vox pópuli la capacidad de Wim Wenders para vampirizar el talento ajeno. Lo hizo con Nicholas Ray, con Antonioni, con los músicos de BuenaVista Social Club... y con Peter Handke, con el que no colaboraba desde hace casi treinta años. El texto dramático del escritor austríaco, «Los hermosos días de Aranjuez», subtitulado «Un diálogo estival», un singular toma y daca sobre el amor y la creación que Wenders nos sirve sin apenas aditivos, con la intervención de algún sospechoso habitual (Nick Cave) y la propia esposa de Handke como protagonista femenina, la aparición central de un sosias del autor de «La mujer zurda», el uso injustificado de las 3D y un mensaje apocalíptico que bien podría significar su canto del cisne. Como dice la canción final, el mundo está en llamas y no queda nada que decir.