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Nacionalismo y paneslavismo en el avispero balcánico

En 1877 el imperio ruso se embarcó en una cruzada para liberar a los eslavos de los Balcanes del yugo turco
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La Razón

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La archiconocida Guerra de Crimea, a pesar de su importancia y de episodios como la carga de la Brigada Ligera, grabada a fuego en el imaginario colectivo, no fue más que un capítulo de la llamada «cuestión oriental». El auge del nacionalismo en los Balcanes, además de otros factores internos, había convertido al otrora poderoso imperio otomano en el «enfermo de Europa», y las grandes potencias seguían debatiéndose sobre cuál debía ser su destino. En aquel entonces, solo el 50 % de la población del imperio, que se extendía desde el Danubio hasta Yemen, era musulmana, y dos tercios de sus súbditos europeos, eran cristianos –en su mayoría ortodoxos–, lo que motivó unas tensiones crecientes entre estos y los gobernantes turcos. También la Primavera de los Pueblos llegó a Europa oriental: serbios, rumanos, bosnios y búlgaros reclamaron más autonomía espoleados por la efervescencia del nacionalismo, lo que supuso la quiebra de un sistema de gobierno que había funcionado sin excesivos contratiempos durante cuatro siglos, garantizando la coexistencia entre cristianos y musulmanes.

Tensiones internas

En paralelo a las tensiones internas en la Turquía europea, un imperio ruso robustecido merced a reformas de corte liberal aguardaba la ocasión de resarcirse de su humillación en Crimea y llevar su esfera de influencia a la península balcánica. La ocasión llegó en 1877, cuando el zar declaró la guerra a la Sublime Puerta tras la brutal represión, por parte de las fuerzas otomanas, de las insurrecciones nacionalistas de Bulgaria, Serbia y Bosnia-Herzegovina. Un clamor transnacional de inspiración religiosa se apoderó de la sociedad rusa, que veía en los cristianos balcánicos no solo a primos cercanos de etnia eslava, sino también a sus correligionarios ortodoxos. Esta vez, Gran Bretaña y Francia se mantuvieron neutrales, lo que convirtió la contienda en un duelo de dos imperios que se debatían entre la tradición y la modernidad.
La Guerra Ruso-Turca de 1877-1878 fue un conflicto de extrema dureza. Tras atravesar el Danubio sin encontrar demasiada oposición, el ejército del zar se topó con un obstáculo difícil de sortear en el cuerpo de ejército otomano de Osmán Pachá, un curtido general que convirtió la pequeña ciudad de Plevna, al sur del río, en una fortaleza inexpugnable. El sitio de prolongó por espacio de cuatro meses en una guerra de posiciones y sangrientos asaltos que preludió las carnicerías del frente occidental de la Primera Guerra Mundial, y de las que el célebre pintor Vasili Vereshchaguin dejó un lúgubre testimonio en forma de cuadros que muestran campos de batalla sembrados de cadáveres, hospitales de campaña atestados de heridos hacinados y paisajes nevados en los que despuntan, como solitarias motas de color, los cuerpos sin vida de soldados transformados en alimento para cuervos. Mientras se combatía en Plevna, una pequeña fuerza de tropas rusas y voluntarios búlgaros defendía, algo al sur, el estratégico paso de Shipka, un angosto puerto de montaña en la cordillera balcánica. El atroz clima invernal, caracterizado por copiosas ventiscas y unas temperaturas gélidas, se cobró la vida de miles de hombres de los dos bandos, inhabituados a combatir en terreno montañoso.

Preservar la paz

A la postre, el Ejército ruso, apoyado por las tropas de Rumanía, Serbia, Montenegro y voluntarios búlgaros, logró quebrantar la defensa otomana y abrirse camino hasta las puertas de Constantinopla. Fue entonces cuando las grandes potencias intervinieron y, bajo el auspicio del canciller alemán Bismarck, decidieron los términos de la paz en el Congreso de Berlín. El objetivo del estadista germano era alcanzar un acuerdo que la preservase entre los imperios europeos, pues era de la opinión que «toda Turquía, incluidas sus diversas tribus, como institución política, no vale tanto como para que los pueblos civilizados de Europa se arruinen en costosas contiendas por ella». En realidad, sin embargo, el tratado perfiló la península balcánica como el principal foco de conflicto en Europa, no solo entre los nuevos Estados independientes y un menoscabado imperio otomano, sino, sobre todo, entre Rusia y Austria Hungría –un imperio multinacional, como el turco en el que cohabitaban múltiples nacionalidades–. Las aspiraciones irredentistas serbias, alimentadas por su aliada Rusia, conducirían menos de cuatro décadas después al estallido de la Primera Guerra Mundial, una contienda que, esta vez sí, arrastraría a los grandes Estados europeos a una vorágine de violencia.