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Filosofía

¿De dónde viene la mala fama de los sofistas?

El enfrentamiento de ideas con las de Platón y Sócrates ha pasado factura a un grupo de pensadores "sabios" de los que se tiene una imagen distorsionada y algo injusta

Demócrito (centro) y Protágoras (dcha.) retratados por Salvator Rosa .

La época clásica de Grecia, la de Pericles, está marcada por el máximo desarrollo de su célebre sistema de gobierno, la democracia, que se había inaugurado ya en el año 507 a.C. por Clístenes y que, a lo largo del siglo V, se va a expandir a otros lugares.

Este sistema, que hoy reconocemos, con Churchill, como el mejor posible hasta la fecha, corre parejo con nuevos desarrollos del discurso filosófico: tras el callejón sin salida de la ontología presocrática, que solo superarán, cada uno a su modo, Platón y Aristóteles, las figuras sapienciales en la escena pública experimentan una enorme transformación que gira hacia la ética y la política: el ejemplo más claro es la polaridad entre los sofistas y Sócrates. Y todo ello en un marco público en el que surge la necesidad de aprender a defender las posturas de cada cual en estos ámbitos. Ahí destacan estos llamados sofistas, cuya obra, pensamiento y oratoria tienen un enorme interés. Debemos gran parte de su mala fama al enfrentamiento que retrata Platón en sus diálogos entre ellos y Sócrates: a este defendiendo la verdad, la justicia, la belleza y la bondad frente a unos sofistas retratados como meros relativistas que lo ponen todo en cuestión y que creen en el derecho del más fuerte... Pero esta es una imagen distorsionada y algo injusta.

Obras perdidas

Hemos perdido casi todas las obras de los sofistas, como Gorgias o Protágoras, a los que el propio Platón trata con respeto en sus diálogos y le dedica las obras homónimas. Ellos también se ocuparon de hacer avanzar el pensamiento: a su modo, solventaron el problema del ser con las primeras estocadas escépticas. Gorgias teoriza, radical y burlonamente, sobre el no-ser, recordando los escritos sobre el ser o sobre la naturaleza de Parménides o Heráclito: «Nada existe, si existiera no podría ser conocido, si fuera conocido, no podría ser comunicado»... Protágoras no se mete en teología: «Sobre los dioses no puedo saber ni que existen ni que no existen ni, respecto a su forma, cómo son. Pues muchas cosas son las que me impiden saberlo, tanto la oscuridad del tema como la vida del hombre, que es breve». Prefieren la vertiente más pragmática de la filosofía: ética y política.

De hecho, hay que reconocer a los sofistas como los grandes teóricos de la democracia, por ejemplo, y entre otras muchas cosas. Aunque lamentablemente hayamos perdido casi todos sus escritos. Es una pena, no obstante, que se haya pasado por alto su aportación histórica y últimamente se tiende a rehabilitarlos un tanto. Me da por pensar, en realidad, que su mala fama es también la que ha quedado en el imaginario colectivo posplatónico reservada para la retórica y la oratoria. Sea la primera, si definimos al modo aristotélico, el conjunto de reglas que se refieren al arte de hablar o escribir de forma elegante y persuasiva o, como dice la RAE, el «arte de bien decir», o sea, de dar al lenguaje eficacia para deleitar, persuadir o conmover... Sea la segunda, la oratoria, la práctica elocuente de la primera ante un auditorio público.

Eslóganes apresurados

Huelga decir que en la Atenas de esta época periclea, a la que llegan en tromba estos maestros de la sofística para enseñar sus artes persuasivas, era vital saber convencer a las multitudes, con una asamblea política de un mínimo de 6.000 personas y unos tribunales también multitudinarios... Por eso los sofistas fundan escuelas que enseñan a triunfar en el mundo de la política y la judicatura. Muestran cómo argumentar y convencer con herramientas imbatibles, sí, pero sobre todo cómo pensar de forma implacable. Porque la retórica instruye primero para encontrar ideas y argumentos y luego organizarlos, es decir, enseña a pensar.

Y esa escuela de pensamiento no nos es ajena hoy. No hay actividad humana que no precise de sus recursos de comunicación, convicción y persuasión. Echamos de menos en nuestros días de eslóganes apresurados y tuits de pocos caracteres, que marcan el debate público con consignas entre bloques, algo de la sofisticación de ese mundo de los grandes sofistas de la Atenas de Pericles, como tituló Jacqueline de Romilly un estudio ya clásico que los homenajea. Menos debate en las redes y más de la buena retórica es lo que habría que pedir recordando a los grandes oradores: pero no solo a griegos, sino posteriores, hasta llegar a Ortega o Kennedy, entre otros, que mostraron el poder de la palabra para mover a las personas a grandes fines.

Pero volvamos a Grecia. El origen de la retórica (el estudio detallado de la composición de discursos) se suele situar unos años antes de la Atenas de Pericles, cuando se implanta en Siracusa un gobierno con libertades, después de la caída de la tiranía, y empiezan a surgir pleitos para recuperar las tierras expropiadas. Entonces aparece la necesidad de enseñar y aprender a hablar en público. Cuenta Cicerón que los inventores de la retórica son Córax y Tisias, maestro y discípulo casi legendarios, que simbolizan el comienzo de la retórica. Como se ve, está relacionada con el origen de la democracia, pero también con la paradoja de la verdad y la mentira, con el poder de la palabra para arrastrar los ánimos.