Mujeres que marcaron su tiempo

Catalina Micaela, la hija desconocida de Felipe II

La infanta pasó su infancia junto a su hermana mayor, Isabel Clara Eugenia, estudiando y cuidando del futuro Felipe III

Las Infantas Isabella Clara Eugenia y Catalina Micaela, en 1570, pintura de Anguissola
La Infanta Catalina Micaela y su hermana mayor, Isabel Clara Eugenia, en 1570, pintura de AnguissolaLa Razón

El Rey Felipe II (Valladolid, 1527-San Lorenzo de El Escorial, 1598), a pesar de que su personalidad se ha tachado de taciturna, gracias a las investigaciones de los historiadores se ha podido demostrar que fue un buen padre, concepción que sobre todo se tiene a partir del libro «Cartas de Felipe II a sus hijas», de Fernando Bouza. En ellas se demuestra la preocupación que este monarca tuvo a lo largo de su vida, en general, por su familia, especialmente con sus hijas: Isabel Clara Eugenia (Valsaín, 1566-Bruselas, 1633) y Catalina Micaela (Madrid, 1567-Turín, 1597).

La menor pasó su infancia en compañía de su hermana –cuidando ambas de su hermano pequeño el futuro Felipe III– y estudiando Matemáticas, Filosofía, Historia, Literatura y Danza, como era costumbre en la época. Además, su madrastra Ana de Austria, cuarta esposa del Rey, se encargó de las niñas como una verdadera madre.

Por aquellos años, el embajador veneciano Mateo Zane dejó por escrito que la infanta no era tan bella «y graciosa como su hermana, pero sí más alegre y jovial» y, añade, «de aspecto latino, tenía el color tostado de las mediterráneas, el encanto y el misterio florentino, la exquisitez francesa y ese algo indefinible que penetra hasta lo íntimo».

A medida que las hermanas iban creciendo, su relación con su padre fue siendo de mayor importancia. Catalina Micaela, llegado su diecisiete cumpleaños, el Rey le informó que debía contraer matrimonio con Carlos Manuel de Saboya (Rivoli, 1562-Piamonte, 1630), hijo de Manuel Filiberto, primo de su padre.

Los territorios de los Saboya representaban un interés especial para Felipe II pues, con cierta paz asentada en sus diversos reinos, una alianza con los piamonteses (los saboyanos) sería el pacto ideal que configuraría un aseguramiento en el camino que las tropas españolas que debían cruzar desde Italia, desde el Milanesado, hasta los Países Bajos. Asimismo, a Carlos Manuel se le presentó una oportunidad perfecta para conseguir un aliado poderoso que defendiera sus anhelos expansionistas.

Con esta idea, el Rey comenzó a pensar en casar a alguna de sus hijas con el futuro duque de Saboya. En un primer lugar se pensó en Isabel Clara Eugenia ya que era la mayor. Sin embargo, esta se negó en rotundo a casarse con Carlos Manuel ya que pensó que el saboyano no era realmente digno para ella. Así, el duque pasó a contraer matrimonio con su hermana pequeña.

La boda se celebró por poderes en Zaragoza. En la misma ciudad, estando ya los esposos juntos y según la costumbre, tuvo lugar una ceremonia privada, y al día siguiente, un acto público donde se bendijo a los esposos. Aprovechando la ocasión, el Rey decidió conceder a su nuevo yerno el collar de la Orden del Toisón de Oro. Con ello, el duque obtenía la más alta distinción de la nobleza europea. Poco después, ambos pasaron a Barcelona junto con el Rey, desde cuyo puerto partieron hacia sus territorios italianos.

Habiendo llegado a Niza, se celebró un poco más tarde la conmemoración de la victoria en la batalla de San Quintín (1557), en la cual destacaron ambos padres de los esposos, momento que el matrimonio utilizó para hacer su gran entrada en Turín, capital de los territorios de los Saboya.

Catalina Micaela, al igual que su hermana y, en general, su familia, no se mantuvo apartada de los asuntos de Estado sino que se involucró en ellos personalmente. De esta manera tomó parte en varias cuestiones, además de participar en los consejos. Con su buen gobierno, del cual se percató su propio marido –con el que tuvo una gran confianza– y otros testigos de la época, Carlos Manuel decidió que la gobernanza del ducado recayera sobre su mujer mientras que él debía ausentarse por razones de Estado.

El matrimonio tuvo un total de diez hijos, de los cuales sorprendentemente llegaron a sobrevivir (a la infancia) nueve de ellos. Entre estos se encuentran Víctor Amadeo I, heredero de su padre, Margarita de Saboya, virreina y gobernadora de Portugal e Isabel de Saboya, duquesa de Módena, además de tener dos hijas que abrazaron la vida religiosa.

En 1597 tuvo a su última hija, Juana, que murió poco después de nacer. Su madre no tuvo un destino mejor, falleciendo un mes después a causa de las complicaciones del parto. Dejó el mundo con nada más que treinta años, siendo esto una noticia terrible para su padre que morirá tan solo un año después.