La farsa de la censura cultural
La más que condenable cancelación de algunos espectáculos en ayuntamientos de Vox ha levantado en armas a los «intelectuales de guardia» que no se preocuparon cuando la censura venía del otro extremo
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Hasta hace nada, la cultura de la cancelación era un invento de fachas, una hipérbole airada de los que no estaban dispuestos a renunciar a sus privilegios, amenazados por la voz conquistada de minorías identitarias. Ahora, cuatro días después, como quien dice, nuestras libertades se ven gravemente amenazadas. ¿Qué ha ocurrido? Pues, en realidad, nada que no ocurriese ya antes, que no llevase ocurriendo tiempo. La diferencia es que ahora, tras las elecciones autonómicas y municipales, la izquierda ha perdido el poder en numerosas poblaciones y, lo que antes se veía con buenos ojos, ahora es un atropello intolerable. Los mismos que callaban ante la censura cuando provenía de un lado concreto del espectro ideológico, ahora se abanican fuerte e hiperventilan porque viene del otro extremo. Los que critican la censura y todo ataque a la libertad de expresión, provenga de donde provenga este, no dan crédito ante la exhibición desacomplejada del sesgo.
Se cancelaba en Valdemorillo una obra teatral basada en un texto de Virginia Wolf. El consistorio defendía que se trata de una cuestión de presupuesto y la compañía asegura que es por la temática que trata. Coincide con la suspensión de la proyección de la película Lightyear en Santa Cruz de Bezana, en la que aparece el beso entre dos mujeres, o con la cancelación en Briviesca de un espectáculo sobre la vida de un maestro republicano fusilado. Así, parece difícil justificar que se deba únicamente a una cuestión de presupuesto cuando siempre coinciden las cancelaciones con temáticas que encajan con la ideología del adversario. Parece más bien censura y, como tal, merece, efectivamente, toda condena. Los artistas e intelectuales, abajofirmantes profesionalizados ya, se han apresurado a hacer público un manifiesto (esta vez brevísimo) condenando estos hechos. Dice así: «Las y los artistas profesionales de la cultura denunciamos el retorno de la censura que está atentando contra la libertad de expresión, un derecho consolidado social y democráticamente en nuestra Constitución. Exigimos la protección de los derechos fundamentales. Sin cultura no hay democracia».
¿Retorno? ¿Hasta ayer no había censura y solo tras ganar las elecciones partidos de derechas han comenzado a darse tan lamentables y condenables hechos? Olvidan varios casos las y los artistas profesionales de la cultura ante los que no emitieron ningún comunicado ni elevaron la voz. Y no son, precisamente, hechos aislados. Más bien lo que ocurre es que cuando la censura la ejerce la izquierda, o bien miran para otro lado o bien no les preocupa tanto la libertad de expresión ni los derechos fundamentales. Sí lo hicieron para defender al rapero Pablo Hasél o a Valtònyc. El primero, condenado por enaltecimiento del terrorismo por la letra de algunas de sus canciones. El segundo, enaltecimiento del terrorismo e injurias al rey. En ambos casos tenían razones de sobra para solidarizarse con ambos cantantes, pues la libertad de expresión y, en este caso, la creativa, deberían ser defendidas siempre por todos nosotros, incluso cuando no estamos de acuerdo con lo dicho o abiertamente nos repugna. ¿Pero qué ocurre con el resto? ¿No les preocupa tanto? ¿Por qué razón? No se les escuchó preocupados cuando en varios colegios catalanes se retiraron de sus bibliotecas libros infantiles como Caperucita Roja o La Bella Durmiente por fomentar valores machistas, violencia simbólica y carga sexista. Tampoco cuando el Ayuntamiento de Bilbao cancelaba el concierto programado de C. Tangana a pocos días de la actuación, obedeciendo a las protestas de grupos que señalaban las letras del artista como machistas y apología de la cultura de la violación. Juan José Millás no lamentó entonces en redes que se censurasen libros ni a los artistas profesionales de la cultura les pareció tan grave que no se respetase la libertad creativa del músico, como exigían para los raperos. Puede que el terrorismo no les parezca para tanto, no tan preocupante como el machismo.
Tampoco se echaron las manos a la cabeza cuando el humorista David Suárez perdía su trabajo por un chiste en redes sobre una inexistente niña con síndrome de Down. Ni cuando Camilo de Ory se sentaba en el banquillo por twittear aforismos con marcado humor negro sobre el Julen, el niño que cayó en un pozo en Totalán. Chistes que, siendo más o menos desafortunados, nunca se escribieron con la intención de que llegaran a la familia, cosa que ocurrió cuando buenísimas personas cargadas de las mejores de las intenciones se dedicaron a hacérselos llegar. O cuando un juez jubilado era juzgado por publicar en una revista de jueces un poema satírico sobre Irene Montero, de cuya existencia nunca nos hubiésemos enterado y habría pasado desapercibido de no ser por la notoriedad que le otorgó la pretensión de censura por parte de la Ministra de Igualdad.
No se escuchó ningún apoyo ni una manifestación, por pequeña que fuera, de preocupación cuando Plácido Domingo, sobre el que no consta ninguna denuncia por acoso sexual (no ya condena, ni siquiera denuncia) veía canceladas sus actuaciones y se imponía un veto sobre su persona para que no actuase en teatros públicos. Veto que, además, fue defendido por el propio ministro de Cultura, Miguel Iceta.
No hubo alarma cuando la Complutense amanecía con sus paredes cubiertas por las páginas arrancadas de libros muy concretos con amenazas a sus autores. José Errasti y Marino Pérez, amenazados autores del libro «Nadie nace en un cuerpo equivocado» han sufrido desde su publicación el acoso de grupos y asociaciones trans, han visto canceladas sus presentaciones y charlas por universidades que sucumbían a las presiones de los intolerantes y han tenido que ser escoltados y protegidos por la policía. Pablo de Lora, también amenazado autor de «El laberinto del sexo» ha sufrido también esas presiones, así como escraches en la universidad. Su libertad de expresión no ha preocupado demasiado al mundo de la cultura. Tampoco ahora, que nuestras libertades sí parecen estar amenazadas de pronto.
Anónimo García, miembro del colectivo ultrarracionalista Homo Velamine, perdió su trabajo y está condenado a 18 meses de cárcel y 15.000 euros de indemnización a la víctima de La Manada, por un tour que nunca existió. Su caso, además, sienta un peligro precedente: es la primera vez que se hace uso del artículo 173.1 del Código Penal contra la libertad de expresión y de creación, cuando su uso siempre ha sido en casos de torturas. Su historia la cuenta el periodista Juan Soto Ivars en el más que recomendable libro «Nadie se va a reír: La increíble historia de un juicio a la ironía». No solo nadie elevó la voz por él y nuestras libertades, es que la prensa, con contadas excepciones, apuntaló la mentira y se negó a hacerse eco de la verdad.
Estos días, coincidiendo con las despreciables cancelaciones en municipios gobernados por PP y Vox, el cineasta Carlos Hernando denunciaba los obstáculos inauditos con los que se está encontrando para sacar adelante su documental «El autócrata» en el que analiza la gestión de Pedro Sánchez al mando del Ejecutivo. No se han preocupado los artistas por su caso. Por lo que sea, no les alarma.
Es escandalosamente deshonesto que se defienda la libertad de expresión y de creación solo cuando es amenazada por aquellos con los que disentimos. Es imprescindible defenderla para todos, incluidos aquellos con los que no estamos de acuerdo, con los que sus ideas nos repugnan. Decía Thomas Paine que «quien desee asegurar su propia libertad debe proteger de la represión incluso a su enemigo; pues si incumple ese deber, sienta un precedente que se volverá en su contra» Harían bien nuestros artistas en tomar nota de esto. Les preocupan mucho hoy los derechos fundamentales de todos y apelan a nuestra Constitución, pero olvidan que esta propugna como valor superior (con la justicia, la libertad y la igualdad) el pluralismo político. Podrían empezar por respetarlo.