Zygmunt Bauman, el regreso del profeta líquido
Una extraordinaria biografía repasa su obra, que supo diseccionar problemas de hoy como el totalitarismo o la desigualdad
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El profeta de nuestro tiempo, el sociólogo Zygmunt Bauman, es uno de los autores fundamentales del siglo XX cuya obra permite comprender como pocas los derroteros que ha de recorrer el XXI. Nacido en Polonia en 1925, comenzó su carrera como profesor en la Universidad de Varsovia, pero acabó enseñando en Inglaterra, donde falleció en 2017 después de una vida de intensa observación e investigación de nuestra realidad social y cultural. Entre sus muchos reconocimientos, nuestro país le otorgó el Príncipe de Asturias en 2010. Fue un sagaz conocedor de los fluctuantes caminos de la modernidad y es muy recomendable frecuentar su obra como guía para nuestro tiempo, pues aborda temas clave para la educación, la historia contemporánea, la justicia y la sociedad en las modernas democracias occidentales.
Su propia vida ilustra bien el convulso siglo que le vio nacer y merced al cual supo analizar el devenir histórico de la modernidad: judío de origen, huyó de Polonia a Rusia ante la persecución nazi y luego tuvo que marchar al exilio tras ser purgado de la universidad durante la época comunista. Terminó como profesor en la Universidad de Leeds, donde ejerció la docencia y la investigación durante más de 40 años y donde murió a los 91.
«La nueva pobreza»
Si hubiera que esquematizar su pensamiento, se podría decir que Bauman evolucionó del marxismo hasta una sociología ecléctica que quiso explicar la economía y la sociedad desde la tensión entre las diferencias de clases y la nivelación imperfecta que procura la modernidad global. Si hubiera que glosar su obra, se podría empezar por sus trabajos sobre historia contemporánea europea, con el totalitarismo como terrible despertar del sueño de la razón ilustrada, y continuar con los estudios de las desigualdades económicas en la globalización, en libros como «Legisladores e intérpretes», «Modernidad y Holocausto» y «Modernidad y ambivalencia», donde se muestra crítico con las ideologías esencialistas, pero también con la vertiente más despiadada del liberalismo capitalista. Mostró especial interés por las clases más desfavorecidas y en lo que denominó «la nueva pobreza», investigando los fenómenos de exclusión social. Los marginados, las migraciones al llamado «primer mundo» y los desequilibrios sociales fueron campos de su atención preferente.
Pero lo que realmente marcó sus estudios acerca de la modernidad, demasiado cambiante y escurridiza para ser aprehendida por el filósofo o el sociólogo en un sistema cerrado, es su celebrado concepto clave de «modernidad líquida». En una tríada de libros como «Modernidad líquida», «Amor líquido» o «Vida líquida», Bauman esboza su visión teórica de cómo el individuo y el colectivo, las identidades y las sociedades, se muestran en continua evolución, en disgregación y agregación, frente a la sociedad «sólida» del antiguo régimen. La modernidad, desde el largo siglo XIX o, más recientemente, a partir de la Segunda Guerra Mundial, se configura como un mundo sin seguridades ni valores clave que se muestren fijos, sin puntales ideológicos o inamovibles, sino ciertamente marcado, en la era del consumo global, por lo relativo y lo evanescente, por una nueva sofística posmoderna. Fue este concepto, lo «líquido», el que permitió a Bauman conformar un cierto sistema sui generis para teorizar acerca de los diversos fenómenos de la modernidad en estética, moral, sociedad, mercado, educación o relaciones interpersonales, entre otros muchos ámbitos que estudia.
Una gran utopía
Lo más relevante de la obra de Bauman para el lector actual, sin embargo, es cómo supo anticipar fenómenos y quiso aventurar propuestas. Para la mejora de la sociedad continuamente cambiante y movediza que supo analizar postuló una ciencia social sagaz y casi profética que se anticipaba a las transformaciones y trataba de prevenir los conflictivos en pos de una justicia equitativa que no es –como las grandes utopías, de Platón a Tomás Moro– un paradigma irrealizable, sino que, a través del estudio y la comprensión de los procesos de cambio, tiende al equilibrio humanístico.
De ahí el gran interés con el que, en sus últimos años, trató el tema de la educación. «Se la ve –dice Bauman– más como un producto que como un proceso. Así, la educación parece abandonar la noción de conocimiento útil para toda la vida para sustituirla por la noción de conocimiento de usar y tirar. Esa concepción es uno de los retos a vencer. La educación debería ser una acción continua de la vida y no dedicarse únicamente al fomento de las habilidades técnicas. Lo importante es formar ciudadanos que recuperen el espacio público de diálogo y sus derechos democráticos, para así ser capaces de controlar el futuro de su entorno y el suyo propio. Cuando el mundo se encuentra en constante cambio, la educación debería ser lo bastante rápida para agregarse a éste. Estamos ante la educación líquida».
Hablando de Platón, es obvio que no se puede tender a la armonía y a la justicia social ni a una mejora de la convivencia en comunidad sin un énfasis en la educación libre, de calidad, igualitaria y basada en el mérito, la excelencia la búsqueda de la verdad y el conocimiento. Hagamos caso a los maestros, frecuentemos a los sabios, antiguos y modernos, que ven en la educación la clave de la felicidad individual y colectiva. De los clásicos a Bauman y viceversa.