Música e historia

Shostakóvich y Stalin, dos caras de una misma moneda

El director de orquesta Xavier Güell dice haber llegado al «punto culminante de mi literatura» con «Shostakóvich contra Stalin», novela donde se pone en la piel del compositor para narrar su paranoica relación con el poder soviético

Dmitri Shostakovich y Stalin.
Dmitri Shostakovich, a la izquierda, y Iósif StalinAgencia AP

La música, al sensibilizar de forma universal y sin atender a idiomas o culturas, es un filón para la política. Decía Ludwig Wittgenstein en su «Tractatus logico-philosophicus» que «de lo que no se puede hablar, hay que callar». Pero Xavier Güell, director de orquesta y escritor, acierta matizando que «lo que no se puede hablar se puede decir con música». Ella es vía infalible para distribuir ideas, para calar en los pensamientos sin distinciones. Es, por tanto, una suerte de arma emocional. No podemos hablar de historia de la música sin relacionarla con las presiones del poder, sin la propaganda. La literatura de Güell refleja «esa lucha descomunal de los artistas a pesar de la presión que reciben del mundo, sobre todo de la política, en situaciones dramáticas y complejísimas». En su tetralogía «Cuarteto de guerra», el autor ha narrado las vicisitudes que Richard Strauss lidió por los caprichos de Hitler, así como el exilio de Béla Bartok para dejar constancia de su radical oposición a Horthy, el Führer y Mussolini. Ahora, en la tercera entrega, se traslada a un país de historia política compleja, Rusia, y de la mano de un compositor esencial aún en el siglo XXI.

En «Shostakóvich contra Stalin» (Galaxia Gutenberg) el novelista refleja cómo el compositor «tuvo que vivir bajo las órdenes de Stalin». Pero esta no es una historia de sumisión ni desgaste. El régimen soviético imponía exigencias a los artistas de cualquier ámbito: que las obras fueran de fácil acceso y que ensalzaran los grandes logros del sistema. «Eso, de alguna forma, mató la creatividad de la mayor parte de artistas de los años de terror de Stalin, y el único que se salva de la quema es Shostakóvich», apunta el autor. El creador ruso sí cumplía dichas directrices, «pero a la vez fue capaz de conservar su identidad, ser el mismo más que nunca». La de Stalin y Shostakóvich fue una historia repleta de contradicciones y claroscuros, una relación de amor y de odio, tremendamente peculiar y que Güell retrata en su nueva obra que, asegura, «es el punto culminante de mi literatura. Shostakóvich es un creador difícil de entender, y escribir más de 400 páginas en primera persona es un reto».

Después de casi tres años, Güell ha conseguido meterse en la piel del compositor en un libro que, apunta, «es como una ópera, con un preludio, tres actos, un intermedio entre el segundo y el tercero, una coda y un final. Todo el libro ocurre en 8 horas, el 5 de agosto de 1975, cinco días antes de morirse el compositor». Durante ese tiempo, está acabando la que será su última obra, «Sonata para viola y piano», donde espera la llegada de un personaje desconocido y donde, mientras tanto, repasa los momentos más críticos de su viaje personal en la vida. Y en sus pensamientos entran esos paradójicos capítulos que vivió junto a su música y junto a las exigencias del bárbaro Stalin. Cabe mencionar, entre estos recuerdos, un día clave: el 26 de enero de 1936. Hasta entonces, Shostakóvich, que quería ser un compositor progresista y experimental, el Schönberg soviético, era el artista más mimado de a Unión Soviética. «Todo esto se aborta de cuajo cuando Stalin y sus ministros asisten ese día al Bolshói, a la representación de ‘‘Lady Macbeth de Mtsensk’’», apunta Güell. Dicha ópera se había subido más de 200 veces a los escenarios soviéticos, enormemente alabada. «Pero Stalin no la había visto, y aquel 26 de enero decide hacerlo. Shostakóvich se preocupa, porque el dictador era conocido por su rechazo a aquellos con un gran éxito que pudieran ensombrecerle. Y, efectivamente, en medio de la representación, Stalin se levantó de su palco blindado y se fue del teatro». Al día siguiente, en el diario «Pravda», órgano oficial del Partido Comunista, se publica en la página de la editorial la crítica «Caos en vez de música», una amenaza clara y directa hacia el compositor. “A partir de ese momento», continúa el escritor, «se le cae el mundo encima».

Se amedrenta, pero no se rinde. Shostakóvich cambió su manera de escribir música, pero con una fórmula inteligente e insólita. Ejemplo de ello es la Quinta Sinfonía. «Es una menos atonal, más directa, más asequible para un gran público, y ensalza los valores del sistema. Sin embargo, y ahí está lo verdaderamente genial del creador, es capaz de aparentar una cosa y ser otra». Resume Güell que aquella pieza es en el fondo «una dramática que se dirige a las grandes víctimas que sufren y han sufrido a lo largo de la historia por los totalitarios que han privado a los hombres de un destino feliz». Cuando Stalin se da cuenta del fabuloso poder mediático del creador, ante todo gracias a su Sinfonía más internacional, la Séptima, le encarga una Novena: quiere, como Beethoven hizo con el Emperador de Austria, que se la dedique. Pero hace todo lo contrario. Stalin le castiga, le expulsa sin contemplaciones, prohíbe su música, «y consigue casi dejarle en la indigencia. Un año y medio después, le pide que forme parte de la delegación soviética en la Conferencia de Paz en Nueva York. Pero, le dice el compositor, ¿cómo voy a ir a Estados Unidos si allí soy uno de los compositores más populares, y en mi país no se escucha mi obra? Pero Stalin niega haber dado cualquier orden de prohibición. Es un episodio sorprendente, porque refleja la particular relación entre ambos, eran diferentes caras de una misma moneda», indica el autor.

Un concierto global

Shostakóvich supo hacer uso de la libertad creativa aún en un entorno prohibitivo. Algo que resulta alentador, teniendo en cuenta que, como define Güell, «Rusia no ha conocido ni un segundo lo que es la libertad en toda su historia». Desde los zares hasta el sistema comunista, el pueblo ruso «siempre ha estado dirigido por un poder absoluto». Es por ello que «no se le puede pedir que se enfrente a Putin». El director de orquesta sigue «muy de cerca», afirma, la situación que vive hoy el país, así como su panorama musical. Conoce a varios de sus protagonistas, como a Valeri Guérguiyev, el director más importante que ha tomado partido inequívoco por el dirigente ruso. Y la conclusión del novelista es «que estamos más lejos de nunca de cumplir el sueño de tener una Europa unificada en la que esté también Rusia. Es importante que Ucrania gane la guerra para que Rusia pueda participar en un concierto global de una gran Europa», opina.

Es, no obstante, optimista, pues «a pesar de las grandes desigualdades, de las guerras atroces y la pobreza en gran parte del mundo, de alguna manera avanzamos», explica. «Sigue habiendo injusticias y crueldades, pero antes eran mayores. Solo hay que pensar en lo que pasaba en la Guerra Civil española, donde hermanos y hermanas se mataban entre sí. La capacidad del ser humano por aprender de su propia experiencia es extraordinaria, y el mundo tiene que estar unido». Como consuelo, siempre quedará la música. No como antídoto ni solución definitiva pues, apunta Güell, «tal y como decía Shostakóvich, yo no puedo arreglar el mundo con mi música, pero sí que sirva de aliento para aquellos que sufren situaciones absolutamente injustas». Un compositor contradictorio, con limitaciones, pero a la vez actos de valor, y que representa al artista capaz de servir de contrapeso y de, como refleja el escritor en la novela, conseguir que la música ganara la lucha al totalitarismo.