Hallazgos arqueológicos

¿Cuándo se inventaron las cárceles?

Las prisiones eran un lugar de castigo, pero hoy se busca que sirvan para la reinserción; sin embargo, esa no es una idea tan moderna como se puede pensar

¿Cuándo se inventaron las cárceles?
Imagen del Himno a la Diosa Nungal, la diosa mesopotámica de las prisionesImagen del Himno a la Diosa Nungal, la diosa mesopotámica de las prisiones

Con buenas razones, tendemos a pensar que nuestra época es la mejor de la historia de la humanidad con respecto a los derechos de los individuos aunque, obviamente, aún se observan enormes y brutales desigualdades en el globo e, incluso, en el seno de aquellas naciones que encabezan los indicadores de derechos humanos. Estas diferencias se ven a través de diversos aspectos y uno de los más elocuentes es, ciertamente, el ejercicio de la justicia y el tratamiento a los peores criminales. Frente a un pasado donde la justicia era básicamente redistributiva, ejemplarizante para el conjunto de la población, la influencia de la ilustración, con el gran Cesare Beccaria a la cabeza, llevó a una concepción distinta. Aunque existen países que siguen empleando la pena capital, en la mayor parte del globo el castigo suele consistir en la privación de la libertad. Una estancia en prisión que, además, debe orientarse «hacia la reeducación y reinserción social», tal y como aparece, por ejemplo, en la Constitución Española.

Si lo comparamos con la antigüedad, y en particular con el gran espejo deformante que es Roma, las prisiones tenían una misión distinta. La detención no era un fin en sí mismo, sino la antesala del castigo, fuera el que fuera, pues como se indicaba en el Digesto romano, «la cárcel debe servir para retener a las personas, pero no para castigo de las mismas» aunque, como señala Pilar Pavón, catedrática de la Universidad de Sevilla y la mejor investigadora española en el estudio de las cárceles romanas, también podían ser utilizadas para albergar a los «furiosi» o dementes incontrolables para sus familiares. Dejando de lado esta excepción, la más famosa de las prisiones romanas, el Tullianum o Cárcel Mamertina, localizada en el monte Capitolino, albergó a muchísimos enemigos de Roma antes de ser ejecutados por sus crímenes. Así le ocurrió, por ejemplo, a los afamados Vercingetorix y Lucio Elio Sejano, retenidos hasta su mortal estrangulamiento. Uno por haber encabezado la resistencia de las Galias contra Julio César, y el infausto Sejano, por los celos y temores del paranoico Tiberio. Esa espera debía ser durísima, como certifican las fuentes sobre las condiciones de vida y el tratamiento de los internos, mejorando algo merced a la influencia cristiana, como lo demuestra la legislación de Constantino I, mientras que habría que esperar a la época bizantina para que, por influencia del mismo credo, se empezara a estimar la cárcel como lugar de expiación y arrepentimiento, es decir, como una pena en sí misma.

Pues bien, la predominante concepción de la prisión como espacio de separación del culpable con respecto a la sociedad y como espacio de castigo cambió, tal y como analizó Michel Foucault en su «Vigilar y castigar», para convertirse en una institución más garantista y enfocada a la reinserción del preso. Sin embargo, este tratamiento moderno al recluso no es, en absoluto, una creación exclusivamente occidental, tal y como lo ha estudiado recientemente el historiador norteamericano John Nicholas Reid, autor de una estupenda monografía sobre las cárceles en Mesopotamia. Lo cierto es que cuando hablamos de este territorio tendemos a obviar que son muchas y diversas las culturas que se sucedieron. De este modo, de forma bastante generalizada, al pensar en la noción de justicia, se suele apelar al célebre código de Hammurabi, uno de los más antiguos conjuntos de leyes de la historia de la humanidad y que, aunque también incluyera ciertas salvaguardas para los acusados, se basaba en la justicia retributiva a través del principio del «ojo por ojo». Sin embargo, como he dicho, Mesopotamia era diversa. Y así, Reid analizó una tablilla escrita hace cerca de cuatro mil años por un aspirante a escriba en una eduba de Nippur y conocida como el Himno de Nungal, la diosa de las prisiones e hija de Ereshkigal, soberana del inframundo. En este texto, a un condenado a la «boca de la muerte» se le condona por reclusión en la «Casa de la vida», dónde la diosa subraya que vivirá una experiencia catártica, puesto que tendrá la oportunidad de reconciliarse con sus dioses al purificarse de sus pecados y, así, una vez cumplida su pena, reintegrarse en una sociedad que lo había apartado. A pesar de la distancia temporal, es justo reconocerle el mérito a esta preocupación por los fines y beneficios de la encarcelación aunque, también, todo sea dicho, el himno señala el infierno que le esperaba al preso. Desde la suciedad hasta la amenaza de las serpientes y los escorpiones. Quizá no coincida con Beccaria, quien advirtiera que el fin de las penas no es «atormentar y afligir a un sensible», pero representa un acercamiento a una idea que podríamos pensar propia de nuestro mundo y, por ello, nos aporta un poquito de humildad sobre nuestra moderna sensibilidad.