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Xavier Güell: “Stalin y Hitler fueron criminales, pero no idiotas”

El músico y escritor publica “Nadie logrará conocerse”, segunda entrega de una tetralogía que refleja la relación de cuatro compositores con los totalitarismos del siglo XX
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La música es libertad o no es. Al contrario que Beethoven o Mahler, Richard Strauss rechazaba toda moralidad en el arte. Para él componer significaba libertad, tanto de creación como de interpretación, y esta una de las razones que le alzaron como uno de los más importantes compositores de todos los tiempos. Pero pese a la sublime belleza que inspiran sus obras, hay una mancha en su historial que va en contra de su pensamiento, pues tiene que ver con el juicio en el que se acusó de colaboración nazi. Cuando Hitler llegó al poder en 1933, Strauss tenía 70 años. Gozaba de un gran prestigio a nivel mundial y no dejó Alemania como otros artistas, principalmente porque pensaba que los nazis iban a durar poco. El músico había convivido con el Káiser y la República de Weimar, y siempre le fue bien. Por tanto, piensa lo mismo sobre el régimen de Hitler, que no tendrá dificultades en manejarlos, hasta que resulta que quien finalmente es manejado fue él.
Strauss tenía dos inconvenientes: su familia era parcialmente judía y el autor de sus libretos, el primero en el que pudo confiar tras la muerte de su intachable compañero Hugo von Hofmannsthal, era Stefan Zweig, también judío. Y los requisitos nazis eran claros al respecto. Pero algo jugaba a su favor: Hitler era un gran seguidor de su música desde los 16 años. Por ello, hizo una excepción extraordinaria: a cambio de que Strauss no dejara Alemania y aceptara la presidencia de la Cámara de Música del III Reich, el dictador respetaría tanto a Zweig como a su familia.
Strauss fue autor de una revolución desde el punto de vista operístico. Y no podría haberlo hecho sin Von Hofmannsthal. El gran poeta y dramaturgo fue el autor de los libretos de seis de las óperas más importantes y reconocidas de Strauss. La revolución musical y cultural más importante de la música clásica de su tiempo y que se materializó en “Electra”, “El caballero de la rosa”, “Ariadna in Naxos”, “La mujer sin sombra”, “Helena egipcíaca” y “Arabella”. Supusieron una renovación brutal del mundo escénico, teatral y operístico de su tiempo y formaron parte de lo mejor de la historia de la ópera. Por ello, cuando falleció Von Hofmannsthal en 1929, Strauss pensó que su carrera había terminado. Pero dio con Zweig, con quien comenzó creando “La mujer silenciosa”.
Con esto, Strauss y Hitler acordaron este quid procuo en un encuentro privado que orquestó Winifred Wagner, directora del festival de Bayreuth y nuera de Richard Wagner, esposa por tanto de Siegfried Wagner. Un pacto por el que, no obstante, juzgarían a un Strauss con 80 años tras la Segunda Guerra Mundial, finalmente resultando absuelto. «Ahí comienza mi novela», dice Xavier Güell, quien publica la segunda entrega de la tetralogía «Cuarteto de la guerra» –sobre la relación de cuatro compositores con los totalitarismos del siglo XX–, bajo el título «Nadie logrará conocerse» (Galaxia Gutenberg). Tras un primer tomo, “Si no puedes, yo respiraré por ti”, narrando el exilio de Béla Bartok a los Estados Unidos para dejar constancia de su radical oposición a Horthy, Hitler y Mussolini, también publicará una tercera obra dedicada a la postura de Dimitri Shoshtakóvich frente al comunismo de Stalin, y una cuarta sobre Arnold Schönberg. Una forma de “explicar la misma historia del exilio y la época totalitarista desde ámbitos distintos”, dice Güell, “confrontando la política con el arte”.
  • Güell menciona al principio de la novela “Im Abendrot”, la primera obra que Strauss incluyó dentro de “Cuatro últimas canciones”. “Habla de la soledad, el despido de la vida y cómo afrontar la muerte. Es la radiografía más perfecta de todo el dolor que implica el siglo XX, a través de una extrema belleza”, apunta el autor.
¿Llegar a un acuerdo con Hitler no es colaborar?
Por eso se le abre expediente. Le reprochan que podría haberse ido de Alemania, lo que habría sido un puñetazo en la mandíbula para el régimen nazi y habría servido de ejemplo para rechazar todo el mal que implicaba. Pero Strauss se defiende. Dice que no es ningún héroe, sino un compositor. Que no se le pueden pedir responsabilidades por lo que no está en su mano.
¿Sus partituras respondieron a intereses nazis?
Absolutamente para nada. Él decía que se quedó en Alemania para mejorar las condiciones de los músicos y los derechos de autor de los artistas, y de hecho lo hizo. No se consideraba una persona valiente, sino un músico que compone porque no tenía más remedio. No estaba comprometido con su tiempo, y ahí residió su gran discusión con su también amigo Gustav Mahler. Strauss prefería que se le juzgara por su música y detestaba la política.
Sin embargo, acepta la presidencia de la Cámara.
Y la sostiene. Ese fue el gran argumento de la fiscalía en el juicio, de la misma manera que se juzgó a Martin Heidegger, el mayor filósofo de su tiempo, quien no solo se quedó en Alemania sino que colaboró con Hitler en mayor medida que Strauss. El compositor se limitó a cumplir sus funciones musicales, firme en su obligación de componer cada vez mejor y creyendo en la belleza como única expresión para confrontar el mal. Y eso es verdad. Puede haber autores más profundos o comprometidos, pero no existe ninguno que escrito con tanta belleza. El arte por el arte.
  • Junto con “Im Abendrot”, para Xavier Güell el terceto final del “Caballero de la Rosa” de Strauss es otro gran ejemplo de la sublime belleza de sus obras.
¿Cómo utilizaron los totalitarismos la música?
Eran criminales, pero no idiotas, tanto Stalin como Hitler. Eran conscientes del poder de la música, del arte en general, de la literatura, las artes visuales, el teatro. De ahí su interés en manejarla, condicionarla, según sus propios objetivos políticos. Porque el arte influye, conmueve, emociona, por lo que es un instrumento de poder extraordinario. Los políticos han sido conscientes siempre y ahora, y en las dictaduras todavía más.
¿Los fines eran propagandísticos?
Por supuesto. En el tercer libro, sobre Shoshtakóvich, planteo lo mismo, pero con Stalin. El dictador comunista utiliza al mayor compositor soviético, nacido en 1906, y lo presiona de una manera brutal, siendo capaz de castigarlo y amenazarlo, si no atiende a lo que le pide el Estado, con llevarlo al gulag o con acabar con él de un tiro en la cabeza. Le dicen que haga música popular y que ensalce las virtudes del sistema comunista. Y Shoshtakóvich, que en aquel momento era el gran moderno, tuvo que pasar el tubo y doblar su personalidad en una especie de doctor Jekyll y mister Hyde. Se escondió en una apariencia, consiguiendo que su música fuera entendida por un público mayoritario, pero haciéndoles creer que son libres. Es una radiografía perfecta del destino del hombre, donde alegría y sufrimiento conviven de manera intensísima.
Entonces, ¿el rock puede ser para el capitalismo lo que la ópera para el nazismo?
Claro. El rock es alimentado por una sociedad que la utiliza. La música más difícil de creación interesa menos, puesto que tiene menos público. Pero cualquier sistema político que pueda utilizarlo tiene bastante que ganar.
¿Es un menosprecio al creador aprovecharse de la creación?
Por supuesto. Hay un interés absoluto en utilizar todo eso, porque, insisto, tiene un extraordinario poder. También pasaba con Miguel Ángel y el Papa Julio II. El primero le necesitaba para hacer la Capilla Sixtina y el segundo como manifestación absoluta de su poder terrenal. La religión y la política siempre han buscado apoyarse en la cultura.
¿Seguirá siendo así?
Sí. Me interesa algo que viene a propósito del MeToo. Habría que hablar más de la diferencia entre arte y artista. Existen creadores que han sido personas extraordinariamente horrorosas, incluso asesinos. Por ejemplo, Carlo Gesualdo, príncipe de Venosa y sin duda el gran compositor del renacimiento italiano. Pero era un asesino, mató a su mujer y su hijo con una crueldad extraordinaria. Sin embargo, su arte es extenso. Hay casos más conocidos como Caravaggio, uno de los grandes pintores de la historia del arte, y una persona violenta. Pero su obra está ahí. O Egon Schiele, un pintor muerto jovencísimo que tenía una perversa inclinación por niñas y niños, y querían retirar sus obras del Museo de Viena, al no poder separar una vida escabrosa de su obra en sí.
Son casos póstumos, el problema crece cuando ocurre en vida.
Hace falta separar. No puede ser que no se haga desde algo tan bueno como la defensa de la libertad de las mujeres y la conciencia de que han sido maltratadas y juzgadas. Creo en la recuperación de este mundo a través de ellas, porque son más eficaces que los hombres. A ellos se les ha dado ya muchas oportunidades y, objetivamente, no lo han hecho bien. Las mujeres deben tomar el relevo, son la única salvación de la humanidad. Pero esto no quiere decir que puedas someter a un juicio permanente a la creación y al creador. El arte no es moral. Es libertad y vida.
¿Intenta separar con el libro?
Busco justificar la postura de Strauss sin juzgarla. Cuáles fueron sus circunstancias, cómo entendió el mundo. Cómo pudo él aportar algo, sobre todo creando belleza. De qué y qué no se sintió responsable. Cuál fue su lucha, su fracaso, su conquista. El libro lo deja abierto, que cada uno interprete a su manera. El libro es una partitura y el lector es el director de orquesta. Algunos pensarán que Strauss no dio el ejemplo necesario, y otros valorarán que la belleza que fue capaz de hacer justifica cualquier cosa.