La caza de brujas, una invención de la Leyenda negra
La Inquisición Española siempre desconfió de las acusaciones de brujería y dejó de considerarlas un motivo de persecución más de un siglo antes que los protestantes alemanes e ingleses
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La Inquisición es, sin lugar de dudas, el mayor ejemplo de la Leyenda negra que sufre España. Una institución que, según fue vendida internacionalmente en su época, tenía al país atrapado en una cadena inacabable de superstición. España, por culpa de estos mitos difundidos desde Inglaterra, Holanda y Alemania, era percibida como un país atrasado y oscuro dirigido por clérigos encendidos de toga negra que aterrorizaban a la población en nombre de creencias anticuadas. Si hay algún ejemplo de esta narrativa es la constante acusación de cazas de brujas y persecuciones a personas inocentes. Algo que, por supuesto, es falso.
La Inquisición española siempre fue, de hecho, muy poco creyente en este tipo de sucesos. Esto se debe principalmente a que el objetivo de la propia institución era velar por la pureza doctrinal del catolicismo y vigilar las corrupciones derivadas del islam o el judaísmo, no perseguir mitos. Si bien nunca se descartaron totalmente estas acusaciones, por ser posibles señales de una desviación de la norma, en general no eran tenidas en cuenta por considerarse asuntos de superstición. El teólogo Alonso de Castro, una figura de referencia en su época, dio voz al pensamiento de la mayoría de los miembros del Santo Oficio en 1534 al afirmar que dichos asuntos de brujería eran únicamente «supersticiones y ritos paganos por la única razón de la falta de predicación». De hecho, la Suprema Junta de la Inquisición afirmó en 1526 que las acusaciones de brujería no debían ser tomadas en serio casi nunca, y que era necesario «hacer diligencias para cerciorarse, basarse en hechos concretos, no en fantasías, buscar la veracidad, no conformarse con lo que puede ser un engaño ilusorio».
Aun así, tal vez la figura más destacable, también a causa de su reciente fama por la publicación de la novela «Las brujas y el inquisidor» de la mano de la divulgadora histórica Elvira Roca Barea, sea la del inquisidor Alonso de Salazar. Este hombre se vio inmerso en el proceso de las Brujas de Zugarramurdi (1609-1610) y, tras su finalización, dio una opinión severa que causaría el cambio definitivo de la institución. De acuerdo con su opinión, la brujería no existía y nunca «hubo brujas ni embrujados en el lugar hasta que se comenzó a tratar y escribir de ellos». Según su punto de vista, siguiendo la idea de Castro, eran únicamente desviaciones propias de la ignorancia y el desconocimiento. Tanto impacto tendría su testimonio que la Inquisición se desdijo de las condenas que había impartido, obligando a las iglesias locales a no exhibir quienes habían sido condenados para que no cayese vergüenza sobre sus familias o descendientes. Este es tenido, como afirma Carmelo Lisón, como «el fin de la brujería satánica en España. Pero no en Europa...».
La Inquisición Española condenó tan sólo a 27 personas por este delito en más de 300 años de historia, frente a las más de 25.000 que se registraron en Europa central y las 2.500 en territorios anglosajones. Frente a las pretensiones racionalistas de la Inquisición, en la mayoría del mundo protestante las persecuciones continuaron hasta el siglo XVIII en nombre de supuestas conspiraciones satánicas o pactos con el Demonio que plagaban los tribunales de esa época. La falta de una institución religiosa organizada, dejando en manos de sacerdotes locales el proceso, así como la lucha entre católicos y protestantes en esas regiones favorecieron un ambiente de superstición y duda constante que se cobró la vida de miles de personas, en especial, las de las mujeres. Famosos son los casos de las Brujas de Salem (1692) en las colonias inglesas de América o las masivas persecuciones de 1600 en Liechtenstein, que eliminaron hasta el 10% de la población en un esperpento de acusaciones cruzadas y clérigos encendidos. Hay que destacar también la brutalidad de los calvinistas en Suiza, que llegaron a quemar a 10.000 personas en poco más de un siglo. Al igual que Liechtenstein, diezmando su población.
Y es que el terror por la caza de brujas, al contrario de lo que afirma la Leyenda negra, no era un fenómeno español, sino protestante. Un mito más que pretendía situar a España como un país atrasado y salvaje, supersticioso y radical. Una narrativa antiespañola que flotaba entre el humo de las hogueras de Alemania e Inglaterra.