Opinión
Boris Johnson entre los sofistas y Platón
Lejos de explicarse solo como el éxito de un político histriónico que, supuestamente, conecta con la gente por su populismo, como se le ha querido presentar de forma muy simplista, el de Boris Johnson es un caso particular. Me parece incorrecto asimilarlo directamente a otros gobernantes excéntricos –el ejemplo de Donald Trump suele aducirse aquí– aunque sus objetivos en parte sean coincidentes. Independientemente de su controvertida trayectoria, desde el periodismo a la política, el recién reelegido primer ministro británico se caracteriza ante todo por la excelencia oratoria que le proporciona su verbo arrollador y por la cultura clásica que exhibe constantemente. Frente a los breves y brutales «tuis» con los que Trump construye su básico discurso, Johnson es conocido por hablar por extenso, de forma aparentemente improvisada, con tono irónico, afilado y persuasivo, con una elocuencia que le ha granjeado la confianza mayoritaria de todo tipo de votantes. ¿Cómo lo consigue? Versado en retórica, literatura y lenguas antiguas, Johnson estudió en Eton, la prestigiosa institución que educa a los adolescentes de una reducida élite que, no por casualidad, tiene en el centro de su currículo el griego y el latín. Luego destacó como universitario en los círculos de debate y se graduó en Lenguas Clásicas en el Balliol College de Oxford. Esa puede ser una de las claves de su éxito.
Johnson es un entusiasta del mundo clásico y no ha perdido ocasión de demostrarlo, usando palabras, mitos y obras clásicas e incluso vistiendo toga para defender el estudio de la antigüedad en las escuelas frente sus detractores. Circula por las redes un vídeo en que recita de memoria, en griego clásico, los cien primeros versos de la «Ilíada» de Homero, reproduciendo además correctamente la métrica del hexámetro. En otros, aparece, cuando era alcalde de la capital británica, declamando una oda en esta lengua en la víspera de la celebración de los Juegos Olímpicos o comparando interesadamente, en brillantes conferencias, la munificencia de la Atenas de Pericles, su político favorito, con el Londres preolímpico. Relató, en un discurso ante la Asamblea General de la ONU, el mito de Prometeo comparándolo con la experiencia del Brexit. Y es muy recordado su vibrante debate «Grecia vs. Roma», también en las redes, enfrentado a la conocida clasicista Mary Beard –de la que le separan muchos puntos fundamentales en la relectura del mundo clásico–, en una pugna intelectual de viva ironía y rivalidad entre el político proheleno, de formación oxoniense, y la profesora filorromana de Cambridge.
Es claro que su conocimiento del mundo clásico no le ha convertido en un erudito abstraído o elitista, sino que ha adaptado los códigos de aquella fundamental y utilísima cultura y sus modos de expresión de una forma que le ha facilitado llegar a una enorme sección del pueblo británico de forma totalmente transversal: desde las clases populares a las altas. La persuasión por la palabra es, más allá de toda duda, el secreto de su éxito. Su discurso sigue patrones y consejos de oratoria que se encuentran en los manuales de retórica clásica, desde Aristóteles a Cicerón: la «inventio» o «heuresis» de argumentos –no siempre de forma ejemplar, todo hay que decirlo– hasta las estratagemas más variadas de argumentación, con cierta dosis de «performance», poniéndose la máscara de la «actio» clásica, con la que ha cautivado a votantes de diversa condición. Un discurso plagado de referencias al «ethos» del orador, su propio personaje público, tan cuidadosamente elaborado, con un «logos» de razones claras –que consigue que sean mayoritariamente percibidas como coherentes y sensatas–, y un «pathos» o emoción que transmite y que sabe explotar, desde el orgullo de clase al miedo (de todo tipo), pasando por el patriotismo. Su oratoria clásica, una lección bien aprendida desde Eton y Balliol, lejos de alejar al votante popular como si fuera una actitud elitista y excluyente, se ha demostrado un enorme acierto del «personaje Boris».
¿Ha conseguido Johnson una ganancia de «sabiduría verdadera», como hubiera querido el viejo Sócrates, por estudiar Filología Clásica? No lo parece, pero lo que está claro es que domina la poderosa sofística como experto en pronunciar discursos ingeniosos y difíciles de contrarrestar. Su caso prueba que los clásicos, aparte de proporcionar a quien los conoce un capital cultural y simbólico de incalculable valor, también dotan de herramientas prácticas para triunfar, argumentos y oratoria a prueba de calamidades parlamentarias. Nos falta, en cambio, el tercer pilar formativo que, en mi opinión, procura el mundo clásico: el moral. Precisamente lo que reprochaba Platón a los sofistas, de los que Johnson es claro émulo: ir más allá de la retórica, hacia una dialéctica que conduzca a valores comunes, como es el Bien, en este caso el Bien Común. Como quiera que sea, en lo que atañe a nuestro argumento, su caso vuelve a evidenciar la utilidad de las humanidades clásicas para el mundo de hoy.
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