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La vida amorosa del Che: cuando el revolucionario se casó de penalti

Hilda y Ernesto practicaban el comunismo sin protección. Guevara tomó el palacio de invierno de la peruana, y la partera de la historia hizo su trabajo. "Ernestito, tengo dos faltas", dijo ella
La otra vida del Che GuevaralarazonLa Razón

Madrid Creada:

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Se casó de penalti. Ese era el Che. Hay que reconocer que, además de matar, le gustaban las mujeres. Conoció a la peruana Hilda Galdea en su viaje de revolucionario ni-ni. El argentino se había cansado de su vida de adolescente rebelde, de acostarse con las criadas de sus padres, y de la Facultad de Medicina. «Pringaos –dijo a sus compañeros de pupitre–, mientras vosotros estudiáis aquí yo aprobaré las asignaturas de la vida viajando». Con el dinero de papá compró una moto y se lanzó hacia arriba en el mapa.
Hilda tenía estudios y carrera política. El Che tenía repulsión al agua y al trabajo. Se conocieron en 1954, en Guatemala. Podría haber sido peor, pero hicieron comunismo y surgió el amor. Ella era dada a los imposibles, lo propio del idealismo inconsciente, y pensó que debía convertir al argentino en un hombre de provecho. Lanzó así a Ernesto al networking. «Debes conocer a gente que te pueda colocar en algún sitio», dijo Hilda. Guevara lo aceptó siempre que fuera en fiestas de esas que empiezan con tratamiento de usted y acaban con todos abrazados, tambaleándose, mientras se desentona «La Internacional». «Me llamo Fidel, chico, y este es mi hermano Raúl», dijo un tipo alto con la cara salpicada por mechones de barba. Fue así que se produjo la conexión cósmica entre Guevara y los hermanos Castro, pero esa es otra historia.
El caso es que Hilda y Ernesto practicaban el comunismo sin protección. Guevara tomó el palacio de invierno de la peruana, y la partera de la historia hizo su trabajo. «Ernestito –dijo ella, tengo dos faltas». «Pues eso es tarjeta roja y expulsión», contestó el ocurrente argentino con un chiste que no tiene ni repajolera gracia. «No, es penalti», respondió Hilda. Hicieron la lista de bodas en El Corte Mexicano y pasaron por vicaría el 18 de agosto de 1955. Para completar el kit revolucionario se fueron de luna de miel a un hotel en Yucatán. No es por señalar, pero tras su paso por allí esa región mexicana sufrió el peor huracán de su historia.
Harto de cambiar pañales Guevara decidió cambiar el mundo. Abandonó a Hilda con un prometedor «Voy a por tabaco». Lo que no dijo a su esposa es que iba a comprarlos a un estanco en Cuba. Embarcó con los hermanos Castro en el yate «Granma», adquirido a unos jubilados. El barco era una piltrafa. Pasaron el trayecto sacando agua con cubos. Embarrancaron y quisieron llegar a la orilla, pero ante los disparos del ejército cubano dejaron todo y se lanzaron al monte. Y allí se instaló Ernesto, ya conocido como «el Che», aburrido, incubando huevos revolucionarios y purgas. Sin nada que hacer escribió a Hilda una carta que, lejos de rememorar sus momentos de amor comunista, decía: «Estoy en la manigua cubana, vivo y sediento de sangre». Firmó «Tu Ernesto». Aquello era un detalle porque antes firmaba como «Stalin II». A ver, el Che era tan romántico como fiel. En Sierra Maestra se distrajo con Zoila, una chica de piel tostada a la que abandonó diciendo: «No me calientes la cena».
Agotados de esperar el fin, los barbudos se fueron a hacer la guerra. El Che, con tanta instrucción militar como conocimientos de física nuclear, se puso al mando de la Columna Ocho. A principios de noviembre de 1958, descansó en El Pedrero. Allí se acercó una comisión del Movimiento 26 de Julio. Entre los comisionados iba una chica de 22 años llamada Aleida March, universitaria, hija de propietarios de tierras y muy mona. Se miraron y hubo flechazo. Esto es lo tiene luchar contra Batista y la CIA, que la vida parece una serie turca de mediodía. La pareja hizo comunismo hasta que se enamoró. «Cari, estoy casado». «Yo también, gordi».
Ernesto pidió el divorcio a Hilda, a la que no veía desde hacía tres años, pero la invitó a ir a Cuba. Y así se lio todo. La peruana y Aleida no se tragaban. Hilda aprovechaba para estar con el Che todos los días con la excusa de llevar a su hijita de visita. Esto encolerizó a la heredera de los March. Celosa de su propiedad marital ordenó que sus guardaespaldas recogieran a Hildita, la hija de Guevara, y evitar así las visitas. Luego, sin pausa, organizó su matrimonio con el revolucionario. Ella de blanco, y él de verde oliva. Fidel no asistió porque lloraba en las ceremonias.
A partir de ahí, Ernesto y Aleida fueron felices, fusilaron perdices, y tuvieron cuatro hijos en cinco años. Eso sí, discutían en público porque al Che le disgustaba que ella tuviera protagonismo. Pero se querían. Antes de marchar a Bolivia, donde murió en 1967, le dedicó un poema que, en su estilo, decía: «Salgo a edificar las primaveras de sangre y argamasa». Qué bonito.

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