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Los crímenes son para el verano
Los Galindos, el truculento cortijo sevillano de los cinco asesinatos
La propiedad, de unas 400 hectáreas, fue testigo de la violencia ejercida sobre los cuerpos de estos trabajadores en las postrimerías del franquismo

El calor era insoportable. Casi 50 grados en Paradas, Sevilla. El cortijo de Los Galindos, con sus 400 hectáreas de olivos y desierto, parecía hervir bajo el sol. Las moscas, en cambio, disfrutaban de la sangre de cinco personas asesinadas a golpes y tiros de escopeta. Era 22 de julio de 1975. Hace 50 años. La finca pertenecía a Mercedes Delgado Durán y a su marido, Gonzalo Fernández de Córdoba y Topete, comandante y marqués. Al frente de la intendencia estaba Antonio Gutiérrez Martín, viejo amigo del dueño, teniente del Ejército, que funcionaba como administrador. Ninguno de ellos estaba en el lugar el día de autos.
A las cuatro de la tarde, Antonio Fenet, uno de los trabajadores que venía de acuchillar olivos, vio una columna de humo que salía del cobertizo. Alertó a sus compañeros. Era raro que alguien hubiera hecho fuego a esas horas. Todo parecía un incendio accidental. Acudieron corriendo hasta el lugar. Llamaron a voces, pero nadie contestó. Dieron la vuelta al edificio y encontraron un reguero de sangre que les cortó la respiración. Antonio, el más avispado, cogió una moto y se fue al cuartel de la Guardia Civil gritando: “¡Sangre y fuego en Los Galindos!”.
Volvió con dos agentes de la Benemérita. Envalentonados, los hombres se dispusieron a seguir el rastro sanguíneo. Llegaron así a la casa de Manuel Zapata, el capataz de la finca. Uno de los guardias llamó a la puerta y todos esperaron en vilo. Al no recibir respuesta, dispararon al cerrojo y entraron. Les recibió una perra bodeguera, que aguardaba junto a un gran charco de sangre del que salía otro camino rojo. La sangre nunca miente, y les llevó hasta la habitación donde encontraron a Juana Martín, la mujer del capataz, de 53 años. Tenía la cabeza llena de golpes que habían provocado su muerte.
Llegaron entonces Alejandro Arcenegui, el forense del juzgado de Paradas, y su hijo Ildefonso, que era estudiante de medicina. Mientras, los hombres habían apagado el fuego. Entre los rescoldos, el vástago del forense halló dos cuerpos quemados. La cosa se complicaba. Estaban calcinados, pero las gafas de Pepe González, grandes, de pasta negra, eran inconfundibles. La persona que yacía a su lado no podía ser otra que su mujer, Asunción Peralta, de 34 años. Llevaban solo siete meses casados, y ella estaba embarazada. A pocos metros se veía el coche de la pareja con las puertas abiertas. Dentro del vehículo apareció una escopeta con la culata rota. Parecía que la habían usado para golpearlos hasta la muerte. Uno de los trabajadores la identificó: “Es el arma de Zapata, el capataz”.
Pero el rastro de sangre no terminaba ahí. Ildefonso Arcenegui lo siguió como si fuera un episodio de “Colombo”, la serie que echaban en TVE. Entre la maleza descubrió el cuerpo sin vida de Ramón Perrilla, tractorista, que mostraba dos heridas en los brazos, y dos disparos, uno en el pecho y otro en la espalda. En ese momento apareció la prensa y la televisión hasta pisotear el lugar del crimen unas 50 personas.
El principal sospechoso era Manuel Zapata, el capataz, un tipo trabajador que había sido legionario y Guardia Civil. La hipótesis era que había matado a los cuatro a golpes usando la escopeta y una pieza de la empacadora llamada “pajarito”, salvo a Ramón, al que descerrajó dos tiros. La elucubración tenía fallos. Esa pieza solo la tenía el administrador, que no estaba en Paradas. No era el único en faltar en la escena del crimen. Fernández de Córdoba había asistido al funeral de un familiar, y su esposa estaba en Sevilla. Cuando se enteraron, el marido y el administrador se dirigieron a Los Galindos. Echaron a todos, y se quedaron a dormir dos noches los dos solos.
Curiosamente, o no, al tercer día apareció Manuel Zapata, aunque muerto. Su perra lo encontró debajo de una montaña de paja. Tenía un golpe en la cabeza propinado con el “pajarito”, y exhibía en el pecho una horquilla de tres púas que casi le salía por la espalda. El forense dijo que fue el primero en morir, por lo que dejó de ser el principal sospechoso, claro. Pensaron entonces en Pepe, cuya mujer, Asunción, le era infiel con Zapata, y que, quizá henchido de celos, se había liado a matar. Perdidos, el juez pidió ayuda a la Policía Nacional, que se negó porque la escena del crimen y las pruebas estaban absolutamente contaminadas. Y ahí se quedó.
Atribución falsa
La investigación se reabrió en 1983, cuando Heriberto Asencio, juez de Marchena, recibió una carta. Procedía del alcalde de Paradas. Tenía fecha de 1976. Estaba sellada en Zaragoza y firmada por “Juan”, que se atribuía los crímenes, confesaba haber recibido 10.000 pesetas. Decía que el verdadero objetivo era Manuel Zapata por estar enterado del fraude fiscal que implicaba a Fernández de Córdoba. Asencio exhumó los cadáveres. Encontraron que Pepe fue asesinado a golpes y que trataron de desmembrarlo. No había sido él. En 2019, Juan Mateo Fernández de Córdoba, hijo del mencionado, publicó un libro señalando a su padre.
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