Ana Guerra: «Me ha costado años de terapia llevarme bien conmigo misma»
Mientras gira por España, la cantante y compositora canaria acaba de lanzar un nuevo sencillo, «Contar mentiras», aperitivo del disco que publicará en otoño
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Ana Guerra, canaria de San Cristóbal de La Laguna, Tenerife, es hija de una funcionaria y un enfermero («bueno, mi padre dice que es “enfermera” porque es una profesión mayoritariamente de mujeres») y tiene un único hermano, nueve años mayor («siempre les he dicho a mis padres que fui un penalti, pero no lo quieren reconocer», y ríe altísimo). Se hizo famosa, hace ya siete años, a raíz de «Operación Triunfo». Pero, aunque ese fue el escaparate, el estallido, ella llevaba en la música desde siempre; primero en el conservatorio, donde entró de niña, y después trabajando en diversos musicales («Jesucristo Superstar», «Evita»). ¿Qué importancia han tenido para su actual carrera de artista pop esos años de aprendizaje? «Han sido fundamentales. ¿Que si es una educación? ¡Pero vamos...! –exclama, mientras abre mucho los ojos–. Te diré que todos los cantantes deberíamos saber música. Y, mínimo, tocar un instrumento que te ayude a entender la música. Igual te gustaba cantar y tuviste un bombazo de éxito y no te dio tiempo, bien. Pero puedes aprender después el idioma de la música. Yo, con productores, arreglistas, compositores, me comunico muchas veces en el idioma de la música. Igual compuse una canción en un tono y tengo que pedirle al productor que me la baje de tono y decirle en qué tono la quiero, y me siento al piano y se lo explico. Y trabajar en musicales –prosigue– ha sido una de las facetas más felices de mi vida, me encantaba. Llegaba al teatro la primera, me ponía a calentar el cuerpo con mis zapatos de jazz, de musical... He sido muy, muy feliz. Y, sobre todo, adquirí el compromiso de darle al espectador, siempre, una función única, nueva y fresca. A pesar de que llevara haciéndola mucho tiempo. Y eso me dio una gran soltura frente al público».
Ana acaba de publicar el sencillo «Contar mentiras», un adelanto del disco que sacará el próximo otoño. A propósito de las mentiras, ¿desde que está en la primera división ha conocido muchas? «Sí… sí. ¿Más que verdades? Sí. Cuesta encontrar verdades. Aunque igual no son tantas las mentiras, sino las cosas camufladas. No es tanto mentir como no contar». Las omisiones, que parece que esas están libres de ser acusadas: «Yo no miento, omito», ja, ja, ja. Pero las verdades que me he encontrado en la industria son maravillosas. Y las personas que en ella son de verdad, son espectaculares. Al principio, vas como un pollo sin cabeza porque no sabes nada, quién es qué y quién hace qué y de quién te puedes fiar y de quién no y si sigues tu intuición o la de otro. Pero el tiempo te permite hacerte tu circulito de confianza y poder decir “aquí estoy cómoda”».
En los años que lleva en la industria musical, ¿qué balance hace? ¿Su carrera está siendo como esperaba, siente que es ella la que lleva las riendas? «Sí, ahora mismo, sí. Aunque te digo que amo trabajar en la música, pero también he sido muy feliz vendiendo perfumes. Y si siguiera en la música tocando los fines de semana en garitos, pues sería muy feliz. O hago lo que me da la gana, o no lo hago –afirma, taxativa–. O cuento lo que me da la gana, o no lo cuento. No voy a contar las historias de otros ni voy a sumarme a una ola artística porque esté de moda, no me da la gana. Si me gusta esa ola me sumaré, pero no porque esté de moda».
En la vida de Ana Guerra la popularidad entró como un tsunami, sin que, como les ha ocurrido a todos los que salieron de aquel concurso televisivo, estuviera preparada para ello. ¿Cómo se lleva con ella siete años después de su llegada? «Llevo la popularidad como buenamente puedo. Porque a mí me encantaría ser Hannah Montana, tener otra identidad y usar sólo la identidad artística para lo artístico, para el trabajo, y luego mi identidad personal, que fuera por la calle y a nadie le interesara mi vida y nadie me conociera. Sería muy feliz así. Al principio –explica– la llevé mal, porque en los ‘‘photocalls’’ no paraba de decir: «¡Mi vida no es nada interesante, os lo puedo jurar!». No podía entender por qué a alguien le podía interesar mi vida, porque es completamente normal, con sus rutinas, como la de cualquiera. Pero he aprendido a convivir con ello. Vivo en la dualidad y en la fina línea de intentar separarlo cada vez que puedo y que se hable, sobre todo, de mi música. Porque –señala con énfasis– estoy aquí porque soy cantante, compositora, y no quiero que esa parte de mí se muera frente a los medios de comunicación». Ana Guerra es una mujer muy fuerte, pero tras el vendaval de fama, y del nuevo tipo de vida que tuvo que asumir, comenzó a hacer terapia y eso le ha ayudado a gustarse más: «Me llevo muy bien conmigo misma –confiesa–, pero me ha costado muchos años de terapia, ja, ja, ja. Para saber quién soy, qué quiero, dónde voy. Ciertas preguntas que a veces ni nos planteamos. Y sí, sigo yendo a terapia. De hecho, estaba hablando con mi terapeuta, para cerrar la próxima cita, justo antes de que llegaras. Ahora mismo estoy bien porque tengo un edificio con unos cimientos muy bien puestos, cosa que me ha costado conseguir. Me encantan mi casa, mi pareja, mis perros, la relación que tengo con mi familia y con mis amigos».
¿Cómo se ve a sí misma dentro de 30 años? ¿Qué artista le gustaría ser entonces? «Laura Pausini –contesta sin dudarlo–. Me gustaría que la gente me quisiera con tanta honestidad y me respetara como se la respeta a ella musicalmente, y poder construir algo tan verdadero como lo que ella tiene en una industria tan caótica. Priorizar a la familia, como ella, y ser una mujer de los pies a la cabeza que nos abre paso cada día a las que estamos detrás».
Javier Menéndez Flores
Mirar el chorro de luz de un foco: eso es tener enfrente a Ana Guerra. Hay ahí una sonrisa tatuada –rara vez se ausenta de su boca–, unos ojos abiertos en canal y una propensión a una risa con mucho músculo, atributos que dan forma a esa presencia luminosa que abre este artículo. Podría ser ese el retrato a vuelapluma de una mujer pacífica ante la que no hay que levantar escudo alguno, pero cuidado: en su manera de expresarse, en el acero de cada palabra que dice, se intuye el genio de una gladiadora.
Ana Alicia vive instalada en su país de maravillas y cielos encapotados, según el día y la hora, y pagaría por poder ser como Hannah Montana y residir en un desdoblamiento constante. Pero ser ella misma tampoco está tan mal, carajo, incluso le ha acabado cogiendo el gusto a su persona. Aunque para ello haya tenido que desembolsar un millón de dólares y gastar saliva como para llenar una piscina olímpica.
(Siempre que sueñas con Aguere, Ana, vuelves al mismo sitio: aquel estanque con patos. Y te ves cantándole al limpiador, tu fan número uno. Y vigilaba tus pasos vivísimos, de niña con una agenda extenuante, la Virgen de los Remedios, mientras con la carpeta y los libros en la mochila ibas del gimnasio al conservatorio en un tranvía con alas. Y esa soledad que algunos días te taladraba la piel y el hueso, la neutralizabas poniéndole a Amaro Pargo el rostro de Leonardo Dicaprio o el de Brad Pitt. Puesto que las heroínas en potencia necesitan comer héroes, y fantasear con la belleza es gratis y ensancha la vida).
El pasado está cargado de estampas deliciosas –aquel vino con Aute en tu tierra: ¿por qué no marcaste nunca su número, dime?– y otras bastante locas –Evita Perón será por siempre una cotufa indómita–, y a veces reconforta volver el rostro. Pero es en la línea inconcreta del horizonte donde aguardan los tesoros y las sorpresas y las oportunidades, y es hacia allí adonde caminas a cada instante, incluso cuando duermes.
A Ana le sobra en ocasiones el cuerpo porque, como casi todos los nacidos entre el 21 de enero y el 19 de febrero, su cabeza echa a volar igual que el globo insubordinado de un niño. Y ayuda a eso aún más la música, que es un lenguaje con el que puedes viajar de un continente a otro sin el peso extra de un diccionario, ya que cualquiera entiende «Yesterday» y «Billie Jean» y «Ojalá que llueva café».
(En la Ciudad de los Adelantados será fácil encontrarte, Ana, aunque te pierdas enseguida entre los brazos salvajes del parque de Anaga, donde la laurisilva y las palomas se quieren tus hermanas. Pero apareces dibujada igualmente en la plaza del Dos de Mayo, que fue tu casa y es la de todos, pues Madrid no exige apellidos ni carnés. Y qué sabrán los otros de vosotros dos, Ana, si nacisteis sabiéndoos. Que hablen y cuenten y chismorreen, venga, que estáis de sobra blindados frente a esa cháchara).
Y esté donde esté, si suena «Bachata rosa» –«un letargo de azul, un eclipse de mar, un universo de agua mineral»– el corazón se le anuda como una corbata. Porque Juan Luis, al igual que Silvio y sus unicornios, tiene el poder de hacer temblar los cimientos del mundo con unas pocas notas. Y se estremece entonces Ana, se estremece, sí. Pero a los pocos segundos vuelve a ser toda ella una carcajada.