«Los santos inocentes»: justicia poética en Cannes; por Sergi Sánchez
No es extraño que, en su polémica y deslenguada biografía, Alfredo Landa calificara a José Luis López Vázquez de «robapapeles». Los estereotipos que encarnaron en la comedia española del desarrollismo eran primos hermanos, cuando en una escena uno salía por la izquierda daba la impresión de que el otro entraría por la derecha. López Vázquez era más hombre de negro, cuervo rapaz pero ridículo, y Landa era, claro, el proletario que amaba a las suecas. La prueba del algodón de que ambos estaban en la misma liga y luchaban por los mismos papeles fue que, con unos años de diferencia, saltaron al cine «serio» para demostrar su versatilidad con un par de personajes que psicoanalizaban o deconstruían las etiquetas con las que habían logrado la popularidad: López Vázquez con «Peppermint Frappé», en 1967, y Landa con «El puente», recién estrenada la Transición, en 1977.
En «El puente», Juan Antonio Bardem desplazó la imagen del landismo a un terreno en el que el actor tenía por fuerza que sentirse incómodo, una «road movie» terminal que, camino a Torremolinos, radiografiaba el presente de una España que estaba despertándose de la anestesia del franquismo. El mecánico salido que interpretaba Landa era el macho español que, en contacto con la realidad de un país cansado, no dudaba en exhibir sus miserias. Fue, lo admitió en más de una ocasión, la oportunidad de su vida, la misma que López Vázquez aprovechó con Saura o el Jaime de Armiñán de «Mi querida señorita» (1971). Un cambio de registro que podría haber liquidado el favor del público y del que, sin embargo, salió victorioso.
Había que destripar al Landa comediante para encontrarse con el Landa de «Las verdes praderas» (1979) o «El crack»(1982), en las que, respectivamente, Garci mostraba la carne rabiosa y desencantada de la nueva clase media española y demostraba que, con convicción, un actor encasilladísimo podía hacer creíble un personaje que se había escapado de un clásico «film noir». Rodó cinco películas más con el director madrileño hasta su sonora ruptura en 2008, antes de recibir su Goya honorífico. Ha sido el cineasta que más ha confiado en sus capacidades dramáticas, sujetas al tempo lento de un cine que parece existir para contradecir la velocidad y el desenfado del Landa predemocrático. Garci fue su más persistente colaborador, y sin él no pueden entenderse el Landa de «Los paraísos perdidos» (1985), de Martín Patino, o de «El bosque animado» (1987) o «La marrana» (1992), de Cuerda, sus dos Goyas al mejor actor.
La culminación de su carrera interpretativa fue, sin duda, el Paco «El Bajo» de la magnífica «Los santos inocentes» (1984). Si Camus convertía lo que podría haber sido una adaptación académica, caligráfica, de la novela de Miguel Delibes, también obligaba a Landa a desprenderse de su célebre verborrea, y de su tendencia al histrionismo, para sacar la humildad que todo gran actor debe llevar dentro. Era un personaje menos espectacular que el de Azarías, un inspiradísimo Paco Rabal que ensombrecía, con su bondad justiciera y su retraso mental, todo lo que hallaba a su encuentro, pero Landa supo inyectarle la dignidad suficiente para que su servicial actitud ante el pequeño mundo de amos y esclavos de un cortijo extremeño fuera más triste que patético, más una cuestión de fátum que de diferencia de clases. Ver a Landa recogiendo el premio de interpretación masculina en Cannes tenía algo de justicia poética. Rabal había trabajado con Buñuel, con Antonioni. Pero Landa era el vecino del quinto, el que había estado solo ante el streaking, y que ahora brillaba en su papel más triste, más desesperanzador, como un Sancho Panza a quien hubieran impuesto retirarse a vivir en un establo sin muebles.