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De cómo Morandi «copió» a El Greco

El Guggenheim de Bilbao confronta la obra del italiano con la de otros grandes que admiró
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El Guggenheim de Bilbao confronta la obra del italiano con la de otros grandes que admiró.
Un detalle. Una parte mínima, quizá desapercibida para el ojo, pero que para Giorgio Morandi significaba el motivo de un cuadro. El pintor italiano no fue un artista viajado, pero sí supo sacar tiempo para visitar aquellas exposiciones que en Italia celebraban a sus grandes maestros, aunque muchas de las obras de los creadores que admiraba las contempló en fotografía (salvo el caso de su admiradísimo Chardin, de quien sí pudo ver las obras originales). Delante de un lienzo, como un precursor de esa tendencia que es todo lo que sea lento, «slow», y el arte ya ha entrado también en esa categoría (y hasta tiene un día en que lo celebra), el ponía el ojo en una pincelada, un trazo, por ejemplo, en una obra de Tintoretto, un artista que no era precisamente uno de sus predilectos y frente al que era capaz de hallar una luz que para el resto se hurtaba.

De cuatro en cuatro

De Morandi se han hecho muchas, bastantes exposiciones. Y más que faltarán aún por hacer; sin embargo, la que ahora toma las salas del Guggenheim de Bilbao, y que ha contado con el patrocinio de Iberdrola y el comisariado de Petra Joos, tiene la particularidad de situar sus obras frente a las de quienes admiró. Por ejemplo, por Piero della Francesca, sintió verdadera pasión. Sus bodegones, esos objetos formando bellísimos grupos de cuatro en cuatro, de cinco en cinco, de seis en seis, poseen en su propia esencia el eco del Renacimiento. Sus botellas estilizadas, como torres gemelas que se levantaran frente a otros objetos chaparros, proceden de ese regusto del siglo XV inspirado en las luces o los pliegues de los ropajes. Más evidente es, por ejemplo, en sus «copias» de El Greco, como se pone de manifiesto en «La Inmaculada Concepción de la capilla Oballe», una joya del siglo XVII que posee en la parte inferior un detalle al que Morandi dotó de entidad propia: un racimo de rosas y azucenas a los pies de los ángeles y los santos: «Si pudiera comprender qué representan estas flores. Ningún pintor moderno ha pintado unas flores como éstas. Tal vez solo Renoir...» Quizá por eso dejó escrito: «Sentí que solo la comprensión de las obras más vitales que la pintura había producido a lo largo de los siglos pasados podría guiarme a la hora de encontrar mi camino».
Morandi puso en práctica en cada tela aquella frase de Van der Rohe de «menos es más». El pintor agrupa objetos, pero no a cualquier precio, sino al suyo. Reúne y junta con perspectiva. En primer plano esa suerte de conjunto que tiene una unidad interna y en los que casi se pueden palpar las masas. De fondo, las pinceladas pastel que parecen enmarcarlo, mecerlo a veces, pintadas alrededor. ¿Qué tiene que ver el maestro Chardin con el italiano? Apenas todo. Sirva como ejemplo «Mesa de cocina», fechado en 1746 y que aguanta bastante más que un paralelismo con «Naturaleza muerta con un paño a la izquierda», de 1927, de una belleza y silenciosa maestría. Ambos. ¿No recuerda, acaso, a «Naturaleza muerta con trapo amarillo», de 1924? Jean-Baptiste Simeon de Chardin es una fuente inagotable para el italiano. Benditas mesas de cocina. Como benditos son los objetos que supo distinguir en los cuadros de Zurbarán, y extraerlos, absorberlos y hacerlos suyos.

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