El día en que acusaron a Miguel Hernández de matar a José Antonio
El poeta fue sometido a constantes palizas para que confesara el supuesto delito
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El poeta Miguel Hernández Gilabert (1910-1942) no tardó en ser detenido por la Policía, víctima de una delación, el 30 de abril de 1939. La Policía portuguesa lo puso a disposición de las autoridades españolas el miércoles siguiente, 3 de mayo. Su esposa Josefina Manresa, según le comentó luego el propio Miguel, refería la presencia en el puesto de Rosal de la Frontera del dueño del Cine Salinas y de la Banca Salinas, de la localidad alicantina de Callosa de Segura. Este hombre, cuyo apellido daba nombre a sus negocios, facilitó informes negativos sobre Miguel Hernández a la Policía española que le costaron a éste sangre, sudor y lágrimas: «Con estos informes –aseguraba Josefina Manresa– le dieron una gran paliza que lo destrozaron. A continuación, durante nueve días seguidos, lo sacaban a las dos de la mañana y le daban una paliza. Querían que confesara que él mató a José Antonio. Yo le pregunté si se vengaría, si pudiera alguna vez, y me dijo que no. También me dijo Miguel que a otros también les pegaban en los riñones y orinaban sangre».
Miguel Hernández estaba acostumbrado ya al dolor. Su padre le golpeaba de pequeño con la correa, en Orihuela. «Que voy por la maroma», le amenazaba. Y cuando no lo hacía él, recibía por accidente algún que otro golpetazo en la cabeza. Como el día en que, con solo tres años, rodó escaleras abajo en su casa de la calle de San Juan haciéndose una brecha y varios chichones.
Más tarde, con diez años, mientras jugaba en la calle de Arriba con unos chicos que habían colocado un bote con carburo en el suelo sin que él lo supiera, le conminaron a que se agachase para otear en su interior. Y en el instante en que lo hizo, el artefacto explotó. Las heridas le dejaron cicatrices en la frente y en el rostro para el resto de su vida.
Y ahora, en Rosal de la Frontera, localidad de la provincia de Huelva limítrofe al oeste y norte con Portugal, el poeta de 28 años había recibido la mayor paliza de su vida para que confesase algo que obviamente no había hecho: matar a José Antonio Primo de Rivera, líder de Falange Española. ¿Cabía un despropósito mayor?
En el procedimiento sumarísimo de urgencia 21.001 instruido contra él, hallamos este documento del agente jefe de Seguridad del puesto de Rosal de la Frontera, Antonio Márquez Bueno, informando al alcalde de esa localidad de la detención practicada: «Ruego a V. se sirva admitir en el Depósito Municipal de ese Ayuntamiento a Miguel Hernández Gilabert, el que queda a disposición del Ilmo. Señor Secretario de Orden Público e Inspección de Fronteras. Dios guarde a V. muchos años. Rosal, a 3 de mayo de 1939».
Al día siguiente, a las doce del mediodía, el detenido fue sometido a un maratoniano interrogatorio de diez horas interminables. Junto a él, estaban presentes los agentes del Cuerpo de Investigación y Vigilancia Antonio Márquez Bueno y Rafael Córdoba Collado, probablemente los mismos que debieron propinarle más de una soberana paliza. Tras la declaración, los funcionarios redactaron el correspondiente atestado e inventariaron las pertenencias incautadas al detenido, entre ellas: «Un billete de veinte escudos, una moneda de cinco y otras cuatro monedas de diez centavos cada una (el billete del Banco de Portugal, BZR-08885, de la emisión del 23 de abril de 1937), los dos salvoconductos mencionados en la declaración [...] El libro de poesías de Vicente Aleixandre “La destrucción o el amor”, con una carta del autor en la que le corrige un trabajo suyo, y un auto sacramental editado por él y titulado “Quien te ha visto y quien te ve y sombra de lo que eras”».
Debió llamar la atención de las autoridades, y si no lo hizo fue por un supino grado de incultura, la existencia entre aquellos objetos de un auto sacramental que evidenciaba la inquietud religiosa del poeta, aunque ésta fuese pretérita.
El también poeta alicantino Vicente Mojica señalaba la gran influencia ejercida por Ramón Sijé sobre Miguel Hernández, introduciéndole en el maravilloso mundo de Calderón de la Barca, como antes lo había hecho en los de Garcilaso de la Vega y Francisco de Quevedo. El auto sacramental era la culminación del sentimiento religioso de Miguel, fascinado como estaba entonces por la conservación del estado de gracia. Escribió la obra en 1933, pero la amplió y perfeccionó al año siguiente, influenciado también por Fray Luis de León y San Juan de la Cruz.