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Historia

Isabel, la reina que disciplinó a la nobleza

Terminada la Guerra de Sucesión Castellana, la aristocracia castellana capituló frente a Isabel la Católica. ¿Habría sucedido igual en caso de haber ganado su oponente?

Isabel I de Castilla, retrato anónimo
Isabel I de Castilla, retrato anónimoRoyal Collection

Entre los años 1475-1479 Castilla se sumió en una guerra espantosa, larga y terrible, entre dos facciones, cada una con su propio candidato y su propia visión política. Al término, se sentaba en el trono una nueva reina: Isabel, más conocida como Isabel la Católica. Su reinado inauguró una nueva era en la historia de Castilla, no menos por el hecho de que implicó la unión dinástica entre los reinos de Castilla y Aragón, por efecto del matrimonio de Isabel con Fernando II de Aragón, más conocido como Fernando el Católico. Pero no fue ese el único cambio. Hubo otro que, aunque más discreto, probablemente fuera más relevante que aquel. Para entenderlo debemos remontarnos unos años atrás.

Con anterioridad a la mencionada guerra gobernaba en Castilla Enrique IV, conocido por sus detractores como “el Impotente”. En efecto, los últimos años de su reinado fueron una verdadera pesadilla política. La nobleza castellana había alcanzado un inusitado poder, y hacía sombra al rey, sometiéndolo a un constante chantaje para que le brindara mercedes a cambio de su lealtad. A tanto llegó su descaro que se rebelaron abiertamente en lo que se conoce como la Farsa de Ávila. La crisis apenas pudo ser sofocada tras una batalla de resultado incierto (Olmedo) y un pacto con los rebeldes que no hacía sino cronificar la debilidad de la corona. Linajes como los Mendoza, los Pacheco o los Estúñiga actuaban en beneficio propio, y con una autonomía y agresividad tales que hacían peligrar la misma unidad del reino.

Una muerte que empeoró el problema

La muerte de Enrique no hizo sino empeorar el problema. A la debilidad de la institución real se sumaba, ahora, un conflicto sucesorio. Se configuraron dos bandos, cada uno con su candidato: el juanista, que defendía la candidatura de Juana, la hija de Enrique, apodada la Beltraneja por sus adversarios, pues habían hecho circular el bulo de que no era hija del rey sino de su valido, don Beltrán de la Cueva. La facción opuesta defendía la sucesión en Isabel, la futura Isabel la Católica, hermanastra de Enrique.

El triunfo de esta última, tras cuatro años de sangría, abrió una nueva página en la historia de Castilla que en nada se parecía a la anterior. Apenas callaron las armas, los reyes católicos convocaron cortes en Toledo. Reforzados por su triunfo militar y fuertemente influidos por el derecho romano, acometieron una profunda reorganización del Estado.

Primero abordaron la recuperación de las rentas y el patrimonio real que habían sido enajenados en tiempos de Enrique IV, tema espinoso que podría haber concitado el odio de algunas familias de la alta nobleza, pero que, sorprendentemente, fue aceptado por todas.

Tiempo de juristas y letrados

Pero lo más relevante vino a continuación: a cambio de que sus propiedades y rentas fueran garantizadas a perpetuidad, la nobleza –y, en particular, la alta nobleza– cedió toda influencia política. Fue apartada de los cargos de la administración, que fueron ocupados por juristas y letrados formados en universidades y procedentes de la baja nobleza o burguesía. Eso implicó también perder acceso a los maestrazgos de las órdenes militares, que fueron todos asumidos por el rey Fernando. La creación de un ejército profesional permanente, al servicio de la corona y no de noble alguno, fue otro de los ingredientes principales en este proceso encaminado a una mayor centralización política.

La tónica de disputa entre nobleza y Corona que había atenazado al reino en las décadas pasadas se zanjó definitivamente con la consolidación de la autoridad real. Isabel y Fernando supieron “domar” a la nobleza castellana, que en adelante se convertiría en una mera comparsa del séquito real. Fue así como, mediante la limitación del poder de la nobleza, el reino pudo sanar de la anarquía y desgobierno que lo habían lastrado antaño.

Esto, a su vez, permitió que Castilla se lanzara a empresas ambiciosas, como la conquista de Granada y el descubrimiento y exploración del Nuevo Mundo, sucesos ambos de inmensa relevancia que difícilmente se hubieran podido acometer con una nobleza indisciplinada.

Desconocemos cuál fue el pensamiento político de Juana, si es que lo tuvo, pero es difícil imaginar que tuviese ni la determinación ni la autoridad necesarias para doblegar a la nobleza. Es por tanto probable que, en caso de haber ganado la guerra, el régimen político heredado de su padre, el rey Enrique –pactista y no autoritario– se hubiera perpetuado durante al menos una generación más, condenando a Castilla a una dinámica de “Estado fallido” que habría impedido cualquier desarrollo futuro. El triunfo de Isabel sobre Juana fue, por tanto, determinante en la historia del reino.

Portada de 'Isabel la Católica. La lucha por el trono'
Portada de 'Isabel la Católica. La lucha por el trono' Desperta Ferro

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